¿Qué
Puso al Descubierto Granada?
Dos
mil unidades de las fuerzas armadas
norteamericanas, con el acompañamiento más
simbólico que bélico de 300 soldados de seis
pequeñas repúblicas de las Antillas de habla
inglesa, comenzaron a desembarcar el 25 de
octubre en la diminuta Granada, según los
despachos de prensa, a las 5 y 40, hora local.
La ocupación recuerda lo que casi todos
sabemos: la eterna historia de la omnipotente
metrópoli que ha lapidado a los pueblos
débiles circunvecinos, pues cualquier
determinación improcedente e inconsulta que
alguno de éstos adopte puede poner en peligro
la seguridad del imperio. Para legitimar sus
invasiones, a las autoridades de Washington
les ha bastado con argüir la necesidad de
proteger a unos cuantos ciudadanos americanos
residentes en el exterior, o mostrar los
pedidos de ayuda militar de la respectiva
facción intermediaria, o simplemente
presentarse como cruzados de la democracia que
han de cumplir la misionera labor en tierras
extranjeras. En el caso de Granada, cuya
empobrecida población apenas bordea las
100.000 personas y habita en un perímetro de
escasos 344 kilómetros cuadrados, el
presidente Ronald Reagan esgrimió las tres
disculpas. Excepto que la solicitud de apelar
a los cañones para resolver el litigio emanó,
no de uno, sino de dos pares de gobiernos de
islas aledañas, integrantes de la Organización
de Estados del Caribe Oriental, OECO, un ente
espurio, improvisado y establecido en 1981
precisamente para eso, para otorgarles un viso
legal a las ilegalidades estadinenses. Aunque
Barbados y Jamaica no pertenecen a aquel
organismo, sus mandatarios prestaron el
concurso a la expedición armada. El resto de
la ficticia colaboración provino de Antigua,
Dominica, Santa Lucía y San Vicente.
No
sobra añadir, conforme hemos procedido en
circunstancias anteriores, que rechazamos
rotundamente los atropellos contra la
soberanía y demás derechos inalienables de las
naciones, perpetrados por la superpotencia del
Oeste, y sus rancias e insaciables
pretensiones de convertir al Caribe y
Centroamérica en el traspatio de su Casa
Blanca. No por exiguos e indefensos, los
granadinos son menos dignos de darse la forma
de república que a bien tengan y sin
intromisiones de ninguna índole, al igual que
cualquier otro pueblo respetable del planeta.
Esta posición nuestra obedece al arraigado
criterio internacionalista de que la unidad de
las masas trabajadoras de todas las latitudes,
tan imprescindible para el buen suceso de la
revolución mundial, únicamente cristalizará
sobre la base de la plena vigencia de la
autodeterminación de las naciones, al margen
incluso de los regímenes sociales en ellas
imperantes; anhelos de libertad y de
independencia que compartimos con los
demócratas sinceros, preferencialmente en la
actual coyuntura histórica de dura prueba.
Pero
los acontecimientos de Granada ostentan
aspectos bastante ignorados, una especie de
cara oculta de la luna que muy pocos han visto
y que a nosotros nos interesa, sobremanera,
revelar. Nos referimos al rol de los cubanos
en todo este turbio asunto. En primer término,
con la llegada de los infantes de marina
yanquis y de sus grotescos refuerzos
antillanos, se supo a ciencia cierta cuántos
hombres mantenía allí La Habana y cuál era su
carácter, puesto que, como acaece en muchos
otros países donde interfieren, la magnitud y
el cometido de aquella intervención mimetizada
difícilmente se calcula. Algunas agencias
noticiosas estimaban que la cifra no subía de
un centenar, máximo dos, y que su encargo se
circunscribía a colaborar en tareas
alfabetizadoras, campañas de sanidad y sobre
todo en la construcción del moderno y grande
aeropuerto internacional de Salinas, en el
borde sureño de la isla, al cual el Pentágono
le achacó muy definidos fines belicistas,
mientras la mamertería del Continente lo
consideraba el mejor aporte fraternal al
turismo de Granada y del Caribe entero. Al
cabo de cuentas, la asesoría cubana rondó por
el arribae de los mil efectivos, cantidad nada
despreciable para una revolución tan
despoblada, y ello sin sumar la pericia de los
cincuenta soviéticos que asesoraban a los
asesores.
Llegado
el momento de la verdad, y sin que importe ya
mantener encubierta la naturaleza castrense de
diseñadores, ingenieros, albañiles y ayudantes
rasos del aeropuerto en ejecución, Fidel
Castro envió, el 24, un día antes del abordaje
enemigo, a un oficial de alto rango, el
coronel Pedro Tortoló Comas, a objeto de que
asumiera "el mando de todo el personal
cubano"; el 25 impartió a sus huestes la orden
concluyente de "no rendirse bajo ningún
concepto", y el 26, cuando todo estaba
prácticamente consumado, explicó que se había
obrado así para salvar "el honor, la ética y
la dignidad de nuestro país".
Durante
la mañana del desembarco, los cables
procedentes de Moscú también se encaminaban a
crear la impresión de que los cubanos se
batían más fieramente de lo que les tocaba. A
las 9 a.m. las fuerzas expedicionarias
norteamericanas habían sufrido ya 1.200 bajas
y la resistencia inmolado 800 gloriosos
combatientes, de acuerdo con aquellas
informaciones que en Colombia las cadenas de
radio, particularmente Caracol, propalaban en
el instante mismo en que las iban emitiendo
los lejanos e imaginativos corresponsales, y
envueltas, obviamente, en un sensacionalismo
estrepitoso. A esas alturas de las acciones
realmente no se conocía aún de pérdidas
humanas, y al final de la jornada, restando
sólo unos reducidos y aislados focos de
aguante, los muertos en total no pasaron de
ochenta, dieciocho de las tropas de asalto y
si mucho sesenta de los defensores. Sin
embargo, y sea lo que fuese, la potencia de
fuego y la capacidad operativa de los
custodios de la isla obligaron al Pentágono a
conducir el miércoles 26 otro millar de
soldados de su 82a. División Aerotransportada
al campo de las operaciones. Más tarde se
especificaría que el monto global de los
infantes yanquis empleados en la maniobra
ascendió a seis mil.
Pese
a que el Comandante en Jefe se cuidó de
instruir desde La Habana a sus contingentes en
Granada de que "si el enemigo envía
parlamentario escucharlo y tran8mitir de
inmediato sus puntos de vista", con dichos
desplantes teatrales, órdenes categóricas de
ofrendar la vida antes de rendirse, falsas
noticias, se buscaba salvar no tanto la
valentía como la justeza de la causa. Mas
resulta irrebatible que los cubanos, por
encima de sus proclamas antiyanquis y sus
profesiones de fe revolucionaria,
sencillamente luchaban por una pequeña isla de
la que se habían adueñado. Sus legionarios se
aproximaban a mil ante un ejército granadino
de escasos dos mil componentes mal equipados y
de bajo nivel de adiestramiento. Sus obras,
sus consignas, sus dictámenes empalagaban el
alma de una sociedad indigente y relegada de
las Antillas Menores, que, con el señuelo de
ayudarla, la utilizaron de trampolín para sus
apetencias expansionistas. Ellos fueron los
grandes héroes de una mini-revolución
frustrada. Hasta el último momento se robaron
la escena, combatiendo para otros por el
apoderamiento de una porción del Caribe que no
es suya, "abrazados a nuestra bandera", la de
la Cuba prosoviética.
Y
la bandera de Granada, ¿quién la abrazó?
Maurice Bishop, quien en agosto de 1979
ascendiera al Poder mediante un golpe de
Estado y se tornara, en su calidad de Primer
Ministro de la isla, en un destacado y locuaz
contribuyente político del régimen castrista,
había sido depuesto el 14 de octubre del año
en curso por el comandante de sus propias
tropas, el general Hudson Austin. El 19 de
octubre terminó pasado por las armas, junto a
tres de sus ministros, dos directivos
sindicales y varios más de sus adherentes. La
dirigencia cubana reconoció el gobierno de sus
sucesores y victimarios, aunque, dentro de su
estilo inconfundible, se lavó las manos por la
responsabilidad de los insucesos, censurando
no a los homicidas sino los "procedimientos
atroces como la eliminación física de Bishop y
el grupo destacado de honestos dirigentes
muertos en el día de ayer". El Krenilin no se
tomó tantos trabajos por las apariencias.
Aprobó sin rodeos la autoridad nacida de los
oscuros y cruentos incidentes.
En
Granada se instauró entonces un mando sin piso
democrático; antes bien, con los métodos que
le dieron origen descalificados por sus
patrocinadores de La Habana, y que se vio
impelido a sitiar a los habitantes de su
capital cuando el adversario exterior lo
sitiaba a él para cortar su efímera
existencia. Nos rehusamos a creer que en los
designios de esta banda enceguecida y en
entredicho reposara segura, no digamos la
victoria, pero sí la honra de la bandera
granadina. Por su parte, el pueblo,
violentamente reprimido y bajo el toque de
queda, estaba imposibilitado para movilizarse;
no sabía qué esperar de los golpistas que así
se comportaban como garantes de la
continuación de la revolución, ni qué pensar
de un coronel Tortoló Comas que Fidel Castro
enviara la víspera para organizar y dirigir
los destacamentos encargados de repeler la
agresión foránea, siendo que esos
destacamentos encontrábanse directa o
indirectamente comprometidos con el asesinato
del ex Primer Ministro y de todos modos
apoyaban a los asesinos.
Demasiada
candidez aceptar que los cubanos, quienes han
aprendido las malas artes de la intriga y la
maquinación, tras trasegar tanto tiempo por el
mundo en su carácter de correveidiles de los
soviéticos, se hayan privado de participar o
de instigar los episodios del 14 y del 19 de
octubre, con la trascendencia que éstos tenían
para el futuro de su política a escala insular
y regional, y contando, de ñapa, con cerca de
mil expertos asesores, casi la mitad del
ejército nativo, susceptibles de transformarse
en cuerpos regulares de combate como se
confirmó.
Hay
algo más. Los socialimperialistas y sus
seguidores se inclinan a preservarle a Bishop,
una vez sepultado, la aureola de intermediario
radical y dócil que lo distinguiera durante su
mandato. Sin embargo se sospecha que sus
viejas lealtades comenzaban a extenuarse. En
junio de 1983 viajó a Washington con motivo de
una reunión de la OEA y traslumbró allí una
posición conciliadora con los Estados Unidos;
se entrevistó muy en secreto con William
Clark, el encargado de velar por la seguridad
del imperio, y a su regreso a Saint George
llegó con un préstamo en el bolsillo de 15
millones de dólares autorizados por el Fondo
Monetario Internacional. Aun cuando estamos al
tanto de esa singular estrategia, que han
tratado de instituir los "socialistas reales",
de financiar con dinero americano las
revoluciones regentadas por Moscú, y no
ignoramos los empeños obligados del
expansionismo por suavizar las tensiones en
Centroamérica ante la contraofensiva del
porfiado Ronald Reagan, lo curioso de este
drama granadino, para expresarnos
benignamente, es que las disensiones internas
se agudizaron luego del referido viaje del
gobernante sacrificado, y los cubanos, o
hicieron todo para derrocarlo, o no hicieron
nada para impedirlo. De cualquier forma, allí
y en medio de la pantomima
seudorevolucionaria, las contradicciones
estatales se dirimieron a cuartelazo limpio y
con sangrienta vindicta, a la usanza de los
legendarios regímenes latinoamericanos que
giran en la otra órbita.
Estos
espeluznantes antecedentes coadyuvaron sin
duda alguna a los propósitos de Washington;
pero han servido también para que muchos de
los desprevenidos partidarios de Cuba y de sus
actividades intervencionistas empiecen a
formularse interrogantes de tremenda
incidencia.
Nosotros
hemos insistido en que el socialismo auténtico
no es ocupacionista ni anexionista. Nos
preocupa que este punto básico no se comprenda
a cabalidad por las fuerzas democráticas y
revolucionarias, porque la menor intromisión
de una nación en los fueros de otra, tolerada
a cualquier título o propiciada bajo cualquier
pretexto por el movimiento obrero de un país,
el que fuese, le inflige más daño a la
revolución mundial que todos los atropellos
juntos de los imperialistas contra la libertad
y la autodeterminación de los pueblos. Al fin
y al cabo el capitalismo de la era monopólica
se sustenta del fruto de sus prácticas
colonialistas. De lo contrario no
sobreviviría. Lo grave radica en que quienes
hoy se autocalifican de portadores del
marxismo y de la transformación social, en
lugar de combatir los zarpazos de los Estados
Unidos y sus aliados desde posiciones y con
procederes revolucionarios, emulen con ellos
en la arrebatiña del globo y recurran a sus
mismos medios. De prevalecer semejante
tendencia, las masas golpeadas y burladas de
las diversas latitudes no hallarían qué camino
coger y la humanidad se perdería durante largo
rato en uno de los más fragosos pasajes de su
vida civilizada. Por eso, con todo y lo
devastadora que se estime la acción
estadinense en Granada, lo importante sigue
siendo que aquella isla menesterosa, ubicada
en la esquina suroriental del Mar Caribe y
puesta de pronto en los primeros planos de la
atención mundial, logre aportar con su trágica
experiencia al esclarecimiento del culminante
problema planteado, por supuesto a condición
de que haya ideólogos y partidos resueltos a
desafiar la resaca y a sistematizar las
enseñanzas respectivas.
Hasta
algunos de los más tradicionales y connotados
simpatizantes del bloque socialimperialista
acentuaron la nota de repudio contra el
general Hudson Austin y sus compinches. Entre
ellos García Márquez, siempre listo a darles
una mano a sus amigos de Cuba para sacarlos de
un aprieto, quien, dos días antes de la
invasión de los infantes de marina yanquis y
desde su columna dominical de El Espectador,
no perdona al jefe del Estado granadino de
"matón del peor estilo" y a los compañeros de
aventura de éste no los baja de "bandoleros en
mala hora extraviados en la política". En
dicho artículo y ajustándose a un razonamiento
lógico, el escritor no puede menos que hacerse
la fatal reconvención: "El día en que se
justifique con cualquier argumento que las
fuerzas del progreso se sirvan de los mismos
métodos infames de la reacción, será esa la
hora -para decirlo en buen romance- de que nos
vayamos todos para el carajo".
Incontrastablemente, aunque no sea en buen
romance. Pero atribuir las consecuencias de la
coloquial exhortación a la conducta aislada de
uno o de varios elementos envanecidos e
inescrupulosos significaría lisamente evadir
el meollo del asunto. Examinémoslo.
¿Cómo
se llama la atávica costumbre de los
imperialistas de trasladar divisiones de
infantería a otros territorios distintos de
los suyos y permanecer en aquellos lugares por
un lapso de tiempo, o indefinidamente? Tiene
muchos nombres: ocupación, anexión, pillaje,
colonialismo, etc. Cuando Viet Nam se
introduce en Kampuchea y Lao con cientos de
miles de soldados y se instala arrogantemente
allá desde finales de 1977; o cuando Cuba
desde mediados de 1975 deposita en Angola
20.000 hombres que allá se mantienen todavía,
y distribuye un número parecido en Etiopía a
partir de ese mismo período del inicio de su
intromisión en Africa, ¿no es acaso ocupar
países inermes, propender al anexionismo,
reivindicar el pillaje, imitar a los viejos
colonialistas? Inevitablemente tales actos
generan la desconfianza de las gentes nativas
acerca de la intención de tan extraños
salvadores, desembocan en rompimientos
antagónicos y acaban incluso por prender las
llamas de la guerra popular contra el
despliegue extranjero. No debiera, pues,
parecer insólito el espectáculo de
desintegración brindado por los conductores de
la abortada revolución granadina, si
recordamos, por ejemplo, que los déspotas del
Kremlin, preceptores de Castro y Austin,
eliminaron en septiembre de 1977 al presidente
de Afganistán Mohamed Taraki, adicto de la
URSS-, para suplantarlo por Hafizullah Amín,
otro colaborador más maleable, a quien
igualmente decidieron destituir y ejecutar
antes de los cuatro meses, el 27 de diciembre,
fecha desde la cual alrededor de 100.000
efectivos soviéticos huellan el suelo de aquel
lacerado país, en nombre del internacionalismo
socialimperialista y tras la complacencia de
un tercer advenedizo, el Primer Ministro
Babrak Karmal.
No
nos tropezamos con un caso exclusivo que se
explique por razones particulares. Desde Cuba
para abajo, los países que se hallan atrapados
en el campo gravitacional de la Unión
Soviética, por simples leyes de la física,
carecen de rumbo propio, y sus luchas, la
satisfacción de sus necesidades, dependen de
los albures de la empresa expansionista. La
URSS ha de preocuparse por su imagen; no
obstante, jamás estropeará sus proyectos
estratégicos y tácticos por los apremios
intempestivos de una nación de unos cuantos
millones de habitantes. Si en el tablero
internacional ha de sacrificar un peón para
neutralizar la acción de un alfil enemigo, no
vacila. Algo de eso visualizamos en los
rápidos movimientos ejecutados por las dos
superpotencias en el Caribe. Fue notoria la
inquietud de Washington por no chocar
abruptamente con Moscú mientras le sustraía a
Granada. Reiteró públicamente la seguridad de
que los consejeros soviéticos desalojados
serían atendidos con "cortesía diplomática" y
"eran libres de hacer lo que quisieran". Los
primeros en conocer por boca de los invasores
las miras y los alcances del desembarco fueron
los gobiernos afectados por el desahucio.
Hasta los cubanos recibieron desde un
principio la promesa de que se les permitiría
abandonar tranquilamente la isla. Las
zalameras gestiones del señor Belisario
Betancur en favor del feliz retorno de los
prisioneros a sus hogares estaban, de
antemano, plenamente garantizadas.
No
olvidemos que la América Latina es el "patio
trasero" de los Estados Unidos y el Caribe su
Mar Mediterráneo, y aunque ahí se encuentre
Cuba perturbando el sosiego de los magnates de
Wall Street, el Hemisferio escapa a las zonas
de influencia controlables fácilmente por los
amos del Kremlin. Tal vez por el régimen de
Cuba, que tan buenos oficios les ha prestado
en éste y en el resto de continentes y cuya
inestabilidad redundaría en su desprestigio,
por ningún otro país del área los rusos
estarían dispuestos a sacar las castañas del
fuego en la eventualidad de que los
norteamericanos presionen, con la pólvora o
con el diálogo, un reparto más o menos
duradero y razonable de las injerencias
mundiales. Una revolución, como la
nicaragüense o la salvadoreña, que pignora su
porvenir a la superpotencia del Este en su
justa aspiración de desasirse del otro
imperialismo y corre todos los riesgos
inherentes a tal deslizamiento, en la creencia
de que será tenida en cuenta por sus fiadores
al momento de la partija, pecará de ingenua.
Los
principales protagonistas del conflicto de
Centroamérica ignoran las ilusiones de una paz
negociada esparcida por los platicantes de
Contadora y recelan de las dulzonas palabras
de los embajadores de buena voluntad
designados por la Casa Blanca, y cada cual, a
su modo, se alista para encarar el cruel
augurio de un desenlace violento de la crisis,
sobre todo después de la repentina y
admonitoria caída de Granada, con la que el
César, en contra de la ira universal y por
encima de las críticas de sus aliados
europeos, demostró su firme determinación de
no asistir apaciblemente al avance en sus
vecindades del peligroso adversario. Tan
asustadora será la cosa, que el teniente
coronel Desi Bouterse, jefe de la Junta
Militar de Surinam, visto en Occidente como un
recalcitrante izquierdista, con sólo enterarse
de la última misión de los infantes de marina,
expulsó de sus dominios al embajador cubano y
a su sarta de asistentes, técnicos y expertos,
que en aquella ex colonia holandesa ya
sobrepasaban el centenar, porque el
arrepentido dirigente no quería padecer el
calvario de Maurice Bishop ni soportar los
infortunios de un Hudson Austin. Jamaica, la
otra oveja descarriada, había regresado antes
a su antiguo redil, sin escandalosas efusiones
de sangre, electoralmente, cuando el laborista
Edward Seaga derrotara, en las urnas, el 30 de
octubre de 1980, al procubano Michael Manley.
Y
así, cada país, cada Estado y cada gobernante
de la región empiezan a conturbarse por su
propio pellejo y a buscar el acomodo que mejor
les convenga. Pues en estas refriegas locales
de las superpotencias las coces las reciben
los más inermes y los menos cautos. El
presidente de Guatemala, el general Oscar
Mejía Víctores, una copia del muñeco del
ventrílocuo, se ha encargado de difundir la
idea gestada en Washington de desempolvar el
Condeca, Consejo de Defensa de Centroamérica,
un pacto militar firmado el 14 de diciembre de
1963 y del que muy pocos se acordaban, hermano
gemelo de la OECO, el ente espurio mediante el
cual los Estados Unidos procuraron legitimar
su invasión a Granada. Con las maniobras que
el ejército y la marina de la metrópoli
realizan conjuntamente con Honduras, teniendo
como sede la geografía de este país y en donde
las tropas americanas acamparán, tal cual se
ha admitido, por un plazo indeterminado, y
simultáneo al constante asedio bélico a que se
viene sometiendo desde fuera y desde dentro a
Nicaragua, cercada por repúblicas
crecientemente hostiles, lo único que falta
para completar los preparativos de un asalto
en regla, es poner en vigencia la mampara
legal de que habla el general guatemalteco.
Desde
luego los yanquis habrán de pagar política y
militarmente un precio incomparablemente mayor
por la patria de Augusto César Sandino de lo
que les costará la diminuta isla de Granada.
Lo delicado de la situación radica en que, por
múltiples indicios, el ex vaquero de Hollywood
se halla inclinado a desembolsarlo. Por eso
causó estupor en muchos medios el tan dirigido
comentario de que si los sandinistas
afrontasen una contingencia parecida, Cuba
adoptaría una actitud idéntica, es decir, no
se movilizaría; señalamiento hecho por Fidel
Castro en la madrugada del miércoles 26, en
rueda de prensa en el Palacio de la
Revolución, reunida con la presencia de varios
periodistas norteamericanos y convocada bajo
el fulminante impacto de la noticia sobre la
operación exitosa del Pentágono en el extremo
suroriental del Caribe. Sobreentendiéndose que
los cubanos no están en condiciones de
transportar tropas a los sitios y en el
instante en que sus asesores sean
violentamente defenestrados por la
contraparte, ni habrán de jugarse en paro la
supervivencia en aras de la de sus coligados,
sobraba en aquella noche crucial, ante la
arremetida estadinense que se vino, darle a
entender con antelación a Reagan que, de
decidirse a invadir a Nicaragua, La Habana
intentaría menos de cuanto se propuso por
retener su reducida posesión en la cola de las
Antillas Menores. Ya oiremos a los áulicos
jurando y perjurando que se trata de un astuto
ardid de guerra. Sin embargo, el
pronunciamiento, catalogado por la prensa
gringa de "inhabitualmente moderado", deja sin
remedio el vinagroso sabor de que si fuera
indispensable se concedería con lo de los
demás a efecto de preservar lo propio.
Transigir en lo secundario para resguardar lo
verdaderamente clave: la integridad de Cuba.
Claro
que cada quien administra libremente sus
temores, pues la Junta Sandinista, por su
lado, el jueves 20 de octubre entregó a los
funcionarios de Washington, a través de su
canciller Miguel D' Escoto, un memorándum de
avenimiento tendiente a descargar la
encapotada atmósfera centroamericana en el
que, entre otros enunciados, aquélla se
compromete a cesar su respaldo a la guerrilla
salvadoreña, mientras la Agencia Central de
Inteligencia, la famosa CIA, haría otro tanto
con los grupos alzados en armas contra el
gobierno de Nicaragua. Cuando queda atrás la
controversia verbal, y el desplazamiento
continuo de las fuerzas prosoviéticas,
propiciado al socaire de las incontables
dificultades enemigas, tropieza, de pronto,
con la instintiva reacción de la fiera
acorralada, apenas elemental que se desaten,
unas tras otras, fórmulas transaccionales cuya
característica común se basa en que los
reclamos subalternos han de acallarse, o si se
prefiere, han de ser postergados en provecho
de intereses superiores. Y como no nos
hallamos ante colectividades y países
ciertamente soberanos, sino ante una cadena de
supeditaciones escalonadas, en las que priman
por sobre todas los afanes hegemónicos de la
Santa Rusia rediviva, los movimientos
independentistas que ésta lidera por
intermedio de sus marionetas,
preferencialmente los más chicos y menos
trascendentes, constituyen por excelencia la
materia canjeable a que recurren los
socialimperialistas cuando se ven empujados al
regateo con las potencias occidentales.
Fuera
de que la lucha emancipadora del pueblo
granadino se desvirtúa al prestar su suelo
como punto de apoyo de la agresión
expansionista, el irritante, permanente y
provocador merodeo de las legiones de Castro
brindó la excusa exacta para la acción
corsaria de Reagan. Así haya siempre protestas
por los vejámenes de los imperialismos, las
bregas libertarias que, triunfadoras o
vencidas, solamente consiguen cambiar
invasores de un jaez por otro, perderán la
estima de las masas trabajadoras del orbe y se
hundirán en el aislamiento. Inexorablemente
culminan con el pecado y sin el género. Y a la
inversa, sin haber podido alegar la imperiosa
urgencia de suprimir la sistemática y acrecida
penetración soviético-cubana en la zona, a
Washington le hubiera resultado muchísimo más
azaroso tomarse la isla. Cierto que a los
Estados Unidos nunca les faltaron sofismas
para desconocer y pisotear las prerrogativas
de sus vecinos, mas hoy se respiran aires muy
distintos a los del remoto y cercano
pretérito. La decadente metrópoli se cuece
entre las brasas de mil y una aflicciones: las
crisis industrial y financiera, quizás
comparables a la bancarrota de 1929, no acaban
por pasar y la arrastran, tras la sujeción de
los mercados mundiales, a una feroz
competencia con Europa y el Japón, sus aliados
consuetudinarios; Rusia la hostiga en los
cinco continentes y por doquier desgarra sus
dominios; en lo interno carece de la unidad
nacional que le permita proceder
desembarazadamente en la rapiña externa; a sus
neocolonias ya no les basta con los derechos y
las libertades formales y se insubordinan en
pos de la plena independencia económica, y, de
remate, las tendencias democráticas de todos
los pueblos, incluido el norteamericano,
incesantemente se robustecen y se entrelazan,
obstaculizando todavía más los menesteres
imperialistas. Empero, las gestas de
liberación nacional que actúen como simples
cajas de resonancia del expansionismo no
lograrán sacarles el jugo a tales
contradicciones. Para ello habrán de hacer
valer su libre facultad de decisión,
convenciendo además a tirios y troyanos de que
contienden sin manipuleos a control remoto.
La
estepa rusa está ubicada casi en las antípodas
de los Andes, y el factor geográfico incide
notablemente en la estrategia que trace un
emporio que apenas se inicia y ha de
arrinconar por las malas a quienes le
precedieron en los ajetreos colonialistas;
rivales de cuidado que tienen a su haber la
experiencia de decenios y hasta de centurias
de pillaje, la ventaja de unas redes tupidas y
afianzadas de probados intermediarios en los
países que manejaron o manejan y la creencia
cada vez más madura de que si no se unen se
los traga la tierra. La señora Thatcher dejó
sentada su inconformidad por la displicencia
de los Estados Unidos al comportarse casi que
inconsultamente en Granada, un miembro, aunque
díscolo, no menos estimable del Commonwealth,
siendo que la burguesía inglesa percibirá a la
postre los dividendos de la recuperación,
cuando Paul Scoon, el gobernador nombrado por
la Corona, integre su gabinete y principie a
despachar, según se deduce de las indicaciones
de la Casa Blanca. Lo cual trae a la memoria
cómo el señor Reagan, después de agotar las
discusiones con los argentinos, también
terció, abiertamente y en medio de la cólera
de Latinoamérica, a favor de la invasión
británica de Las Malvinas. Por mucho que la
Unión Soviética se obstine en separar a sus
contrarios, sus éxitos surten el efecto
contrario de unirlos.
Merced
a estas tres o cuatro complicaciones,
comprendida la lejanía, los nuevos zares del
Kremlin deben andar con tacto en cuanto
concierna al Hemisferio americano, hasta donde
no alcanzarán a llegar tan expeditamente sus
batallones como en el limítrofe Afganistán.
Acá, sin perjuicio de ir sembrando poco a poco
sus asistentes cubanos, que los hay en
Nicaragua y los hubo en Jamaica, Granada y
Surinam, la prudencia les aconseja arreglar,
componer, convenir, a objeto de salirle al
paso al inevitable contraataque estadinense.
Entre más hagan rechinar sus armas en América
los Estados Unidos, más sermonearán sobre los
dones del diálogo y de la pacificación los
mandaderos de la Unión Soviética. Jamás
revoluciones que estuvieron tan cerca de la
guerra clamaron tanto por la paz. Son los
viceversas de un trayecto histórico en el cual
el socialismo de una poderosa república
traiciona tornándose anexionista, y los
movimientos nacionales de los países
secularmente sometidos, en particular los más
débiles y pequeños, le sirven de punta de
lanza en sus acometidas por la supremacía
universal. Y en esa cadena de supeditaciones
escalonadas a que nos referíamos arriba, la
isla granadina representaba el eslabón menos
importante. El Pentágono así lo comprendió; la
escogió precisamente a ella con el objetivo de
escarmentar y de medir el ánimo y las
disponibilidades de sus contrincantes, sin
exponerse a prender una conflagración
generalizada. Siguiendo el orden, los
insurgentes salvadoreños han de hacer sus
sacrificios por la estabilidad de Nicaragua,
ésta a su vez por la supervivencia de Cuba y
los tres por la feliz culminación de los
planes estratégicos y tácticos del hegemonismo
soviético. Tales las prioridades que se
desprenden de algunas de las fórmulas de
acuerdo elaboradas y de algunos de los
pronunciamientos emitidos; relación que
corresponde a un conflicto que
desafortunadamente a diario deja de ser menos
una batalla por la emancipación de las
naciones para degenerar en el consabido pleito
entre las superpotencias.
Confiemos
en que los pueblos puedan a la larga destramar
el embrollo y corregir. Por lo pronto, Granada
lo ha puesto al descubierto.
Editorial publicado
en Tribuna Roja Nº 46, de diciembre de
1983-enero de 1984. |