Viene de Parte Dos:
La Revolución de Nueva Democracia y su Paso
al Socialismo. En esta Sección Parte Tres:
El Internacionalismo Proletario.
El
Internacionalismo Proletario y el Derecho de
las Naciones a la Autodeterminación
A la pregunta de si somos o no un partido
internacionalista, al rompe y sin titubeos
respondemos de manera afirmativa. ¿Por qué
entonces hablamos tanto de la defensa de la
patria y de la autodeterminación de las
naciones? ¿No entraña esto un contrasentido
flagrante? Ciertamente no.
Donde prevalezca aún el régimen capitalista, y
ello sucede en la mayor parte del planeta, el
proletariado combate por arrancarse del cuello
el dogal de la esclavitud asalariada. Y este
nudo no puede desatarlo a menos que haya
barrido y echado a la basura la propiedad
individual sobre los instrumentos y medios de
producción. Pero como la burguesía, imitando a
las clases que la precedieron en la usurpación
de los frutos del trabajo de los demás, no
cede las prerrogativas por las buenas, los
obreros se ven compelidos, tal cual lo hemos
anotado, a erigir sobre los escombros del
poder estatal del capital un Estado suyo que
les garantice sus atribuciones. Al hacerlo
preludian la desaparición de las clases, o sea
de la violencia organizada de unas gentes
contra otras, y despejan la emancipación
ulterior de la especie humana, al trocarla de
víctima expiatoria y ciega de la evolución
social en sujeto consciente y dominante de la
misma. Los comunistas auténticos de todas las
fechas y de todos los sitios han ensalzado en
sus cánticos marciales estas máximas
aspiraciones revolucionarias. No tienen
intereses particulares qué alegar que los
enfrenten entre sí o los aparten del conjunto
del movimiento obrero. De ahí su indisoluble
unidad internacional. Los que han vencido y
ahora construyen el socialismo simplemente han
comenzado a poner en práctica el programa
máximo común, lógicamente ajustado a las
singularidades de cada lugar, haciéndose
merecedores del apoyo cerrado de los
trabajadores de toda la superficie del globo.
Por encima de las barreras idiomáticas, del
ancestro y costumbres de los pueblos y de las
modalidades de lucha según las etapas en que
se hallen, los partidos proletarios forman un
gigantesco haz de voluntades que les da una
nítida superioridad sobre las banderías
burguesas que, a pesar de sus eventuales
avenimientos e invocar todas el capitalismo,
no consiguen suprimir las trápalas y rebatiñas
recíprocas, hervidas en la paila del lucro
privado.
La proclama lapidaria de El manifiesto
comunista salido del caletre de Marx y Engels
en 1847 y que hoy retumba con inusitado vigor
por los cuatro vientos, reza: "¡Proletarios de
todos los países, uníos!".
De otra parte, en un mundo parcelado sin cura
inmediata en múltiples naciones, al
proletariado no le queda otra alternativa que
darle a su lucha y a sus partidos una
expresión nacional. Limitante sólo formal que
lo empuja a concluir por países la revolución
socialista, sin que ello vaya en desmedro de
sus obligaciones internacionales. Así como nos
valemos de la faja ecuatorial al demarcar el
hemisferio norte del hemisferio sur en la
esfera terráquea, el mejor rasero para
diferenciar a los partidos autodenominados
marxista-leninistas, catalogarlos entre
legítimos y apócrifos, es la actitud que
mantengan ante el internacionalismo. Cualquier
postura o concepción que lesione el proceso de
acercamiento y la solidaridad de los
trabajadores de las diferentes latitudes
desvirtúa su espíritu de clase. A la consigna
de la unión internacional de los obreros ha de
adosársele necesariamente la de la
autodeterminación de los pueblos, que estriba
en el derecho de cada uno de éstos a decidir
independientemente su destino y a
proporcionarse el Estado que les plazca sin
intervención forastera. Porque la complicidad
y la tolerancia otorgada en nombre del
comunismo a la opresión nacional, sea cual
fuere el móvil o la excusa que se esgrima, la
menos torva o la más cínica, obstaculizará
grave e ineludiblemente las relaciones
fraternas entre el proletariado de la región
sojuzgada y el de la república sojuzgadora. No
defeccionando en la defensa de los principios
de la determinación de los países y pidiendo
la picota para quienes los violen, evitamos
que las diferencias nacionales sirvan de
laberinto en donde se pierdan y pericliten la
unidad y la lucha internacionalistas de la
clase obrera.
La nación moderna es un producto del
capitalismo, del primaveral, el del curso
ascendente, cuando blandía el "dejar hacer" y
el "dejar pasar", las palabras mágicas con que
rasgaba los enigmas del aislamiento y la
dispersión feudales. Quería mercados seguros y
armónicos, para lo cual fue agrupando aquí y
allá a millones de personas que mantenían
nexos de lengua, territorio, idiosincracia,
economía, etc, en una sola comunidad nacional,
regentada por disposiciones uniformes de pesas
y medidas, moneda única e impuestos y
aranceles aduaneros centralizados. Inspiró y
animó los levantamientos independentistas, y
tras éste y el resto de emblemas democráticos
arremolinó en torno suyo a las muchedumbres.
Pronto el jayán que saltó a la palestra lleno
de nobles intenciones y que cándidamente creía
que la creación empezaba y terminaba con él,
se transmudó en un viejo ávido y avieso que, a
la inversa del Fausto de Goethe, estaba
condenado, para seguir viviendo, a destejer
los pasos y a maldecir las ejecutorias de su
juventud. El capitalismo otoñal, o
imperialismo, dejó de ser el forjador y el
libertador de naciones, ahora se esmera de
gendarme y de corsario colonialista y las
multitudes por doquier lo vituperan y le
lanzan guijarros. Sin embargo, el capital
monopolista destrozó definitivamente el
caparazón nacional y con su entramado de
negocios por el orbe entero posibilita la
interrelación de las comarcas más apartadas,
incrementando cada día el mercado mundial;
pero todo en base a la opresión de unas
naciones sobre otras. El proletariado es
fervoroso partidario de aumentar la
comunicación entre los pueblos, de estrechar
sus lazos de amistad, estimular sus
intercambios y colaboración en beneficio
mutuo; no obstante propende porque este
acercamiento se adelante respetando la
decisión libre y voluntaria de las naciones,
única manera de llevarlo a cabo. Las
diferencias y recelos nacionales se
desvanecerán a medida que haya un desarrollo
económico equilibrado de todos los países,
aparejado a un ejercicio pleno de la
democracia. El imperialismo se opone
ciegamente a ambos requisitos. Sólo el
socialismo los hace realidad. La burguesía
enfatiza en lo que desune a las masas, el
proletariado en lo que las une. Las contiendas
de Colombia y de todos los pueblos por su
liberación y la salvaguardia de su soberanía
constituyen el principal ariete para batir las
murallas de la fortaleza imperialista. Nuestro
internacionalismo proletario se refleja en la
irrestricta solidaridad que les brindamos a
esas luchas.
Al llegar al clímax la hegemonía del imperio
estadounidense, a raíz de las dos guerras
mundiales, especialmente la última, la
explotación y dominación internacionales
adoptaron la forma de neocolonialismo:
bandolerismo de nuevo cuño, disfraz típico y
perfeccionado del capital imperialista, cuyo
quid radica en barnizar el saqueo de los
pueblos con empastes de libertad y soberanía.
La metrópoli no recurre a agentes propios para
reinar sino a lacayos nativos y mandatarios
títeres. Su preponderancia es tal, sobre todo
la que le infunde su capacidad financiera
colosal, que cualquier modelo de gobierno,
desde el militar cuartelario de Argentina,
hasta el democrático representativo de
Colombia, pasando por el monárquico
republicano español, cabe dentro de sus
proyectos y se acopla a su pillaje. Los
incidentes de Nicaragua, todavía sin epílogo,
nos suministran harta documentación relativa
al funcionamiento de dicho sistema. La
dinastía de los Somoza, espejo de las
satrapías asesinas del legendario Caribe, que
ha exprimido el sudor y la sangre de ese
pequeño pero bizarro pueblo de América Central
durante cuatro escalofriantes decenios, ha
sido lactada por los Estados Unidos. Al
presidente Carter le preocupa que el muñeco
nicaragüense desafine en su opereta de
alabanza a los "derechos humanos". En
consecuencia articuló una maniobra para
sustituirlo, mediante un golpe electoral, por
otra marioneta de menor desprestigio, y antes
que el Frente Sandinista logre la liberación
con la lucha armada. Se ha recostado en la OEA
y ha movilizado a los tres o cuatro gobiernos
serviles del continente que quedan designados
por sufragio, entre los cuales no podría
faltar el colombiano, el más obsecuente y
obsequioso, con el objeto de manipular un
movimiento nacionalista pro yanqui de
Nicaragua, que, sin autorizar la salida de
ésta del aprisco colonial, les permita al
imperialismo y a sus monaguillos posar de
democráticos y progresistas. A fuer de
experiencia no podemos menos de desenmascarar
esta horrenda farsa de la reacción continental
y del oportunismo referente a los
acontecimientos del hermano país, y advertir
que la independencia nacional no se alcanza
porque se reemplacen los uniformes y las
charreteras por el smoking y el corbatín.
Si en algo se distinguen las administraciones
liberales de las del gorilato es en el alto
grado de fariseísmo que las caracteriza. En
Colombia hay extorsión imperialista, tanto o
peor que en Nicaragua; y aun cuando no se han
presentado todavía conatos de rebelión
popular, como los protagonizados por los
sandinistas, proliferan los casos de represión
violenta contra las masas trabajadoras, los
presos políticos, los jóvenes torturados o
masacrados, las restricciones a la
información, los consejos verbales de guerra
de la justicia castrense, los decretos
fascistoides de seguridad pública. Conmover a
los nicaragüenses con la horma colombiana o
venezolana es envilecerlos y ponerlos a
suspirar por una careta para el somocismo sin
Somoza. Y quienes se presten a publicitar este
licor alterado, con su nacionalismo de derecha
o de "izquierda", envenenan el cuerpo y el
alma de los pueblos y como bestias de carga
llevan caña al trapiche imperial.
Por eso los comunistas no nos agregamos a
cualquier tipo de reivindicación nacional; no
coreamos las rogativas reaccionarias para que
las masas se contenten con soberanías
simuladas, autodeterminaciones restringidas y
no intervenciones de mentiras. Bajo el
neocolonialismo la más vulgar y prostituida
expoliación se pavonea de dama recatada y
pudorosa. La dependencia económica sustenta
indirecta pero eficazmente la intromisión
política de los magnates de las casas
matrices, y sin arrancar de cuajo aquella no
se suprime ésta. Enarbolamos y respaldamos los
esfuerzos aguerridos de los pueblos de todos
los países para asir las riendas de su
desarrollo industrial y cultural, al margen de
imposiciones extranjeras de cualquier
etiqueta, y para edificar sobre estos
cimientos el Estado que mejor les convenga. Al
actuar así contribuimos a superar los
valladares y prevenciones nacionales y a
apretar el abrazo sincero y cariñoso de los
obreros de todo el mundo, sin distingos de
color o apellido.
Nuestro internacionalismo no se contrapone a
la soberanía y autodeterminación de las
naciones. Al revés, se complementan
mutuamente.
Los
Cambios en la Situación Internacional y la
Teoría de los Tres Mundos
El socialismo representa la etapa de
transición entre el capitalismo y el comunismo
y abarca una época muy larga, de siglos, en la
que la humanidad aún no se desembaraza de la
lucha de clases ni de las divisiones
nacionales, y por lo tanto persisten el
Estado, la coerción política y las guerras. El
hombre todavía ambulará un trecho grande con
todos estos lastres que lo han acompañado a
través de la civilización, su edad
adolescente, hasta cuando el alto grado de
dominio sobre la naturaleza y sobre las
relaciones de subsistencia le permita abolir
definitivamente no sólo los privilegios de
clases, de razas y naciones, sino las
disparidades sociales que prevalezcan por las
desigualdades naturales de los individuos. Ese
será el comunismo, el paraíso tantas veces
soñado, en el que el Estado se extingue por
ausencia de funciones -no tiene a quién
reprimir ni quién reprima-, y "el gobierno
sobre las personas es sustituido por la
administración de las cosas y por la dirección
de los procesos de producción", según la aguda
frase de Engels (2). Antes habrá en la tierra
un interregno de existencia simultánea de las
fuerzas imperialistas moribundas y socialistas
nacientes y de colisiones violentas entre
ambos modos de producción y organización
social; asimismo, los países socialistas serán
teatro de aguerridas batallas, propicias unas
y aciagas otras, entre los restauradores del
capitalismo, que persisten no obstante las
profundas innovaciones en la estructura y
superestructura y reciben el aliento de la
reacción externa, y los abanderados del
comunismo, hasta el día del aplastamiento
total y universal de los primeros por los
segundos. Esta tendencia irresistible se irá
imponiendo en medio de las peripecias de la
historia, emanará sin falta del aparente caos
que resulta de los conflictos y las crisis, y
logrará su cometido tras los flujos y
reflujos, ascensos y descensos, fracasos y
vencimientos de los pueblos. Nos hallamos
precisamente en la era socialista durante la
cual, a semejanza de los estadios anteriores
de la sociedad, lo nuevo no prevalecerá sobre
lo viejo más que después de complicadas
vicisitudes y prolongados antagonismos.
Y evidentemente en el mundo actual observamos
una gran confusión y un gran desorden. Pero si
el fuego que ilumina produce el humo que
oscurece, los acontecimientos difusos e
impredecibles están regidos a su vez por leyes
coherentes, de fácil aprehensión, merced a las
cuales sabremos ubicar a Colombia en el
concierto mundial y percatarnos de nuestro
papel de transformadores proletarios
revolucionarios. Si no partimos del sello de
la época no entenderemos el rumbo de los
sucesos históricos, y careceremos de una
estrategia global que nos proporcione la
visión más amplia de conjunto y el
conocimiento de las estaciones obligadas de
nuestra travesía. Y esto no basta. Necesitamos
discernir los disímiles períodos de la época y
examinar la situación concreta económica y
política de cada período a nivel
internacional; ponderar certeramente los
cambios en la correlación de fuerzas que se
operan de tiempo en tiempo, según evoluciona
la cohesión o el agrietamiento del bando
imperialista, a causa de los relevos en la
supremacía de unas potencias sobre otras, y
según también los logros y tropiezos de la
clase obrera mundial y de los países
socialistas en particular. Sin lo cual no nos
será posible elaborar un táctica consecuente y
quedaremos a la deriva, aunque sepamos a dónde
ir, como una embarcación con el timón roto y
sin remos en medio del océano. Tan pronto el
proletariado adquirió conciencia de clase y se
pertrechó del marxismo empezó a preparar y
combatir por el derrocamiento de la burguesía.
Sin embargo, una cosa era hacerlo cuando
prevalecía la libre concurrencia y otra muy
distinta cuando el capitalismo llegó a su fase
imperialista y acusó su decadencia. Luego de
esta conversión aquél consiguió consolidar el
mando político arrebatado a sus
esclavizadores, a los 46 años del ensayo
trunco de la Comuna de París y al final de la
Primera Guerra Mundial, con el estallido
bolchevique en Rusia y la fundación de la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
génesis de las revoluciones proletarias
triunfantes.
Desde entonces vienen ocurriendo
modificaciones de transcendencia. No nos
referimos a que la lucha de la clase obrera
haya mudado de principios o de metas; su
comisión ha sido y seguirá siendo el
exterminio del sistema capitalista y la
implantación del socialismo. Ni tampoco a que
el imperialismo haya variado su naturaleza
voraz y expoliadora. Lo que se altera con
cierta rapidez son las condiciones de aquella
lucha. La misma aparición del Poder de los
Soviets impuso un nuevo deber al movimiento
comunista internacional, el de resguardar este
primer bastión armado suyo, como una cuestión
prioritaria para su propio porvenir. La
segunda conflagración mundial se efectúa ya
bajo tal circunstancia, y aunque toda guerra
imperialista la ocasiona el reparto del botín
colonial y de las zonas de influencia entre
los filibusteros de los grandes monopolios, en
la de 1939 a 1945 ronda el problema cardinal
de la supervivencia de la Unión Soviética.
Dicha apreciación llevó al comunismo a deducir
que de salir avante el eje fascista
capitaneado por la Alemania hitleriana, la
patria de Lenin y Stalin quedaría en un
inminente peligro. Y consecuencialmente
patrocinó durante el conflicto bélico el
acuerdo del Estado soviético con las naciones
imperialistas del frente antinazi, cooperación
que no significó en ningún momento el
reconocimiento a las ambiciones piráticas de
los aliados y, al contrario, salvó a la URSS y
facilitó la creación del campo socialista con
un buen número de países desgajados del
podrido tronco de Occidente y entre ellos
China, la república más populosa, donde habita
una quinta parte de la población del planeta.
Decisión política diferente a la puesta en
práctica en la guerra de 1914, cuando los
obreros no habían llegado al Poder en ninguna
parte y los revisionistas de la II
Internacional, detrás de la batuta del
renegado Kautsky, convidaban al pueblo a
servir de carne de cañón de sus respectivas
burguesías, escindiendo y enfrentando a los
proletarios de diversas nacionalidades en pro
de la codicia colonial de las potencias
disputantes. Lenin fustigó montado en cólera
esta falacia abominable; rechazó enfáticamente
todo tipo de entendimiento con cualquiera de
los bloques que pugnaban por la hegemonía del
mundo, e insistió en la conocida tesis de
instar a los obreros a convertir dentro de sus
territorios fronterizos la guerra imperialista
en guerra civil, en procura de la caída de los
explotadores y promotores de la matanza que a
la postre cobró la vida de veinte millones de
personas. Orientación y coyuntura que definen
el repunte admirable del bolchevismo ruso en
el Octubre glorioso de 1917 y explican el
fiasco de la revolución europea en aquellos
años traumáticos.
Los dos comportamientos tácticos traídos a
colación, correspondientes a dos momentos
distintos y distantes de la época
contemporánea, nos muestran cómo los
comunistas, por un lado, hemos de obrar
siempre con un enfoque internacional de la
problemática revolucionaria y, por el otro,
sopesar cuidadosamente las particularidades
del período de que se trate. Desde ese ángulo
debemos identificar a los enemigos que
encarnan la más seria amenaza, conforme a los
realinderamientos registrados dentro de la
revolución y la reacción; distinguir las
facciones intermedias, aptas para ser ganadas
o neutralizadas, y evaluar la importancia de
los destacamentos propios. De no emprenderlo
así, nuestra política vagaría en las nebulosas
sin ningún contacto con los elementos
materiales. Y el socialismo no es una profecía
bíblica a la que se intente sujetar al género
humano por pronósticos sobrenaturales, sino un
nuevo orden social que surge del antiguo, con
base en el aprovechamiento de las
contradicciones de éste. Los
marxista-leninistas que desdeñen olímpicamente
los candentes asuntos atañederos a la
correlación de fuerzas no merecen el
calificativo de tales. Y los que se desapeguen
de cuanto ocurra más allá de los parajes
patrios y no tengan en cuenta para su lucha
los flancos flojos y los robustos en la más
amplia dimensión cósmica, estarán buenos para
sacristanes de parroquia pero no para jefes de
la clase obrera. Aunque deseáramos, la suerte
de Colombia no podemos separarla de los
avatares del movimiento mancomunado del
proletariado internacional de los países
socialistas y las naciones sometidas. Nos
interesa vivamente el plan general que oriente
a dicho movimiento. Si no se saca partido de
las dimensiones del bando imperialista, o se
equivoca el blanco de ataque, desperdigando el
fuego entre los adversarios principales y los
virtuales aliados, y si como efecto de
semejante torpeza la reacción se fortalece,
las repúblicas socialistas se debilitan y los
pueblos colonizados no acaban por romper el
cascarón y nacer a la independencia,
probablemente la revolución colombiana también
zozobraría, por mucho que estallara la
insurrección, la apoyara una gran parte del
pueblo y actuáramos con arrojo, porque los
factores internacionales nos serían
supremamente hostiles. Toda revolución depende
de sus antagonismos y fuerzas internas, es
cierto, mas para que éstos se desencadenen y
actúen a plenitud precísase de condiciones
externas favorables.
Marx y Engels, por ejemplo, recalcaban el
hecho patente de que la lucha democrática y
las posibilidades del proletariado en cada
país de la Europa de entonces requerían en
última instancia del hundimiento del zarismo
ruso, el puntal número uno del absolutismo
feudal. Después sus fieles discípulos y
maestros de las generaciones bolcheviques
procedieron con el mismo criterio al hacer la
anatomía de los baluartes de la
contrarrevolución y la de sus sitiadores, sin
contentarse con el más cómodo de los análisis,
el reducirlo todo a la división entre el
socialismo y el capitalismo. Para ellos los
países imperialistas no integraban una
compacta mole de granito. Los unos eran más
poderosos económicamente, poseían mayor
cantidad de colonias y tendían por tanto a
imponerles su férula a los demás; los otros se
defendían, buscaban expandirse a como diera
lugar o esperaban desasosegados la hora de la
revancha después de las pérdidas sufridas al
tronar de los cañones o en los ajetreos
diplomáticos. Estas disputas frenéticas e
inconciliables que persiguen al imperialismo
cual la sombra al cuerpo, son inmanentes a sus
leyes de desarrollo desigual y caótico, y
generan uno de los ingredientes dinámicos del
acontecer histórico de la era actual, al que
habremos de rastrear sin extraviar la pista.
Incluso las alegaciones de las potencias
opresoras en torno al comunismo, o a favor o
en contra de la democracia, constituyen
comúnmente pretextos para explayarse e
inmiscuirse en los asuntos internos de las
naciones pequeñas o atrasadas, dentro del
dares y tomares por el control del orbe. Al
respecto de los feroces enfrentamientos
interimperialistas, foco fundamental de las
guerras mundiales, Lenin y Stalin recomendaron
siempre valerse de ellos en beneficio del
campo revolucionario, al que, a su turno,
diseccionaron según sus partes componentes,
reconociendo la incidencia categórica de las
luchas de liberación nacional en el triunfo y
la consolidación del socialismo.
Pues bien ¿Cuál es el balance de la coyuntura
mundial presente? ¿Cuál la táctica del
proletariado internacional? Soluciones
magistrales a estos interrogantes ha ofrecido
con su teoría de los tres mundos el camarada
Mao Tsetung, el más connotado
marxista-leninista de los últimos tiempos y
cuyos aportes a los descubrimientos
científicos de Marx y Engels en los ámbitos de
la economía, la política, la filosofía, las
artes militares, etc, sólo son cotejables a
los efectuados anteriormente por Vladimir
Ilich Lenin. En afinidad con sus antecesores,
Mao tampoco parangona los dos grandes
segmentos de la reacción y la revolución con
"láminas de acero" indivisibles, inamovibles o
inmodificables. El primer trastorno digno de
anotarse, que emborrona los croquis trazados
en la segunda postguerra, tanto para el uno
como para el otro bando, ocasiónalo la
defección de la camarilla revisionista de
Moscú, engendrada por Kruschev y criada por
Brezhnev, al enterrar el espectro de los
zares, e invertir la Unión Soviética, como
quién voltea un calcetín, de país socialista
en la más sórdida potencia socialimperialista.
Olvidar las lecciones de Lenin, que previno en
varias oportunidades a su país sobre la
catástrofe que le acarrearía la restauración
del capitalismo, y producirse ésta, fueron
escenas seguidas de un mismo drama en la URSS.
Una minoría enquistada en los cargos claves
procedió poco a poco a acaparar privilegios y
canonjías hasta coger los rasgos distintivos
de una burguesía burocrática, dueña de un
poder incalculable, puesto que la economía
socialista en provecho de los trabajadores
desanduvo hacia un capitalismo monopolista de
Estado al servicio de aquella. El campo
socialista quedó desintegrado y el pueblo
soviético sumido en una tiranía ominosa de
corte romanoviano, que envidiaría Stolipin , y
hasta Hitler, de la que sólo lo sacará la
revolución, al igual que la Revolución
Cultural Proletaria evitó en China el
resurgimiento capitalista. Método aconsejado
por Mao para la continuación de la obra
revolucionaria bajo la dictadura democrática
de la clase obrera.
En el plano exterior las autoridades
moscovitas parodian el febril zarandeo de los
trusts. Colocan a interés cifras fabulosas en
los mercados usuarios de capital, adquieren
acciones de bancos y consorcios industriales o
fundan otros nuevos. Amasan ganancias
comprándoles barato y vendiéndoles caro a los
países pobres. En el tráfico de armas, en la
instalación de satélites militares y en el
control de territorios, mares y espacios
aéreos, se tratan de tú a tú con los Estados
Unidos, a los que ya superan en potencia de
fuego convencional y emparejan en dispositivos
nucleares. Ocupan extensas regiones en varios
continentes, como Angola, en África, a través
de mercenarios cubanos, o en Checoslovaquia,
con tropas propias y del Pacto de Varsovia.
Las repúblicas tributarias suyas de la llamada
"comunidad socialista" soportan condiciones
tales de sojuzgación y humillación que la
corajuda Rumania resolvió hacer escuchar
recientemente su voz de rebeldía, poniendo al
descubierto no sólo las incisivas
contradicciones fermentadas por la dominación
colonial de la burocracia soviética, sino el
ánimo rabiosamente chovinista y las
intenciones de expansión y de guerra del
socialimperialismo. En otros términos, la
Unión Soviética, al rodar por el despeñadero
de la restauración del sistema capitalista, es
decir, de la primacía de una pandilla de
encumbrados funcionarios y del confinamiento
de las prerrogativas de las mayorías
laboriosas, se ha contagiado de todas las
endemias propias de aquél. Sin poder evitar la
anarquía en la producción ni la proclividad a
subsanar sus desarreglos económicos con la
explotación de otros pueblos, tira su atarraya
colonialista, sin tapujos, o veladamente,
azuzando y lucrándose de las desavenencias
nacionales de países rezagados, o valiéndose
de estados subalternos, tal cual acaba de
efectuarlo en Kampuchea, al gestionar, en un
lance ostensible de provocación y bandidaje
contra una nación paupérrima y débil, la
invasión vietnamita enfilada a deponer a viva
fuerza el gobierno instaurado soberanamente en
1975, después de erradicadas las vejaciones
estadounidenses.
Las rivalidades cada vez más exacerbadas entre
los círculos dominantes norteamericanos y
soviéticos por la hegemonía del universo le
transfieren al período histórico que cruzamos
sus rasgos marcadamente peculiares. Los
acontecimientos se desencadenan con súbita
rapidez hacia la tercera conflagración total,
instigada preferencialmente por los ademanes
pendencieros del socialimperialismo que clama,
sin admitirlo, en pro de la redistribución de
las zonas de influencia del orbe. Cuando metió
las narices en la partija colonial vio que
Washington llevaba ganada la partida; y desde
entonces caza pleitos y monta trifulcas para
que se barajen y repartan de nuevo las cartas.
Como su desarrollo económico continúa siendo
inferior al de su mortal contrincante, sabe
que de limitarse a bombardear por este costado
no ganaría la batalla; mas como su capitalismo
de Estado alcanza un grado de concentración
superior, pone en juego tal ventaja relevante
y militariza de arriba abajo la producción y
el aparato estatal, ganando la carrera
armamentista y alistándose frenéticamente para
la confrontación bélica, único modo de pensar
en cristalizar sus ilusiones imperiales. Los
Estados Unidos por su parte bregan a no
dejarse desalojar de sus posiciones
conquistadas en medio siglo de carnicerías.
Pero se encuentran a la defensiva aturdidos
por los venablos y mandobles que les propinan
los pueblos sometidos a su yugo; por la
competencia comercial y monetaria con que los
hostiga la saneada industria europea y
japonesa y, desde luego, por el guante que les
arroja al rostro la Unión Soviética, que
pretende antes que nada suplantarlos a la
brava en Asia, África y sobre todo en Europa,
la fruta más apetecida y espinosa. El
estruendoso fracaso de Indochina, después de
guerrear estérilmente dos décadas contra Viet
Nam, Kampuchea y Laos, las crisis económicas
repetidas, la caída vertical del dólar y los
descalabros y oscilaciones contradictorias en
la política internacional son unos cuantos
hitos en el proceso decadente iniciado varios
años atrás por los imperialistas
norteamericanos. Su estrella declina en el
confín mientras la otra superpotencia apenas
inaugura su ciclo. Por lo indicado
sucintamente el socialimperialismo ha pasado a
ser el enemigo más peligroso de los pueblos y
la principal amenaza de la paz mundial, y
aunque junto con los Estados Unidos conforman
el primer mundo contra el cual las fuerzas
revolucionarias de todos los países deben
integrar un invencible frente de lucha
antihegemonista, no hay duda de que éstas
tendrán que hacer la distinción y enristrar
prioritariamente las baterías contra la Unión
Soviética que, además, acogiéndose a que
muchos no han calado su verdadera faz, emboza
sus fechorías e infamias con propaganda a
favor del "socialismo", de la "emancipación
nacional", del "internacionalismo", etc, lo
cual añade un esfuerzo adicional a la tarea de
denunciarla, destaparla y derrotarla. Ninguna
treta le funcionará. ¿Acaso los cabecillas
estadounidenses, inmediatamente luego del
hundimiento del nazismo, no alardeaban de
ángeles tutelares de la democracia y la
libertad? En un principio engañaron a los más
ingenuos. Hoy pocos se acuerdan de ello.
Al segundo mundo pertenecen las prósperas
repúblicas capitalistas europeas, el Japón y
Canadá. Aquel comprende en síntesis la franja
intermedia de países que no emula con las dos
superpotencias porque su nivel económico y
militar está demasiado atrás del de éstas,
pero muy por encima del de las naciones
dependientes y atrasadas de Asia, África y
América Latina; y en comparación con los
Estados Socialistas sus regímenes social y
político son diametralmente opuestos. En dicha
franja encuadran los seniles imperialismos,
otrora tristemente célebres por sus crueldades
inefables, como el británico, en "donde nunca
se ocultaba el sol", cuando el territorio de
la Gran Bretaña, con Irlanda del Norte,
escasamente bordea los 244.000 kilómetros
cuadrados; como el alemán, cuya obra maestra
fue la refrendación y promoción del fascismo,
o el japonés, que infestó con sus ejércitos y
martirizó a China casi tres lustros seguidos.
En el presente, a pesar de la vertiginosa
recuperación de los dos últimos, después de
sus rotundos descalabros en la guerra,
continúan de tumbo en tumbo, soportando la
injerencia norteamericana en sus economías y
contemplando su seguridad nacional gravemente
comprometida por los preparativos
expansionistas soviéticos. No han cejado de
exteriorizar su escozor por tan chocantes
tratamientos. Con frecuencia disienten sin
ambages de las artimañas de Estados Unidos, al
que no asistieron en sus aventuras de
Indochina y dejaron que se sancochara
solitario en su propio guiso: hurgan, pasivos
o diligentes, en los desbarajustes del sistema
monetario liderado por el dólar estadounidense
y algunos de ellos no ocultan su franco deseo
de sustituirlo por otro, y, dentro del
forcejeo comercial, la corta duración de las
treguas y las refacciones al Mercado Común
Europeo, demuestran también el escalonamiento
de sus repelones con la vieja mayordomía
gringa. Y el socialimperialismo desliza
meticulosamente sus fichas sobre el tablero
internacional. Basados en las legiones del
Pacto de Varsovia, en las cuñas introducidas
en África y en el Medio Oriente, que les
facilitarán el control paulatino de las
comunicaciones de parte del Atlántico y el
Indico y del Mar Rojo, y basados igualmente en
sus desplazamientos por los mares del norte y
sur de Europa, los nuevos zares del Kremlin
han tendido alrededor de este continente una
tenaza mortífera lista a cerrarse cuando sea
preciso. Asimismo, en el Extremo Oriente
amagan invadir a los países vecinos con
ingentes cantidades de tropas acantonadas en
las inmediaciones e incursionan
desafiantemente por aguas septentrionales de
jurisdicción japonesa. Todas estas
intimidaciones y querellas vuelven al segundo
mundo permeable a los vientos antihegemonistas
y acicatean a sus burguesías gobernantes a
tomar por su cuenta medidas defensivas,
cautelando la integridad de sus naciones.
Representan por tanto significativos
contingentes candidatizables a aliarse con las
corrientes revolucionarias y coadyuvar a la
sublevación universal contra las
superpotencias, de mediar circunstancias y
estipulaciones positivas, no obstante su pasta
imperialista y las contradicciones que
mantengan con los pueblos que yacen aún bajo
su arbitrio, o con aquellos en los cuales
invierten capitales y extraen plusvalía. Aquí
no se trata de litigios sueltos o, si se
quiere, de revoluciones que las masas
evacuarán según sus posibilidades y criterios;
aludimos a la más dilatada óptica visual, al
plan general táctico, a la obtención de una
correlación tal de fuerzas que a la postre
anulará cualquiera de las determinaciones
violentas o pacíficas, militares o políticas,
abiertas o taimadas de los Estados Unidos,
pero fundamentalmente de la Unión Soviética
para arrodillar el mundo ante su altar.
Quienes desde la ribera del comunismo se
niegan contumaces a aceptar las palpables
desemejanzas y los choques de intereses entre
el primero y el segundo mundo y califican de
sacrilegio imperdonable meter baza entre éstos
y utilizar convenientemente sus acérrimas
discrepancias, alegando con sobredosis de
estupidez que en ambos privan los apetitos de
capitalistas explotadores, fuera de degradar
el marxismo-leninismo a la categoría de dogma
disecado y absurdo, alimentan indirectamente
la insolencia del hegemonismo y socavan el
feliz desenvolvimiento de la revolución
mundial. Nadie que conozca algo de estos
problemas y haga uso de sus cinco sentidos
colocará en la misma balanza las asechanzas
soviéticas, digamos, con las inglesas.
Nosotros agregaríamos que incluso con las
norteamericanas. Inglaterra, por su ubicación
geográfica, su solvencia económica relativa y
su menguada pujanza militar, está años luz de
poder y querer invadir a China. En cambio no
afirmaríamos igual respecto a la Unión
Soviética. Y sustraer a la República Popular
China del atlas político significa restarle a
la causa revolucionaria el primordial y más
grande bastión socialista, la bicocada de
9'600.000 kilómetros cuadrados de territorio y
850 millones de habitantes. Estos asuntos
reales y de monta no son definiciones
librescas para despachar con un par de
bastonazos doctrinarios. Al proletariado
internacional le urge aislar a los enemigos
principales y cercar al más agresivo, y no
trabarse en una pelea indiscriminada y
anárquica con cualquiera que le espante la
palabra socialismo. Es decir, una táctica que
contribuya a preservar la existencia de las
repúblicas socialistas, impulsar el movimiento
de liberación de las colonias y neocolonias,
neutralizar y aun ganar a los países
intermedios y movilizar concordantemente todas
estas fuerzas adversas a los afanes
monopolizadores de las superpotencias. Hasta
los obreros del segundo mundo, sin silenciar
sus concepciones de principio, deben hacer
conciencia entre el pueblo sobre lo oportuno
de atender a la seguridad de sus naciones
amenazadas y estimular las medidas dispuestas
a este fin. Los fosos y empalizadas que se
provean en regiones tan neurálgicas contra la
invasión extranjera, así como la permanente
ebullición de la inconformidad popular en las
esferas de control soviético en la Europa
Oriental, les bajan los humos a los
expansionistas, que no atraparán presa fácil y
hacia donde viren, a babor o estribor,
tropezarán con un piélago de fusiles erizados.
Despreciar olímpicamente estas ventajas por el
prejuicio de coincidir con unas cuantas
burguesías de capa caída, enorgullecerá a las
sectas dogmáticas que pululan en las crisis,
pero ofende a la inteligencia de los partidos
verdaderamente revolucionarios y de masas.
Y en el tercer mundo localizamos la centena y
cuarto de países rezagados y dependientes de
Asia, África, América Latina y Oceanía, cuyas
resonantes y enconadas lides por la liberación
nacional, la democracia y el socialismo les
confieren la distinción de constituir los
principales fortines contra el hegemonismo y
simbolizar el pedal de las transformaciones
históricas de nuestros tiempos. Para el
imperialismo las colonias o neocolonias son el
aire de los pulmones. De ellas succionan
cuanto demanda el rodaje de sus complejos
industriales y con ellas se desencartan de sus
mercaderías. Esta transacción no sólo depara
fabulosos gananciales sino que oxigena todo su
sistema circulatorio. La emancipación política
y económica de las naciones equivaldrá a la
sentencia de muerte tanto para las
sanguijuelas norteamericanas y soviéticas como
para toda forma de expugnación imperialista. Y
nunca antes esta perspectiva se había visto
tan nítida ni tan accesible a los pueblos del
mundo. Desde los días del triunfo de la
revolución china y de la guerra de resistencia
de Corea a la agresión estadounidense, hasta
la victoria de Indochina, y más cercanamente
todavía, hasta los combates que en la
actualidad libran los camboyanos contra los
invasores vietnamitas y los angoleños por
repeler la ocupación soviético-cubana, no ha
amainado un instante el huracán
tercermundista. Corresponden a ese proceso
episodios descollantes como las revoluciones
de Cuba y Argelia, en 1959 y 1962,
respectivamente; las luchas de los árabes y
especialmente de los palestinos, de Egipto y
Sudán, de Guinea Bissau y Mozambique, de Zaire
y pueblos del sur de África, y, en América
Latina, las altivas jornadas de las masas
perseguidas contra las autocracias militares y
civiles pro yanquis, incluidos los heroicos
levantamientos de la Nicaragua sandinista.
Realizar un inventario completo de tales
acciones sería algo menos que imposible; mas
no olvidemos que la atención pública mundial
ha sido prioritariamente copada durante tres
largos decenios por estas epopeyas que llevan
bordada en sus pendones la insignia
inconfundible de la independencia nacional.
¡Soberanía y autodeterminación de las
naciones!, es el grito guerrero con el que el
proletariado internacional conjura a los
pueblos a revolucionarizar el cosmos.
Las fatigas y vigilias de los países
socialistas concuerdan plenamente con el
movimiento libertario de las colonias y
neocolonias, al que guarnecen con una
retaguardia extensa y sólida. Aquellos y éste
configuran en últimas lo que hemos dado en
calificar como el tercer mundo. El máximo
conductor del Partido Comunista de China, el
presidente Juan Kuofeng, recoge la herencia
revolucionaria legada por Mao Tsetung y con él
repite en sentencias similares: "Nunca
procuraremos la hegemonía y jamás seremos una
superpotencia. Debemos desechar resuelta,
definitiva, cabal y totalmente cualquier
manifestación de chovinismo de gran nación en
nuestro trabajo relacionado con el
extranjero". Los camaradas chinos han
autorizado a que les endilguen el remoquete de
socialimperialistas si llegaran a mofarse de
esta solemne declaración suya. Gesto sincero
que refleja su honda convicción y fidelidad a
los principios inmarcesibles del
marxismo-leninismo. Al proceder así China se
confraterna íntimamente con las masas
laboriosas de todos los rincones del orbe, las
cuales la aplauden y reconocen como a su más
confiable pregonera de la libertad, la
coexistencia pacífica entre los Estados y la
unión amigable y voluntaria de los pueblos.
Contra su enhiesta posición se estrellan sin
poderlo evitar los mandatarios moscovitas en
la ejecución de sus proditorias ambiciones de
reconstruir un imperio, y de ahí que la
escojan de blanco predilecto de los
espumarajos de sus iras luciferinas. Los
revisionistas soviéticos han perdido la
tranquilidad y la calma, no duermen, porque
allí no más, en la vecindad, están los cientos
de millones de miembros del milenario pueblo
chino, los artífices de pasmosas proezas, los
viejos tontos que trasladan montañas,
recordándoles a cada hora, a cada minuto,
tozudamente, incansablemente, las
abominaciones de su conducta y la vileza de su
apostasía. "¡Hay que acabar con China, si
queremos ceñirnos la corona imperial!",
piensan. Por eso el primer deber del
proletariado internacional militante es cerrar
filas en derredor de la más firme y grande
nación socialista de la Tierra, viabilizando
una táctica que contemple la mejor manera de
auxiliar la supervivencia de la República
Popular China, y así haya de aliarse
temporalmente con el resto del mundo para
mochar de un tajo la ofensiva del
socialimperialismo. Este ha sido nuestro más
meditado y sereno convencimiento.
Colombia, país pequeño y cautivo, corresponde
a la categoría de las naciones neocoloniales
del tercer mundo. Lo cual repercute en
nosotros en un doble sentido. De una parte,
nuestra revolución liberadora de nueva
democracia que surca rompiendo el oleaje
embravecido y a través de inenarrables
penalidades, no obstante sus sesgos distintos,
cuenta con apologistas y detractores análogos
y tiende hacia la misma rada que los demás
amotinamientos de las aplastantes mayorías del
globo: y por lo consiguiente, no somos tan
débiles como podría deducirse a primera vista,
ya que engrosamos las huestes de combate de la
más vasta y multitudinaria corriente
renovadora de la que tenga noticia la
historia. De otra parte, las luchas del pueblo
colombiano no son tan insólitas, raras,
excepcionales o parroquiales, para que nos
enfundemos en un patrioterismo gregario, de
cuartel, como lo sermonea la tendencia liberal
de fuera y dentro del Partido, y nos taponemos
los oídos evitando escuchar los ecos lejanos y
cercanos producidos por el tropel de miles de
millones de personas entregadas a cavar la
sepultura del imperialismo y del
socialimperialismo, los comunes enemigos. Con
la teoría de los tres mundos Mao Tsetung
descubre la salida perfecta, la única
practicable en las circunstancias
prevalecientes, para afianzar el derrotero de
la revolución mundial, y dota al movimiento
comunista internacional de una línea
invencible estratégica y táctica. El tercer
mundo, la fuerza básica, junto a los obreros
de los países desarrollados, ha de procurar la
cooperación con el lote intermedio, el segundo
mundo, a fin de aislar, cercar y vencer al
primer mundo, principalmente a la
superpotencia de Oriente. La guerra global es
apremiante, pero sea que la Unión Soviética se
atreva o no a desatarla, de la orientación de
conformar un frente único en la más amplia
escala contra el hegemonismo dependerá la
certeza de la victoria. Y en el acierto de
aplicar esta línea a las condiciones concretas
de Colombia estribará también la llave maestra
de nuestro éxito.