Viene de Parte
Uno: Tres Orientaciones Básicas para la
Consolidación del Partido. En esta Sección
Parte Dos: La Revolución de Nueva
Democracia.
La
Revolución de Nueva Nemocracia y su paso al
Socialismo
Ya precisamos cómo, por las características
del país, el proletariado colombiano, para la
etapa actual, plantea la revolución nacional y
democrática y en esa dirección invita al resto
de clases y sectores explotados y constreñidos
a conformar un frente patriótico que aglutine
al noventa por ciento y más de la población.
En otras palabras, aplaza su programa
socialista -inherente a su naturaleza de
clase, propio de los intereses de los
trabajadores desposeídos y asalariados-,
enderezado, en el plano económico, hacia la
eliminación de la propiedad capitalista, y con
ella, de toda propiedad privada sobre los
medios de producción, los cuales pasarán al
dominio colectivo; y, en el plano estatal,
hacia la sustitución de la dictadura burguesa
sobre el pueblo por la dictadura proletaria
sobre la burguesía. Pero esta determinación de
diferir para luego sus máximos objetivos no
obedece a un acto gratuito. Existen factores
materiales poderosos para ello, que, de no
considerarse, atrasarían antes que acelerar la
llegada del socialismo.
A pesar de padecer el despojo de varias
potencias imperialistas, Colombia es
incuestionablemente uno de los tantos
satélites que giran en la órbita de los
Estados Unidos. Los monopolios norteamericanos
cargan con casi todo el botín, del que dejan
una porción para sus criados colombianos, la
gran burguesía y los grandes terratenientes,
encargados de ejecutar sus órdenes, patrocinar
el saqueo y apalear al pueblo desde la cúpula
de la república oligárquica.
El imperialismo saca sus astronómicas
ganancias preferencialmente por los varios
conductos en que campea el capital financiero,
a saber, las inversiones directas en la
industria, el predominio sobre la red bancaria
y el fomento de la deuda pública. Así coloca
bajo su égida el mercado interno y externo del
país, amen de todas las arterias de la
economía. El pillaje se viene efectuando desde
las postrimerías del siglo XIX y en el
transcurso del siglo XX, a la sombra de los
sucesivos gobiernos de la democracia
representativa, que han incrementado
progresivamente su injerencia en el sórdido
mundo de los negocios, hasta levantarse con su
abigarrada trama de oficinas, institutos,
fondos y dependencias especializadas en
árbitro supremo de todas la transacciones. O
sea, perfeccionar un poderoso capitalismo
monopolista de Estado, en cuyas manos
paquidérmicas quedó al fin y al cabo la
facultad omnímoda de escatimar la riqueza y
prodigar la miseria. Se comprende que los
inventores y manipuladores de semejante
máquina descomunal tórnanse amos absolutos de
la situación. Y estos son los monopolios
imperialistas norteamericanos, que se valen de
la venalidad y traición de las clases
oligárquicas colombianas, la gran burguesía
burocrática, financiera y compradora y los
grandes terratenientes, para supervisar las
medidas oficiales y someter a la nación
entera. Por eso afirmamos que Colombia es una
neocolonia de los Estados Unidos.
El país, no obstante haber salido hace más de
siglo y medio de la Colonia, no logró consumar
su evolución capitalista ni mantener su
independencia, digamos, como lo realizaron en
el pasado algunas repúblicas del viejo
continente, luego de enterrar la Edad Media y
perfilar sus fronteras nacionales. El
capitalismo criollo colombiano no había
aprendido a gatear siquiera cuando el
imperialismo norteamericano comenzó a
adueñarse de América Latina. Las ventajas
relativas iniciales que le reportara para su
despegue este hecho, concernientes a la
apertura de vías de comunicación, a la
activación del comercio o al contacto con los
adelantos técnicos se fueron esfumando
gradualmente, hasta el extremo de que hoy la
condición previa para su desenvolvimiento
radica en la más completa remoción de la
interferencia imperialista.
Por comprobación práctica sabemos que los
influyentes emporios industriales pertenecen a
firmas extranjeras o tienden hacia allá. El
llamado sistema de asociación de capitales
foráneos y nativos, como el que impera en las
empresas del Pacto Andino y últimamente en la
explotación petrolera, no pasa de ser el
taparrabo con el que el imperialismo y sus
intermediarios pretenden ocultar el fenómeno
protuberante de que las factorías más
avanzadas de Colombia, antiguas o recientes,
de origen extranjero o autóctono, se
encuentran ya bajo el poder de los trusts
internacionales o están previstos los
mecanismos indoloros para ello. De otra parte,
la sobreviviente producción capitalista
nacional, mediana y pequeña, sufre los rigores
del crédito usurero, del encarecimiento y
escasez de insumos y materias primas, de los
recargos tributarios y de las demás
reglamentaciones gubernamentales
discriminatorias; mientras los pulpos
imperialistas, que disfrutan de todas las
franquicias concedidas por el Estado y
acaparan los recursos naturales del país, la
desalojan día a día de la competencia.
Fijémonos cómo los esporádicos apogeos de la
industria agrícola colombiana no monopolista
son borrados por los duros golpes que le
propina a menudo el imperialismo, al
restringirle el mercado, distorsionarle los
precios de sus productos, desmejorar los
insumos que le suministra, etc. El grueso de
los industriales pequeños y medianos, débiles
económica y políticamente, acorralados por los
monopolios y olvidados del gobierno,
componentes de la denominada burguesía
nacional, el ala progresista de la clase
burguesa colombiana, guarda, pues,
contradicciones insalvables con el
imperialismo y sus lacayos, y puede llegar,
bajo determinadas condiciones, a aliarse en
esta etapa histórica con las fuerzas
revolucionarias e ingresar al frente
patriótico. Como le teme también al pueblo y a
la revolución, oscila de un lado para el otro,
alimenta las ilusiones reformistas y, cuando
soplan los vientos retardatarios se le pliega
a la reacción. El proletariado, empero, ha de
procurar el entendimiento con esa capa,
apuntando a garantizar la unión de la casi
totalidad de la población colombiana y a
privar a la oligarquía traidora de cualquier
sostén significativo, sin deponer obviamente
la lucha sistemática y adecuada contra sus
posiciones vacilantes y oportunistas.
El otro obstáculo, no por secundario carente
de importancia, que se yergue contra el
desarrollo del capitalismo colombiano, lo
hallamos en los remanentes feudales de la
producción agropecuaria, los cuales toman
cuerpo tanto en los latifundios incultivados
como en los minifundios improductivos. Bajo
las circunstancias vigentes del atraso del
país, acentuado particularmente en el campo,
la distribución de la tierra en hatos
gigantescos de 500, 1.000 y más hectáreas, o
de menos, según las regiones, y en predios
diminutos de una o media hectárea, por lo
general de mala calidad e insuficientes para
la subsistencia de una familia, constituye
formas de propiedad que impiden un conveniente
aprovechamiento de los recursos y medios
productivos disponibles. Por norma, ni el
latifundista efectúa o puede introducir
innovaciones y métodos avanzados en los
enormes fundos, que representarían un progreso
genuino; ni el campesino posee la tierra
necesaria para realizar, con la ayuda de sus
aperos de labranza y de sus brazos, los
aportes decisivos suyos a la prosperidad de la
nación. Si se exceptúa el área mecanizada, que
penosamente se acerca al millón de hectáreas,
el paisaje de las comarcas rurales se
restringe por lo común a pastizales ilímites
para la ganadería extensiva, la mayoría de los
cuales son prácticamente praderas naturales
cercadas de alambre; o a minúsculos pegujales
heróicamente sembrados en las laderas de las
montañas y depresiones desérticas, más como
testimonios elocuentes del amor al trabajo de
las masas campesinas que como solución
efectiva para aplacar el hambre. Tierras
ociosas sin hombres y hombres laboriosos sin
tierras. En eso se compendia la contradicción
del agro colombiano. En un polo, 25.000
terratenientes detentan 17 millones y medio de
hectáreas, y en el otro, más de un millón de
familias de campesinos pobres y medios no
alcanzan a sumar 7 millones de hectáreas, tal
cual lo registra el censo oficial de 1970 (1).
Esta descompensación abismal en la propiedad,
junto a la supervivencia de los procedimientos
tradicionales y rudimentarios de laboreo,
prolongan desde épocas inmemorables hasta
nuestros días la dependencia y sojuzgación de
las masas campesinas depauperizadas a cargo de
los dueños de las grandes haciendas. La
pausada y tardía evolución del capitalismo en
el campo y la descomposición progresiva del
campesinado hacia la indigencia total y la
proletarización, y hacia el enriquecimiento de
una porción ínfima, o aburguesamiento, no han
relegado de la escena el antiguo régimen de
explotación terrateniente, ni la lucha de los
campesinos por la tierra como motor de la
transformación social. Tras la envoltura del
dinero y de las relaciones mercantiles palpita
todavía cuanto queda del agónico sistema de
expoliación heredado del feudalismo; por eso
sostenemos que Colombia es un país semifeudal,
en donde, y debido a los vestigios supérstites
de aquel sistema, el capitalismo colombiano
tropieza con otra traba importante para su
desenvolvimiento.
Veamos de qué manera la extirpación de este
escollo se ha visto a su vez entorpecida por
el sometimiento neocolonial del imperialismo
norteamericano.
El imperialismo, como fase superior del
capitalismo, suprime la libre competencia e
inaugura el reinado de los monopolios. La
concentración económica y el agigantamiento
del capital financiero, el auge de la ciencia
y su aplicación en los procesos fabriles, el
incremento desmesurado de los medios de
producción y el trabajo de millones de
personas pendiente de un solo centro, han
llegado a un punto tal en naciones como los
Estados Unidos, que la industria entera está
ya organizada alrededor de unos cuantos
trusts. La ordenación monopolística es fruto
del antagonismo entre el ensanchamiento
constante y desaforado de las fuerzas
productivas y el crecimiento siempre menor de
las posibilidades del mercado: la oferta
sobrepasa la demanda, los consumidores no
tienen acceso sino a una parte mínima de las
mercancías, la riqueza creada exuberantemente
no encuentra usufructuarios suficientes por la
pobreza de las masas, el libre cambio deja el
paso a una lucha sin tregua ni cuartel de
obreros y burgueses y de burgueses entre sí.
Aunque el monopolio controla el consumo,
impone de antemano los precios y tritura a los
competidores más débiles, lejos de resolver
las contradicciones específicas de las
relaciones capitalistas, por las cuales ha
surgido, las ahonda, las propaga a nivel
internacional y las agota, permitiendo el
alumbramiento de la nueva sociedad, el
socialismo, donde la apropiación colectiva de
los medios de producción concilia las
necesidades de los productores con la
incesante abundancia de los productos.
Como su dilema se concreta en diseminarse por
el mundo o perecer, la rapiña o la asfixia, el
imperialismo pretende curarse de todas sus
enfermedades reinstaurando el sistema
colonial. Pero con el hallazgo en las naciones
sojuzgadas de compradores cautivos para sus
artículos, de fuentes baratas de materias
primas y de opciones favorables de inversión
para sus capitales, no hace otra cosa que
reeditar el círculo vicioso de la capacidad
productiva frente a la estrechez de los
mercados y la penuria de las gentes,
agrandándolo y transportándolo a las pugnas
entre potencias imperialistas por el reparto
del orbe, origen de las guerras mundiales, y a
la confrontación de los países oprimidos y la
metrópoli opresora. Las guerras son el
expediente favorito con que el imperialismo
destruye las fuerzas productivas suyas
sobrantes, englobando a los obreros
desocupados, o "ejército de reserva", a los
que avienta al matadero ataviados con trajes
de campaña. Si al engrosar el séquito de sus
colonias o neocolonias, los monopolios aflojan
la válvula de escape en sus respectivas
repúblicas y bajan algo la presión contra sus
connacionales, es porque redoblan el peso de
la explotación sobre los pueblos ajenos,
radicando en ello su existencia y viabilizando
la revolución por todas partes.
Siguiendo ciegamente esas leyes se comporta el
imperialismo norteamericano en su
desvalijamiento de Colombia. Estrangula en la
cuna a la enclenque competencia del
capitalismo criollo, al que le invade sus
mercados, le sustrae sus recursos naturales,
le interviene el crédito. No es un asunto de
cantidad, de regulaciones, de prohijar lo
lucrativo y neutralizar lo pernicioso, como
hipócritamente conceptúan los liberales de
"izquierda" sin referirse a las calamitosas
repercusiones de los gigantescos trusts, que
manejan miles y miles de millones de dólares,
con sucursales y ramificaciones en los cinco
continentes y dispuestos a sobornar ministros,
derribar gobiernos y cebar conflictos bélicos
con tal de no dejar de expandirse un solo
instante. Se trata de la convergencia de dos
crisis que se acoplan pero que se agudizan
recíprocamente: las de la gran potencia, por
cuya opulencia le estorba el modo de
producción capitalista, y la de la mayoría de
los satélites neocoloniales, por cuya escasez
le falta madurarlo todavía. Estados Unidos
naufraga en una superabundancia sin salida y
Colombia languidece en el atraso. El
capitalismo estadounidense ha evolucionado
hasta verse impelido a pisotear los linderos
de otros países; el capitalismo colombiano, al
revés, víctima aún de los rezagos feudales,
está apenas en una etapa inicial que requiere
con acucia de la protección de sus fronteras
como nación. Cualquier progreso nuestro, real,
consistente y durable, sería a costa de
suprimir el dominio de los monopolios
extranjeros, lo cual no es posible sin el
rescate de la soberanía; y viceversa,
cualquier expansión en nuestro espacio de los
consorcios imperialistas, merma las
probabilidades de esparcimiento de la
producción nacional y redunda en la injerencia
foránea en los asuntos internos. El
estancamiento del país sirve de complemento a
la desobstrucción del imperialismo. Por eso
los imperialistas tienden naturalmente a
apuntalar y convivir con las formas
parasitarias y arcaicas de la economía de
Colombia, el capital financiero y el régimen
terrateniente, con cuyos representantes se
coligan, puesto que no les hacen contrapeso a
sus proyectos de substracción de las materias
primas, de venta de sus artículos
manufacturados, de instalación de emporios
fabriles, o de apoderamiento de los ya
establecidos, y más bien les coadyuvan a
auspiciar la quiebra y la dependencia de los
colonizados. Los parcos desarrollos que
permiten en algunos renglones secundarios de
la industria o la agricultura colombianas
obedecen a que no lesionan sus intereses; pero
en cuanto les compitan, adentro o afuera,
procederán sin contemplación ninguna a
prevalerse de sus fueros. Bajo la opresión
neocolonial nuestros avances, si los hay,
serán siempre accesorios, recortados,
temporales y condicionados, entretanto el
atraso simbolizará nuestra paga y la
perspectiva inequívoca. El florecimiento de
los negocios imperialistas en Colombia
presupone que ésta continúe sumida en el
semifeudalismo y la miseria. Los campesinos en
su contienda secular por la tierra tendrán por
consiguiente que derrotar no sólo la
persecución económica y política de los
grandes terratenientes, sino la de los aliados
de éstos, el imperialismo y la gran burguesía.
Sin embargo, en ese magno empeño no están
solos; los acompañan el proletariado, que
proporciona la dirección revolucionaria, y el
resto de fuerzas y sectores progresistas que
propugnan también la independencia y el
bienestar de la nación. La rebelión campesina
por la transformación del campo presta nervio
y pulso a la revolución de nueva democracia.
A Colombia, por su índole neocolonial y
semifeudal, determinante de su situación de
ruina y dependencia, le compete ejecutar una
revolución democrática de liberación nacional
y no socialista. No obstante nosotros
pertenecemos a un partido obrero y por ende
proclamamos el socialismo y el comunismo.
¿Significa esto que tengamos que marginarnos
de los acontecimientos actuales? ¿O para
incorporarnos, renunciar aun cuando sea
momentáneamente a las posiciones del
proletariado? Ambas hipótesis carecen de
asidero. Vamos a adherirnos activamente a la
modificación revolucionaria de Colombia, y
conforme a los intereses de la clase obrera.
No sería la primera vez que los comunistas
ofrezcan su contingente a una lucha que no
corresponde a la suya, según la más estricta
interpretación de clase. Ya en los días de
Marx y Engels encontramos a los adalides del
socialismo combatiendo a favor de los cambios
democrático-burgueses, tanto por el
hundimiento de la rancia nobleza y del
absolutismo como por la salvaguardia de la
autodeterminación de las naciones. Y desde
entonces afloraron las diferencias
irreconciliables de la burguesía y el
proletariado, en los postulados y en el
comportamiento, dentro del democratismo
revolucionario. Ante el peligro potencial de
la insubordinación de sus esclavos, los
obreros, los próceres del capital empezaron a
buscar el dominio político por el atajo de las
negociaciones y de la componenda con la
aristocracia relegada a la sazón del poder
económico y social, temblando porque la
drasticidad en las acciones pudiera prender la
mecha del levantamiento popular, o porque la
amplitud de las instituciones democráticas a
punto de estrenarse fuese usada en su contra
por la plebe. Los fundadores del socialismo
científico, sin descartar la marcha conjunta
con los burgueses en el histórico designio de
sepultar la monarquía y la propiedad
territorial feudal, aconsejaban e impulsaban
la crítica despiadada contra las propuestas
conciliadoras de aquellos, a tiempo que
exigían la íntegra y radical destrucción del
viejo régimen, con el objeto de que la
sociedad burguesa naciera libre de las taras
del pasado que eclipsan la epopeya de los
asalariados por su emancipación. La república
más democrática tipifica la arena ideal para
los gladiadores de la causa socialista, y
poner la planta en ella será el principio de
su triunfo final. Se comprende que los
comunistas alimentemos, aún en la realización
de una revolución democrática, discrepancias
sustantivas con los sectores más progresistas
de la burguesía, y que en cada caso, en la
defensa de cualquier reivindicación concreta,
sea nuestro deber realzar la orientación
proletaria de la misma. Sin ello las inmensas
mayorías populares no tendrían cómo guiarse ni
jamás se familiarizarían con el socialismo. En
las infinitas batallas por la democracia más
plena el pueblo captará que su ventura se
funda en el soporte que les suministre a la
clase obrera y a su partido.
Vale la pena llamar la atención sobre ese
complejo de liliputiense frente al gigante
Gulliver que embarga a los burgueses
nacionales cuando encaran los desmanes del
monopolio. A lo más que se han atrevido es a
implorarle al gobierno fantoche que los
socorra, promulgando medidas restrictivas de
los privilegios que se arrogan las grandes
compañías y las entidades financieras. Y en
efecto, en el Parlamento cursa una ley dizque
contra la concentración económica, otra burla
al país, con que la bancada liberal arma mucho
ruido sobre su receptividad a los reclamos de
pequeños y medianos industriales y se da aires
de sapientísima protectora del bien público,
sin que considere incompatible reconocer
simultáneamente su medrosa gratitud por la
labor benéfica de las sociedades anónimas y
del capital extranjero. ¿Qué dice nuestro
Partido al respecto? La expropiación de todo
monopolio y su paso al Estado compuesto por
las clases y sectores democráticos y
patrióticos, en el que se le reservará su
butaca, desde luego, a la burguesía nacional.
Única resolución seria y digna de tomarse en
cuenta en pro del progreso colombiano y del
beneficio de las masas trabajadoras de la
ciudad y el campo, que pone coto de verdad y
no demagógicamente al vandalismo de los trusts
y provee a la nación de las herramientas
imprescindibles para recuperar los recursos
naturales y ejercitar su soberanía. El abismo
que media entre una y otra definición, la
burguesa y proletaria, hay que hacerlo
palpable para todos, así en un comienzo nos
veamos en apuros, de suyo el precio que
abonaremos dichosos para que el pueblo se
abastezca de una guía segura en su ascenso
hacia la liberación y desbroce su unidad
alrededor de las enseñas de la clase obrera.
Igual cosa diríamos de los restantes problemas
de Colombia.
Ante los vestigios feudales, la burguesía
criolla prefiere que éstos se disuelvan en el
lentísimo y escabroso transcurso del
apoderamiento a cargo del capital de una de
las zonas agrícolas, o mediante la
metamorfosis de los hacendados señoriales en
caballeros de industria. Dentro de ese esquema
encuadran las reformas basadas en la compra
cara de una migaja de las posesiones
terratenientes, la de menor fertilidad, para a
su vez revendérsela a los campesinos bajo
estipulaciones irritantes, o en las tan
publicitadas obras de adecuación que no son
más que mejoras introducidas por el Estado, al
costo de considerables erogaciones
presupuestales, para valorizar los grandes
fundos. Reformas éstas cumplidas por la
oligarquía colombiana con sujeción a los
dictados del imperialismo norteamericano. La
financiación proviene de los empréstitos
externos, cuyas amortizaciones e intereses se
respaldan con mayores gravámenes fiscales,
verbigracia, el despojo de los obreros y del
pueblo. Soluciones reaccionarias que implican
contemporizar con el atraso al mantener para
el campo en lo sustancial la obsoleta economía
terrateniente: al fomentar la especulación, ya
que se efectúan según las ordenanzas del
capital usurario internacional, y al prolongar
los suplicios sin cuento de la masa campesina,
sometida a la propiedad latifundista y
exprimida por el agio, o desalojada de sus
lares y sin trabajo en las urbes. Al cabo, la
modernización del agro no logrará consumarse
en las condiciones prevalecientes de
explotación neocolonial. Nosotros apremiamos
la confiscación de la tierra de los grandes
terratenientes y su reparto entre los
campesinos que la trabajen. Iniciativa
elemental y viable que por sí sola entrañará
un salto hacia adelante como no lo han
contemplado los colombianos desde los fastos
de la Patria Boba. Las heredades feraces y
deficientemente atendidas pasarán de inmediato
a ser cultivadas por millones de manos
ansiosas de rozar y de arar. Vuelco
extraordinario en las regulaciones económicas
y en las costumbres: desatascamiento de las
formidables fuerzas productivas del
campesinado, echadas a andar redimidas por fin
de la coyunda del semifeudalismo, y a la vez
de la del imperialismo, pues no se puede
cortar la una sin cortar la otra, y cuyos
frutos erigirán la base del desarrollo
próspero, autosostenido e independiente de
Colombia. Su defensa será la refutación
apabullante de la alharaca de las clases
dominantes y de sus epígonos de la oposición
oficializada acerca de la "revolución verde",
las "bonanzas" y las reformas agrarias que
asolan e hipotecan el país a las agencias
prestamistas internacionales, redundan en
mayores impuestos para el pueblo, engordan los
bolsillos de latifundistas y burócratas y
desembocan en la importación desenfrenada de
alimentos y en el encarecimiento del costo de
la vida. Si conducimos airosamente esta
confrontación teórica y política y no
transigimos, los pobres del campo que luchan
por el derecho a la tierra y antaño
distinguían mal quiénes eran sus amigos y
quiénes sus enemigos, ya no querrán oír de los
emplastos ofrecidos por imperialistas y
oportunistas y tenderán la mano fraterna a los
obreros, sus leales compañeros de trinchera.
La revolución a nada habrá de temerle
entonces. La gallarda figura del proletariado
se erguirá con la complexión y fortaleza de un
campeón invencible y recibirá en premio la
presea anhelada de una Colombia libre y
democrática.
Jamás arribaremos al socialismo sin la
soberanía nacional ni las transformaciones
democráticas; de ahí la perentoriedad de
enfrentar las contracorrientes burguesas y
revisionistas que deforman tales objetivos,
los supeditan a intereses subalternos o los
dejan a mitad del camino. Incluso se
presentará un cierto grado de desarrollo del
capitalismo colombiano, como consecuencia de
la demolición de la talanquera imperialista y
de la reactivación de que gozará la economía
individual campesina. Lo cual es beneficioso y
forzosamente no conlleva un distanciamiento de
nuestra meta superior sino una aproximación,
debido a que la clase obrera, al construir la
nueva república independiente y popular,
disfrutará de ventajas indisputables; en
primer término, contará con la confianza del
pueblo y en particular del campesinado, que
habrán aprendido a identificar su felicidad
con los éxitos del partido proletario. En
segundo término, ejercerá un control eficaz
sobre el capitalismo y el comercio no
monopolistas, tolerados y protegidos, y
propiciará la gradual cooperativización de las
actividades productivas más rezagadas, puesto
que tendrá bajo su influencia un sector
económico estatal vigoroso, acrecido con la
nacionalización de los monopolios extranjeros
y colombianos, de los medios fundamentales de
transporte y de los recursos naturales
estratégicos. Todos estos factores de
planificación e inspección constituyen
elementos embrionarios de socialismo, e irán
estampando progresivamente su impronta en el
conjunto de la producción social. En tercer
término, la burguesía nacional, propensa
naturalmente a la vida capitalista, hallará
cada vez menos condiciones favorables para sus
propósitos: en el interior, por los aspectos
señalados; y en el exterior, porque el
capitalismo, cuya curva descendente la marca
su mutación en imperialismo a finales del
siglo pasado y comienzos del presente, se bate
en retirada acosado por los pueblos del mundo.
Un eventual triunfo burgués en la Colombia
liberada provocaría de inmediato el repudio de
las masas trabajadoras; y el espaldarazo
extranjero provendría de los trusts
expropiados por la revolución, o del
socialismo soviético, con la secuela de
volverse a proyectar la vieja película del
pillaje, la opresión y la escasez, y el
correspondiente reavivamiento de la
encarnizada resistencia de la nación.
Semejante victoria se parecería a una derrota;
ni siquiera los burgueses nacionales eludirían
el retorno a su antiguo estado de
constreñimiento y el país pondría de nuevo su
mirada esperanzada en el proletariado, único
guardián insobornable de la soberanía y
bastión insustituible del progreso. Y en
cuarto término, combatimos por la liberación y
la grandeza de Colombia en un tramo bastante
adentrado de la era socialista, inaugurada por
la gloriosa Revolución de Octubre de 1917. No
vivimos los tiempos de la Santa Alianza cuando
la conformación de las naciones y la defensa
de la democracia correspondían a la burguesía
revolucionaria, y los pueblos se enfilaban
normalmente hacia el capitalismo, como los
colombianos lo intentaron de manera tenaz
aunque poco plausible, después de expulsar de
su suelo a la monarquía española. Hoy la
salvaguardia de la autodeterminación nacional
de los países y el resto de las conquistas
democráticas son tareas encomendadas a la
clase obrera internacional, quien las apoya,
las dirige y las encauza al socialismo. Tal el
sello de la época. Los imperialistas corren
fatalmente hacia la fosa, sean cuales fuesen
sus manifestaciones o los avances y retrocesos
circunstanciales de la lucha revolucionaria.
Todas las contiendas por la libertad y los
derechos de los pueblos, por la ciencia y el
progreso, por la convivencia civilizada de las
naciones y la paz universal, se enmarcan en la
revolución mundial socialista y solamente a
ella sirven.
Notificado acerca de las prelaciones descritas
el proletariado colombiano ha de acometer la
revolución democrática de liberación nacional,
llevarla hasta sus últimas consecuencias y
establecer bajo su dirección un Estado de
unión de las clases, capas y partidos
patrióticos y revolucionarios. La república
independiente y popular así surgida será la
crisálida del socialismo y de la dictadura
obrera.
Sigue
Parte Tres: El Internacionalismo
Proletario y el Derecho de las Naciones a
la Autodeterminación.