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Viene de Parte Uno: Tres Orientaciones Básicas para la Consolidación del Partido. En esta Sección Parte Dos: La Revolución de Nueva Democracia.

La Revolución de Nueva Nemocracia y su paso al Socialismo

Ya precisamos cómo, por las características del país, el proletariado colombiano, para la etapa actual, plantea la revolución nacional y democrática y en esa dirección invita al resto de clases y sectores explotados y constreñidos a conformar un frente patriótico que aglutine al noventa por ciento y más de la población. En otras palabras, aplaza su programa socialista -inherente a su naturaleza de clase, propio de los intereses de los trabajadores desposeídos y asalariados-, enderezado, en el plano económico, hacia la eliminación de la propiedad capitalista, y con ella, de toda propiedad privada sobre los medios de producción, los cuales pasarán al dominio colectivo; y, en el plano estatal, hacia la sustitución de la dictadura burguesa sobre el pueblo por la dictadura proletaria sobre la burguesía. Pero esta determinación de diferir para luego sus máximos objetivos no obedece a un acto gratuito. Existen factores materiales poderosos para ello, que, de no considerarse, atrasarían antes que acelerar la llegada del socialismo.

A pesar de padecer el despojo de varias potencias imperialistas, Colombia es incuestionablemente uno de los tantos satélites que giran en la órbita de los Estados Unidos. Los monopolios norteamericanos cargan con casi todo el botín, del que dejan una porción para sus criados colombianos, la gran burguesía y los grandes terratenientes, encargados de ejecutar sus órdenes, patrocinar el saqueo y apalear al pueblo desde la cúpula de la república oligárquica.

El imperialismo saca sus astronómicas ganancias preferencialmente por los varios conductos en que campea el capital financiero, a saber, las inversiones directas en la industria, el predominio sobre la red bancaria y el fomento de la deuda pública. Así coloca bajo su égida el mercado interno y externo del país, amen de todas las arterias de la economía. El pillaje se viene efectuando desde las postrimerías del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX, a la sombra de los sucesivos gobiernos de la democracia representativa, que han incrementado progresivamente su injerencia en el sórdido mundo de los negocios, hasta levantarse con su abigarrada trama de oficinas, institutos, fondos y dependencias especializadas en árbitro supremo de todas la transacciones. O sea, perfeccionar un poderoso capitalismo monopolista de Estado, en cuyas manos paquidérmicas quedó al fin y al cabo la facultad omnímoda de escatimar la riqueza y prodigar la miseria. Se comprende que los inventores y manipuladores de semejante máquina descomunal tórnanse amos absolutos de la situación. Y estos son los monopolios imperialistas norteamericanos, que se valen de la venalidad y traición de las clases oligárquicas colombianas, la gran burguesía burocrática, financiera y compradora y los grandes terratenientes, para supervisar las medidas oficiales y someter a la nación entera. Por eso afirmamos que Colombia es una neocolonia de los Estados Unidos.

El país, no obstante haber salido hace más de siglo y medio de la Colonia, no logró consumar su evolución capitalista ni mantener su independencia, digamos, como lo realizaron en el pasado algunas repúblicas del viejo continente, luego de enterrar la Edad Media y perfilar sus fronteras nacionales. El capitalismo criollo colombiano no había aprendido a gatear siquiera cuando el imperialismo norteamericano comenzó a adueñarse de América Latina. Las ventajas relativas iniciales que le reportara para su despegue este hecho, concernientes a la apertura de vías de comunicación, a la activación del comercio o al contacto con los adelantos técnicos se fueron esfumando gradualmente, hasta el extremo de que hoy la condición previa para su desenvolvimiento radica en la más completa remoción de la interferencia imperialista.

Por comprobación práctica sabemos que los influyentes emporios industriales pertenecen a firmas extranjeras o tienden hacia allá. El llamado sistema de asociación de capitales foráneos y nativos, como el que impera en las empresas del Pacto Andino y últimamente en la explotación petrolera, no pasa de ser el taparrabo con el que el imperialismo y sus intermediarios pretenden ocultar el fenómeno protuberante de que las factorías más avanzadas de Colombia, antiguas o recientes, de origen extranjero o autóctono, se encuentran ya bajo el poder de los trusts internacionales o están previstos los mecanismos indoloros para ello. De otra parte, la sobreviviente producción capitalista nacional, mediana y pequeña, sufre los rigores del crédito usurero, del encarecimiento y escasez de insumos y materias primas, de los recargos tributarios y de las demás reglamentaciones gubernamentales discriminatorias; mientras los pulpos imperialistas, que disfrutan de todas las franquicias concedidas por el Estado y acaparan los recursos naturales del país, la desalojan día a día de la competencia. Fijémonos cómo los esporádicos apogeos de la industria agrícola colombiana no monopolista son borrados por los duros golpes que le propina a menudo el imperialismo, al restringirle el mercado, distorsionarle los precios de sus productos, desmejorar los insumos que le suministra, etc. El grueso de los industriales pequeños y medianos, débiles económica y políticamente, acorralados por los monopolios y olvidados del gobierno, componentes de la denominada burguesía nacional, el ala progresista de la clase burguesa colombiana, guarda, pues, contradicciones insalvables con el imperialismo y sus lacayos, y puede llegar, bajo determinadas condiciones, a aliarse en esta etapa histórica con las fuerzas revolucionarias e ingresar al frente patriótico. Como le teme también al pueblo y a la revolución, oscila de un lado para el otro, alimenta las ilusiones reformistas y, cuando soplan los vientos retardatarios se le pliega a la reacción. El proletariado, empero, ha de procurar el entendimiento con esa capa, apuntando a garantizar la unión de la casi totalidad de la población colombiana y a privar a la oligarquía traidora de cualquier sostén significativo, sin deponer obviamente la lucha sistemática y adecuada contra sus posiciones vacilantes y oportunistas.

El otro obstáculo, no por secundario carente de importancia, que se yergue contra el desarrollo del capitalismo colombiano, lo hallamos en los remanentes feudales de la producción agropecuaria, los cuales toman cuerpo tanto en los latifundios incultivados como en los minifundios improductivos. Bajo las circunstancias vigentes del atraso del país, acentuado particularmente en el campo, la distribución de la tierra en hatos gigantescos de 500, 1.000 y más hectáreas, o de menos, según las regiones, y en predios diminutos de una o media hectárea, por lo general de mala calidad e insuficientes para la subsistencia de una familia, constituye formas de propiedad que impiden un conveniente aprovechamiento de los recursos y medios productivos disponibles. Por norma, ni el latifundista efectúa o puede introducir innovaciones y métodos avanzados en los enormes fundos, que representarían un progreso genuino; ni el campesino posee la tierra necesaria para realizar, con la ayuda de sus aperos de labranza y de sus brazos, los aportes decisivos suyos a la prosperidad de la nación. Si se exceptúa el área mecanizada, que penosamente se acerca al millón de hectáreas, el paisaje de las comarcas rurales se restringe por lo común a pastizales ilímites para la ganadería extensiva, la mayoría de los cuales son prácticamente praderas naturales cercadas de alambre; o a minúsculos pegujales heróicamente sembrados en las laderas de las montañas y depresiones desérticas, más como testimonios elocuentes del amor al trabajo de las masas campesinas que como solución efectiva para aplacar el hambre. Tierras ociosas sin hombres y hombres laboriosos sin tierras. En eso se compendia la contradicción del agro colombiano. En un polo, 25.000 terratenientes detentan 17 millones y medio de hectáreas, y en el otro, más de un millón de familias de campesinos pobres y medios no alcanzan a sumar 7 millones de hectáreas, tal cual lo registra el censo oficial de 1970 (1). Esta descompensación abismal en la propiedad, junto a la supervivencia de los procedimientos tradicionales y rudimentarios de laboreo, prolongan desde épocas inmemorables hasta nuestros días la dependencia y sojuzgación de las masas campesinas depauperizadas a cargo de los dueños de las grandes haciendas. La pausada y tardía evolución del capitalismo en el campo y la descomposición progresiva del campesinado hacia la indigencia total y la proletarización, y hacia el enriquecimiento de una porción ínfima, o aburguesamiento, no han relegado de la escena el antiguo régimen de explotación terrateniente, ni la lucha de los campesinos por la tierra como motor de la transformación social. Tras la envoltura del dinero y de las relaciones mercantiles palpita todavía cuanto queda del agónico sistema de expoliación heredado del feudalismo; por eso sostenemos que Colombia es un país semifeudal, en donde, y debido a los vestigios supérstites de aquel sistema, el capitalismo colombiano tropieza con otra traba importante para su desenvolvimiento.

Veamos de qué manera la extirpación de este escollo se ha visto a su vez entorpecida por el sometimiento neocolonial del imperialismo norteamericano.

El imperialismo, como fase superior del capitalismo, suprime la libre competencia e inaugura el reinado de los monopolios. La concentración económica y el agigantamiento del capital financiero, el auge de la ciencia y su aplicación en los procesos fabriles, el incremento desmesurado de los medios de producción y el trabajo de millones de personas pendiente de un solo centro, han llegado a un punto tal en naciones como los Estados Unidos, que la industria entera está ya organizada alrededor de unos cuantos trusts. La ordenación monopolística es fruto del antagonismo entre el ensanchamiento constante y desaforado de las fuerzas productivas y el crecimiento siempre menor de las posibilidades del mercado: la oferta sobrepasa la demanda, los consumidores no tienen acceso sino a una parte mínima de las mercancías, la riqueza creada exuberantemente no encuentra usufructuarios suficientes por la pobreza de las masas, el libre cambio deja el paso a una lucha sin tregua ni cuartel de obreros y burgueses y de burgueses entre sí. Aunque el monopolio controla el consumo, impone de antemano los precios y tritura a los competidores más débiles, lejos de resolver las contradicciones específicas de las relaciones capitalistas, por las cuales ha surgido, las ahonda, las propaga a nivel internacional y las agota, permitiendo el alumbramiento de la nueva sociedad, el socialismo, donde la apropiación colectiva de los medios de producción concilia las necesidades de los productores con la incesante abundancia de los productos.

Como su dilema se concreta en diseminarse por el mundo o perecer, la rapiña o la asfixia, el imperialismo pretende curarse de todas sus enfermedades reinstaurando el sistema colonial. Pero con el hallazgo en las naciones sojuzgadas de compradores cautivos para sus artículos, de fuentes baratas de materias primas y de opciones favorables de inversión para sus capitales, no hace otra cosa que reeditar el círculo vicioso de la capacidad productiva frente a la estrechez de los mercados y la penuria de las gentes, agrandándolo y transportándolo a las pugnas entre potencias imperialistas por el reparto del orbe, origen de las guerras mundiales, y a la confrontación de los países oprimidos y la metrópoli opresora. Las guerras son el expediente favorito con que el imperialismo destruye las fuerzas productivas suyas sobrantes, englobando a los obreros desocupados, o "ejército de reserva", a los que avienta al matadero ataviados con trajes de campaña. Si al engrosar el séquito de sus colonias o neocolonias, los monopolios aflojan la válvula de escape en sus respectivas repúblicas y bajan algo la presión contra sus connacionales, es porque redoblan el peso de la explotación sobre los pueblos ajenos, radicando en ello su existencia y viabilizando la revolución por todas partes.

Siguiendo ciegamente esas leyes se comporta el imperialismo norteamericano en su desvalijamiento de Colombia. Estrangula en la cuna a la enclenque competencia del capitalismo criollo, al que le invade sus mercados, le sustrae sus recursos naturales, le interviene el crédito. No es un asunto de cantidad, de regulaciones, de prohijar lo lucrativo y neutralizar lo pernicioso, como hipócritamente conceptúan los liberales de "izquierda" sin referirse a las calamitosas repercusiones de los gigantescos trusts, que manejan miles y miles de millones de dólares, con sucursales y ramificaciones en los cinco continentes y dispuestos a sobornar ministros, derribar gobiernos y cebar conflictos bélicos con tal de no dejar de expandirse un solo instante. Se trata de la convergencia de dos crisis que se acoplan pero que se agudizan recíprocamente: las de la gran potencia, por cuya opulencia le estorba el modo de producción capitalista, y la de la mayoría de los satélites neocoloniales, por cuya escasez le falta madurarlo todavía. Estados Unidos naufraga en una superabundancia sin salida y Colombia languidece en el atraso. El capitalismo estadounidense ha evolucionado hasta verse impelido a pisotear los linderos de otros países; el capitalismo colombiano, al revés, víctima aún de los rezagos feudales, está apenas en una etapa inicial que requiere con acucia de la protección de sus fronteras como nación. Cualquier progreso nuestro, real, consistente y durable, sería a costa de suprimir el dominio de los monopolios extranjeros, lo cual no es posible sin el rescate de la soberanía; y viceversa, cualquier expansión en nuestro espacio de los consorcios imperialistas, merma las probabilidades de esparcimiento de la producción nacional y redunda en la injerencia foránea en los asuntos internos. El estancamiento del país sirve de complemento a la desobstrucción del imperialismo. Por eso los imperialistas tienden naturalmente a apuntalar y convivir con las formas parasitarias y arcaicas de la economía de Colombia, el capital financiero y el régimen terrateniente, con cuyos representantes se coligan, puesto que no les hacen contrapeso a sus proyectos de substracción de las materias primas, de venta de sus artículos manufacturados, de instalación de emporios fabriles, o de apoderamiento de los ya establecidos, y más bien les coadyuvan a auspiciar la quiebra y la dependencia de los colonizados. Los parcos desarrollos que permiten en algunos renglones secundarios de la industria o la agricultura colombianas obedecen a que no lesionan sus intereses; pero en cuanto les compitan, adentro o afuera, procederán sin contemplación ninguna a prevalerse de sus fueros. Bajo la opresión neocolonial nuestros avances, si los hay, serán siempre accesorios, recortados, temporales y condicionados, entretanto el atraso simbolizará nuestra paga y la perspectiva inequívoca. El florecimiento de los negocios imperialistas en Colombia presupone que ésta continúe sumida en el semifeudalismo y la miseria. Los campesinos en su contienda secular por la tierra tendrán por consiguiente que derrotar no sólo la persecución económica y política de los grandes terratenientes, sino la de los aliados de éstos, el imperialismo y la gran burguesía. Sin embargo, en ese magno empeño no están solos; los acompañan el proletariado, que proporciona la dirección revolucionaria, y el resto de fuerzas y sectores progresistas que propugnan también la independencia y el bienestar de la nación. La rebelión campesina por la transformación del campo presta nervio y pulso a la revolución de nueva democracia.

A Colombia, por su índole neocolonial y semifeudal, determinante de su situación de ruina y dependencia, le compete ejecutar una revolución democrática de liberación nacional y no socialista. No obstante nosotros pertenecemos a un partido obrero y por ende proclamamos el socialismo y el comunismo. ¿Significa esto que tengamos que marginarnos de los acontecimientos actuales? ¿O para incorporarnos, renunciar aun cuando sea momentáneamente a las posiciones del proletariado? Ambas hipótesis carecen de asidero. Vamos a adherirnos activamente a la modificación revolucionaria de Colombia, y conforme a los intereses de la clase obrera. No sería la primera vez que los comunistas ofrezcan su contingente a una lucha que no corresponde a la suya, según la más estricta interpretación de clase. Ya en los días de Marx y Engels encontramos a los adalides del socialismo combatiendo a favor de los cambios democrático-burgueses, tanto por el hundimiento de la rancia nobleza y del absolutismo como por la salvaguardia de la autodeterminación de las naciones. Y desde entonces afloraron las diferencias irreconciliables de la burguesía y el proletariado, en los postulados y en el comportamiento, dentro del democratismo revolucionario. Ante el peligro potencial de la insubordinación de sus esclavos, los obreros, los próceres del capital empezaron a buscar el dominio político por el atajo de las negociaciones y de la componenda con la aristocracia relegada a la sazón del poder económico y social, temblando porque la drasticidad en las acciones pudiera prender la mecha del levantamiento popular, o porque la amplitud de las instituciones democráticas a punto de estrenarse fuese usada en su contra por la plebe. Los fundadores del socialismo científico, sin descartar la marcha conjunta con los burgueses en el histórico designio de sepultar la monarquía y la propiedad territorial feudal, aconsejaban e impulsaban la crítica despiadada contra las propuestas conciliadoras de aquellos, a tiempo que exigían la íntegra y radical destrucción del viejo régimen, con el objeto de que la sociedad burguesa naciera libre de las taras del pasado que eclipsan la epopeya de los asalariados por su emancipación. La república más democrática tipifica la arena ideal para los gladiadores de la causa socialista, y poner la planta en ella será el principio de su triunfo final. Se comprende que los comunistas alimentemos, aún en la realización de una revolución democrática, discrepancias sustantivas con los sectores más progresistas de la burguesía, y que en cada caso, en la defensa de cualquier reivindicación concreta, sea nuestro deber realzar la orientación proletaria de la misma. Sin ello las inmensas mayorías populares no tendrían cómo guiarse ni jamás se familiarizarían con el socialismo. En las infinitas batallas por la democracia más plena el pueblo captará que su ventura se funda en el soporte que les suministre a la clase obrera y a su partido.

Vale la pena llamar la atención sobre ese complejo de liliputiense frente al gigante Gulliver que embarga a los burgueses nacionales cuando encaran los desmanes del monopolio. A lo más que se han atrevido es a implorarle al gobierno fantoche que los socorra, promulgando medidas restrictivas de los privilegios que se arrogan las grandes compañías y las entidades financieras. Y en efecto, en el Parlamento cursa una ley dizque contra la concentración económica, otra burla al país, con que la bancada liberal arma mucho ruido sobre su receptividad a los reclamos de pequeños y medianos industriales y se da aires de sapientísima protectora del bien público, sin que considere incompatible reconocer simultáneamente su medrosa gratitud por la labor benéfica de las sociedades anónimas y del capital extranjero. ¿Qué dice nuestro Partido al respecto? La expropiación de todo monopolio y su paso al Estado compuesto por las clases y sectores democráticos y patrióticos, en el que se le reservará su butaca, desde luego, a la burguesía nacional. Única resolución seria y digna de tomarse en cuenta en pro del progreso colombiano y del beneficio de las masas trabajadoras de la ciudad y el campo, que pone coto de verdad y no demagógicamente al vandalismo de los trusts y provee a la nación de las herramientas imprescindibles para recuperar los recursos naturales y ejercitar su soberanía. El abismo que media entre una y otra definición, la burguesa y proletaria, hay que hacerlo palpable para todos, así en un comienzo nos veamos en apuros, de suyo el precio que abonaremos dichosos para que el pueblo se abastezca de una guía segura en su ascenso hacia la liberación y desbroce su unidad alrededor de las enseñas de la clase obrera. Igual cosa diríamos de los restantes problemas de Colombia.

Ante los vestigios feudales, la burguesía criolla prefiere que éstos se disuelvan en el lentísimo y escabroso transcurso del apoderamiento a cargo del capital de una de las zonas agrícolas, o mediante la metamorfosis de los hacendados señoriales en caballeros de industria. Dentro de ese esquema encuadran las reformas basadas en la compra cara de una migaja de las posesiones terratenientes, la de menor fertilidad, para a su vez revendérsela a los campesinos bajo estipulaciones irritantes, o en las tan publicitadas obras de adecuación que no son más que mejoras introducidas por el Estado, al costo de considerables erogaciones presupuestales, para valorizar los grandes fundos. Reformas éstas cumplidas por la oligarquía colombiana con sujeción a los dictados del imperialismo norteamericano. La financiación proviene de los empréstitos externos, cuyas amortizaciones e intereses se respaldan con mayores gravámenes fiscales, verbigracia, el despojo de los obreros y del pueblo. Soluciones reaccionarias que implican contemporizar con el atraso al mantener para el campo en lo sustancial la obsoleta economía terrateniente: al fomentar la especulación, ya que se efectúan según las ordenanzas del capital usurario internacional, y al prolongar los suplicios sin cuento de la masa campesina, sometida a la propiedad latifundista y exprimida por el agio, o desalojada de sus lares y sin trabajo en las urbes. Al cabo, la modernización del agro no logrará consumarse en las condiciones prevalecientes de explotación neocolonial. Nosotros apremiamos la confiscación de la tierra de los grandes terratenientes y su reparto entre los campesinos que la trabajen. Iniciativa elemental y viable que por sí sola entrañará un salto hacia adelante como no lo han contemplado los colombianos desde los fastos de la Patria Boba. Las heredades feraces y deficientemente atendidas pasarán de inmediato a ser cultivadas por millones de manos ansiosas de rozar y de arar. Vuelco extraordinario en las regulaciones económicas y en las costumbres: desatascamiento de las formidables fuerzas productivas del campesinado, echadas a andar redimidas por fin de la coyunda del semifeudalismo, y a la vez de la del imperialismo, pues no se puede cortar la una sin cortar la otra, y cuyos frutos erigirán la base del desarrollo próspero, autosostenido e independiente de Colombia. Su defensa será la refutación apabullante de la alharaca de las clases dominantes y de sus epígonos de la oposición oficializada acerca de la "revolución verde", las "bonanzas" y las reformas agrarias que asolan e hipotecan el país a las agencias prestamistas internacionales, redundan en mayores impuestos para el pueblo, engordan los bolsillos de latifundistas y burócratas y desembocan en la importación desenfrenada de alimentos y en el encarecimiento del costo de la vida. Si conducimos airosamente esta confrontación teórica y política y no transigimos, los pobres del campo que luchan por el derecho a la tierra y antaño distinguían mal quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos, ya no querrán oír de los emplastos ofrecidos por imperialistas y oportunistas y tenderán la mano fraterna a los obreros, sus leales compañeros de trinchera. La revolución a nada habrá de temerle entonces. La gallarda figura del proletariado se erguirá con la complexión y fortaleza de un campeón invencible y recibirá en premio la presea anhelada de una Colombia libre y democrática.

Jamás arribaremos al socialismo sin la soberanía nacional ni las transformaciones democráticas; de ahí la perentoriedad de enfrentar las contracorrientes burguesas y revisionistas que deforman tales objetivos, los supeditan a intereses subalternos o los dejan a mitad del camino. Incluso se presentará un cierto grado de desarrollo del capitalismo colombiano, como consecuencia de la demolición de la talanquera imperialista y de la reactivación de que gozará la economía individual campesina. Lo cual es beneficioso y forzosamente no conlleva un distanciamiento de nuestra meta superior sino una aproximación, debido a que la clase obrera, al construir la nueva república independiente y popular, disfrutará de ventajas indisputables; en primer término, contará con la confianza del pueblo y en particular del campesinado, que habrán aprendido a identificar su felicidad con los éxitos del partido proletario. En segundo término, ejercerá un control eficaz sobre el capitalismo y el comercio no monopolistas, tolerados y protegidos, y propiciará la gradual cooperativización de las actividades productivas más rezagadas, puesto que tendrá bajo su influencia un sector económico estatal vigoroso, acrecido con la nacionalización de los monopolios extranjeros y colombianos, de los medios fundamentales de transporte y de los recursos naturales estratégicos. Todos estos factores de planificación e inspección constituyen elementos embrionarios de socialismo, e irán estampando progresivamente su impronta en el conjunto de la producción social. En tercer término, la burguesía nacional, propensa naturalmente a la vida capitalista, hallará cada vez menos condiciones favorables para sus propósitos: en el interior, por los aspectos señalados; y en el exterior, porque el capitalismo, cuya curva descendente la marca su mutación en imperialismo a finales del siglo pasado y comienzos del presente, se bate en retirada acosado por los pueblos del mundo. Un eventual triunfo burgués en la Colombia liberada provocaría de inmediato el repudio de las masas trabajadoras; y el espaldarazo extranjero provendría de los trusts expropiados por la revolución, o del socialismo soviético, con la secuela de volverse a proyectar la vieja película del pillaje, la opresión y la escasez, y el correspondiente reavivamiento de la encarnizada resistencia de la nación. Semejante victoria se parecería a una derrota; ni siquiera los burgueses nacionales eludirían el retorno a su antiguo estado de constreñimiento y el país pondría de nuevo su mirada esperanzada en el proletariado, único guardián insobornable de la soberanía y bastión insustituible del progreso. Y en cuarto término, combatimos por la liberación y la grandeza de Colombia en un tramo bastante adentrado de la era socialista, inaugurada por la gloriosa Revolución de Octubre de 1917. No vivimos los tiempos de la Santa Alianza cuando la conformación de las naciones y la defensa de la democracia correspondían a la burguesía revolucionaria, y los pueblos se enfilaban normalmente hacia el capitalismo, como los colombianos lo intentaron de manera tenaz aunque poco plausible, después de expulsar de su suelo a la monarquía española. Hoy la salvaguardia de la autodeterminación nacional de los países y el resto de las conquistas democráticas son tareas encomendadas a la clase obrera internacional, quien las apoya, las dirige y las encauza al socialismo. Tal el sello de la época. Los imperialistas corren fatalmente hacia la fosa, sean cuales fuesen sus manifestaciones o los avances y retrocesos circunstanciales de la lucha revolucionaria. Todas las contiendas por la libertad y los derechos de los pueblos, por la ciencia y el progreso, por la convivencia civilizada de las naciones y la paz universal, se enmarcan en la revolución mundial socialista y solamente a ella sirven.

Notificado acerca de las prelaciones descritas el proletariado colombiano ha de acometer la revolución democrática de liberación nacional, llevarla hasta sus últimas consecuencias y establecer bajo su dirección un Estado de unión de las clases, capas y partidos patrióticos y revolucionarios. La república independiente y popular así surgida será la crisálida del socialismo y de la dictadura obrera.

Sigue Parte Tres: El Internacionalismo Proletario y el Derecho de las Naciones a la Autodeterminación.