Francisco
Mosquera
Resistencia Civil
I
INTERNACIONAL
EL PROLETARIADO CULMINARÁ LA OBRA DE MAO
TSETUNG
Septiembre 10 de 1976
Mensaje de condolencia del MOIR al Partido
Comunista de China, escrito por Francisco Mosquera y publicado en
Tribuna Roja Nº 23, en septiembre de 1976.
Camaradas
Comité Central del Partido Comunista de China
Pekín, China.
Cuando el Partido Comunista de China dio la infausta noticia de
que el camarada Mao Tsetung había muerto en la madrugada del 9 de
septiembre y ésta se conoció en segundos en el orbe entero, los
obreros, los pueblos y las fuerzas y personas progresistas de los
cinco continentes lloraron la pérdida irreparable de su más
querido y respetado dirigente internacionalista. Hondo y doloroso
impacto produce en todo el mundo el vacío inconmensurable que deja
el fallecimiento del camarada Mao Tsetung. Diversas
personalidades, jefes de gobierno, líderes de movimientos y
partidos se han apresurado a reconocer en el máximo representante
de los 800 millones de seres del pueblo chino, a una de las
figuras estelares de este siglo y a uno de los conductores
políticos que más profundamente han incidido en grandes
transformaciones históricas. La maravillosa epopeya de su vida al
servicio de la causa de la clase obrera y la sabiduría de su
pensamiento comprobada en innumerables batallas triunfales como
guía segura de quienes luchan por la revolución y el progreso,
colocan a Mao Tsetung entre los benefactores esclarecidos de la
humanidad. Aplicó el marxismo-leninismo a las condiciones
concretas de lucha que le correspondió vivir, lo enriqueció y
llevó a una etapa más alta de su desarrollo. A partir del proceso
original, constante y acelerado de la revolución china durante
cincuenta años, su obra magistral y monumento vivo a su talento
creador, Mao Tsetung no sólo contribuyó a cambiar la fisonomía del
mundo, sino que sistematizó genialmente las leyes universales del
cambio social válidas para todos los países. Leal discípulo de
Marx, Engels, Lenin y Stalin, Mao Tsetung pasa junto a ellos,
concluido el ciclo de su existencia, a completar la gloriosa
galería de los inmortales maestros del proletariado. Como heredero
legítimo de las excelsas virtudes milenarias del pueblo chino,
cuya historia sin par está llena de múltiples acciones heroicas,
de aguerridos combatientes en defensa de la justicia y la verdad,
de notables científicos, pensadores y artistas, Mao Tsetung fue
depositario de sus mejores tradiciones revolucionarias y
encarnación de sus más nobles y hermosos ideales. Por eso Mao se
constituyó en el centro aglutinante y orientador de la nación más
populosa de la Tierra, construyó el glorioso y correcto Partido
Comunista de China, factor dirigente de la revolución china,
organizó prácticamente de la nada un invencible ejército popular,
derrotó a todos los enemigos internos y externos del país y fundó
la República Popular China, hoy la patria socialista de una cuarta
parte de la humanidad. En un tiempo relativamente corto China se
convirtió de una vasta región ocupada, dividida y económicamente
atrasada, en un país independiente, unido, grande y próspero,
avanzada de la revolución mundial y ejemplo inspirador de todos
los revolucionarios del planeta. Y por eso miles de millones de
personas al mirar consternadas hacia la tumba recién abierta, se
explican este portentoso fenómeno de la época con la exclamación
de que ¡sólo un pueblo como el pueblo chino, podía producir un
dirigente como el dirigente Mao!
Pero el camarada Mao Tsetung no se desveló únicamente por el
pueblo chino. El porvenir de los países que han instaurado el
socialismo, la emancipación de los proletarios de las naciones
burguesas y la liberación de las inmensas masas de las colonias y
neocolonias sometidas a la sojuzgación imperialista, fueron objeto
permanente de sus preocupaciones. Proclamó que China jamás
procurará el hegemonismo y, por el contrario, será siempre la
segura retaguardia de los países que combaten por su independencia
y soberanía. Apoyó fervorosamente todas las lides del proletariado
y los pueblos por la democracia, la revolución y el socialismo y
por el logro de un mundo sin naciones oprimidas ni opresoras, sin
esclavos ni esclavistas, sin hambres y sin guerras. Sin embargo,
el camarada Mao señaló con agudeza inigualable que la
cristalización de este sueño antiquísimo del hombre será aún
antecedido necesariamente de un largo período de enconados y
violentos conflictos de clases, en el cual jugarán un papel de
primerísima magnitud las luchas de liberación de las naciones
contra el imperialismo, del movimiento obrero contra la burguesía
y el revisionismo y de los proletarios de los países socialistas
contra los restauradores burgueses. Continuador de la doctrina
victoriosa de Marx y Lenin, a Mao Tsetung cúpole la distinción
histórica de resolver el problema de la consolidación del
socialismo y de la prolongación de la revolución bajo la dictadura
del proletariado. Basándose en nuevas experiencias y en especial
en el ejemplo negativo de la traición al marxismo-leninismo por
parte de los dirigentes de la Unión Soviética, que trocaron el
primer Estado proletario en un Estado burgués socialimperialista,
el camarada Mao Tsetung desarrolló la teoría de que en toda la
etapa histórica del socialismo, cuyo lapso de duración no es de
unos decenios sino de cien a centenares de años, es absolutamente
indispensable mantener la dictadura del proletariado y llevar
hasta el final la revolución socialista, para impedir la
restauración del capitalismo y preparar las condiciones del paso
al comunismo. En el curso de la revolución socialista de China Mao
Tsetung descubrió la forma de hacerlo: la revolución cultural
proletaria que es, terminada en lo fundamental la transformación
de la propiedad de los medios de producción, la revolución llevada
a cabo por los obreros en el terreno político e ideológico para
desalojar de todos los dominios del Poder a los burgueses
infiltrados y a los seguidores de la vía capitalista.
Así como Lenin desplegó una descomunal batalla contra los
renegados de la II Internacional para garantizar el avance
luminoso de la clase obrera y el triunfo de la gloriosa Revolución
de Octubre, Mao Tsetung adelantó una lucha aún mucho más aguda y
compleja contra los revisionistas contemporáneos, acaudillados por
los dirigentes del Partido Comunista de la Unión Soviética, para
desbrozar el camino de la victoria definitiva del socialismo en el
mundo entero. Y así como Engels recordaba en el entierro del padre
del socialismo científico, que Marx apartaba como si fueran telas
de araña todas las calumnias y difamaciones que contra él lanzaban
la burguesía y los reaccionarios de su tiempo, nosotros podemos
decir que también como telas de araña el proletariado y los
pueblos del mundo apartarán las calumnias y difamaciones que
contra Mao Tsetung, el más grande marxista-leninista de la época,
profieren la camarilla revisionista soviética y sus epígonos.
Los revisionistas y demás recalcitrantes adversarios de Mao
Tsetung jamás consiguieron refutarlo ni vencerlo y con su muerte
estarán calculando que las cosas mejorarán para ellos. Efímera
ilusión porque de Mao Tsetung se podrá asegurar con infinita
certeza lo que se ha sostenido de los grandes innovadores
revolucionarios, que su desaparición física no hará más que
agigantar su influencia. El proletariado internacional, armado de
su pensamiento, será quien se encargue de culminar su colosal
empresa. Pocos como Mao Tsetung gozaron del privilegio de ver en
vida realizadas y ratificadas por la práctica tantas de sus
propias acertadas predicciones. Mao Tsetung elaboró toda la línea
estratégica y táctica de la revolución china. En su momento,
muchos fueron los que dudaron en el interior y en el extranjero
que el pueblo chino alcanzara a coronar las prodigiosas metas que
conforme a un análisis certero de la situación iba progresivamente
proyectando el camarada Mao. No obstante, el pueblo chino cumplió
cuanto se propuso: derrotó al feudalismo, al capitalismo
burocrático y al imperialismo; sostuvo tenazmente y llevó hasta el
triunfo total una prolongada guerra de liberación contra el Japón
y contra los intervencionistas norteamericanos y contribuyó
decisivamente a la bancarrota fascista en la Segunda Guerra
Mundial; conquistó el socialismo y desbarató una a una las
tentativas burguesas y revisionistas de restauración, y apoyó y
apoya eficazmente las luchas revolucionarias de los pueblos del
mundo. Todas éstas son realizaciones imperecederas del pensamiento
de Mao Tsetung. Igualmente el camarada Mao resumió y enriqueció la
línea del movimiento comunista internacional. Los triunfos de las
naciones por su soberanía, del proletariado por la extensión y
consolidación del socialismo y de China por continuar la causa de
su gran timonel serán asimismo confirmación plena de nuevas y
grandiosas victorias de esta línea y del pensamiento de Mao
Tsetung.
El pueblo colombiano y nuestro Partido están en deuda con el
pueblo chino y con el camarada Mao Tsetung por la solidaridad
constante a sus luchas y por el inmenso respaldo que representan
para la revolución colombiana los tremendos aportes de la
revolución china. La mejor manera de pagar esa deuda y a la vez
apoyar al pueblo chino y al Partido Comunista de China será
impulsando la revolución en nuestro país, basándonos
fundamentalmente en nuestros propios esfuerzos y en los esfuerzos
de las masas, como nos lo enseñó el camarada Mao.
Nuestro Partido ha logrado desarrollarse gracias al estudio de las
tesis revolucionarias marxista-leninistas del camarada Mao Tsetung
y a las condiciones internacionales favorables creadas por la
lucha del Partido Comunista de China contra el revisionismo
contemporáneo. A diferencia del Partido Comunista de China,
nuestro Partido apenas ha comenzado su jornada y para alcanzar
grandes victorias debe combatir el revisionismo y profundizar en
el estudio del marxismo-leninismo-pensamiento de Mao Tsetung y
aplicarlo correctamente a la práctica concreta de la revolución en
nuestro país, como nos lo enseñó el camarada Mao.
Con la conducción de Mao Tsetung China llegó a ser una nación
independiente, próspera y grande, donde impera radiante el
socialismo. Colombia es una neocolonia de los Estados Unidos y
nuestro Partido lucha en las condiciones de opresión de la
dictadura burgués-terrateniente proimperialista. El pueblo
colombiano debe también quebrar la dominación extranjera,
preservar la completa soberanía frente al imperialismo y el
socialimperialismo y marchar al socialismo. Para ello es necesario
que nos atrevamos a luchar, desafiando todos los peligros y
dificultades, con la intrepidez propia de los materialistas
consecuentes, como nos lo enseñó el camarada Mao.
Las extraordinarias hazañas de la revolución china fueron en
definitiva fruto de la acción de las grandes masas del pueblo
chino. Mao Tsetung reiteradamente insistió en la verdad cardinal
del marxismo de que las masas son las que hacen la historia. El
pueblo de Colombia libró y libra denodados combates por la
revolución, sin haber logrado todavía superar la dispersión y la
división. Nuestro Partido tiene como tarea principal la de unir y
organizar al pueblo colombiano y guiarlo en pro de su misión
histórica. Por lo tanto debemos vincularnos estrechamente a las
masas, interpretar en todo momento sus intereses y necesidades,
orientar y apoyar sus luchas y servir de todo corazón al pueblo,
como nos lo enseñó el camarada Mao.
El que la revolución prosiga depende de los nuevos cuadros. Para
evitar que China cambie de color Mao Tsetung forjó decenas de
millones de continuadores de la obra revolucionaria del
proletariado, encargados de llevar adelante la causa que dejó sin
ultimar. Nuestro Partido en el proceso de su construcción debe
asimismo ir creando centenares y miles y millones de cuadros
revolucionarios proletarios, hombres y mujeres que trabajen con
arrojo y con modestia, que luchen por la unidad y no por la
escisión, que practiquen valerosamente la crítica y la autocrítica
y que actúen en forma franca y honrada y no urdan intrigas y
maquinaciones, como nos lo enseñó el camarada Mao.
El MOIR expresa al pueblo chino y al Partido Comunista de China su
más sentida condolencia y testimonia la indecible tristeza que
embarga al pueblo colombiano y a todos y cada uno de los
militantes de nuestro Partido por esta prueba tan dura de la
muerte del camarada Mao Tsetung. Nuestro Partido une su dolor al
dolor del Partido Comunista de China. Nuestro Partido une su lucha
a la lucha del Partido Comunista de China por derribar
definitivamente a la burguesía y demás clases explotadoras, llevar
hasta el final el socialismo y materializar el comunismo.
¡Gloria eterna al gran líder y maestro, camarada Mao Tsetung!
¡Viva el invencible marxismo-leninismo pensamiento de Mao Tsetung!
Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario
Comité Ejecutivo Central Francisco Mosquera
Secretario General
Bogotá, septiembre 10 de 1976.
LECCIONES
IMPERECEDERAS
Segunda quincena de noviembre de 1977
Artículo publicado en Tribuna Roja No 30, de la
segunda quincena de noviembre de 1977.
Los marxista-leninistas y las masas obreras
conscientes de todo el orbe celebran con indescriptible regocijo
en este mes el 60 aniversario de la gloriosa Revolución Socialista
de Octubre. La efeméride encierra una extraordinaria
trascendencia. Trae a la memoria, como es profusamente sabido, la
fecha en que el partido de la clase obrera de Rusia, capitaneado
por Lenin, derroca a la burguesía dominante y, sobre las ruinas de
la sociedad explotadora, implanta el primer Poder socialista que
logra consolidarse.
Ya antes, en 1871, el proletariado había intentado "tomar por
asalto el cielo", según la expresión de Marx acerca de la Comuna
de París. En aquella ocasión el intento de instaurar el dominio
obrero sobrevivió escasamente dos meses, ante la feroz arremetida
de la confabulación de los capitalistas europeos. El experimento,
sin embargo, no fue del todo fallido. Con la Comuna el marxismo
desentrañó uno de los fundamentos medulares de la revolución del
proletariado, el de que al triunfar no puede apoderarse de la
vieja máquina estatal existente y ponerla a su servicio, sino que
debe demolerla y sustituirla por otra nueva, por el Estado de los
trabajadores, que es el comienzo de la extinción de todo tipo de
Estado. Para garantizar el éxito, construir el socialismo y
preparar el tránsito a la sociedad comunista, ha de cambiarse de
la forma más completa y radical la dictadura de la burguesía por
la dictadura del proletariado. Históricamente la clase obrera ya
había aprendido cómo hacerlo y contaba para ello con un modelo
vivo, la escuela de los comuneros de París. Empero, mediarían 46
años de agudas contiendas para que se presentara otra oportunidad
tan clara de "asaltar el cielo".
Poderosos obstáculos tendrían que ser superados: encontrar la
salida acertada a los múltiples problemas surgidos en la distinta
situación, y especialmente desenmascarar y derrotar el ala
oportunista prevaleciente de la socialdemocracia internacional que
revisaba el marxismo, se plegaba a la burguesía y envilecía el
espíritu revolucionario de la masa obrera. Vladimir Ilich Lenin,
el gran maestro del proletariado, echó sobre sus hombros esta
monumental empresa y la llevó a cabo genialmente. Rescató a Marx y
a Engels de manos de sus falsificadores y desarrolló el marxismo
con las conclusiones teóricas sacadas del análisis de la
transición del capitalismo de libre competencia al capitalismo
monopolista, o imperialismo, su última fase de descomposición y
agonía, antesala de la revolución socialista. Enfatizó
primordialmente sobre la ley inexorable del imperialismo de
depender cada vez más para su supervivencia del saqueo de los
países atrasados y sometidos y sobre su naturaleza guerrerista,
derivada del afán irresistible de aumentar sus colonias y de
desalojar a sus competidores. Caló certeramente y explicó en
decenas de sus obras la debilidad estratégica del imperialismo a
pesar de su apariencia omnipotente, señalando la constante de que
siempre que éste se embarca en la aventura de la guerra termina
ahondando sus contradicciones y vulnerando sus fuerzas. Apoyándose
en el fenómeno del desarrollo desigual económico y político del
capitalismo, fenómeno mucho más agudo en la etapa imperialista,
elaboró, contra la creencia gestada en circunstancias anteriores
diferentes, la importantísima tesis de que el socialismo
conseguirá imperar en uno o en unos cuantos países, mientras los
demás seguirán siendo, durante algún tiempo, burgueses o
preburgueses. El estallido de la Revolución Socialista de Octubre
vino a corroborar ésta y las otras predicciones magistrales de
Lenin.
Si echamos una ojeada global al desenvolvimiento de las
sociedades, observaremos cómo la historia marcha en un sentido
ascendente. Desde la aparición de la división entre poseedores y
desposeídos, amos y esclavos, explotadores y explotados, y a
través de cruentas y prolongadas luchas de clase, el hombre ha
pasado sucesivamente del esclavismo al feudalismo y de éste al
capitalismo. Han sido saltos adelante de enorme significación que
han redundado en pro del progreso y de la ciencia. Con la
Revolución de Octubre se inicia el proceso de la transición del
capitalismo al socialismo. De ahí la repercusión sin par de este
acontecimiento que inaugura una era mucho más brillante, no
comparable con las precedentes, ya que permite el advenimiento de
la única sociedad que cifra la razón de su existencia en el empeño
de abolir todo tipo de explotación, y, por lo tanto, tiende
naturalmente a acabar las clases y la lucha de clases. Ello se
debe a que por primera vez los artífices de las transformaciones
sociales no son los explotadores, sino los esclavos modernos, el
proletariado.
La burguesía declina hacia su perdición definitiva, mientras los
trabajadores son los héroes del día, cuya misión coincide con las
grandes tareas renovadoras de la época y con los anhelos de la
abrumadora mayoría de la población. Como sepultureros del
imperialismo, los obreros tienen el encargo de derrumbar la
dominación burguesa en las repúblicas capitalistas desarrolladas;
alcanzar la liberación nacional y perseverar en la
autodeterminación de los pueblos de las colonias y neocolonias, y
por doquier preparar el terreno para imponer el socialismo o
afianzarlo donde esté establecido. En los países en los cuales
persiste el semifeudalismo y se combate por la independencia de la
nación, la clase obrera se alía con el campesinado y demás fuerzas
antifeudales y patrióticas, incluso con las capas progresistas de
la burguesía que colaboran con el programa nacional y democrático
de la revolución, precaviéndose de ejercer correctamente la
dirección en la alianza y de no hacer concesiones de principio.
Esto es posible porque en las condiciones universales reinantes,
las luchas revolucionarias, democráticas y de avanzada coadyuvan a
la causa del proletariado, y éste las respalda y se esfuerza en
profundizarlas y encauzarlas a favor de sus objetivos finales. En
la era de la revolución socialista mundial el movimiento liberador
de las naciones sojuzgadas hace parte integrante de aquella y la
clase obrera internacional lo conduce a su conquista más completa,
con miras a propiciar la voluntaria relación de los países, sobre
la base del mutuo respeto y del beneficio recíproco, sin lo cual
el socialismo sería una grotesca mascarada.
El ejemplo de la emancipación rusa, agigantado con los años,
constituye la meta suprema de las masas trabajadoras del globo.
Mao Tsetung recuerda que la revolución china representa la
prolongación de la victoria socialista de 1917. De la misma
manera, el resto de repúblicas desgajadas del podrido tronco
imperialista reafirma la aplicabilidad perdurable de los
grandiosos postulados de Octubre. Es la esplendorosa confirmación
de la coherencia y desarrollo del marxismo que, como arma
ideológica invencible de la clase obrera, antes que perder lozanía
se proyecta vigoroso hacia el porvenir.
No obstante la permanente validez de las apreciaciones de Marx y
Engels, algunas de ellas con más de siglo y cuarto de vigencia, su
doctrina no ha permanecido estática sino que se enriquece a medida
que la práctica social ha ido descubriendo nuevos asuntos por
solucionar. Stalin indicó con agudeza que "el leninismo es el
marxismo de la época del imperialismo y de la revolución
proletaria". Desaparecido Lenin, a Mao Tsetung le correspondió,
además de sus incontables aportes hechos al marxismo-leninismo en
todos los aspectos, atender y resolver una cuestión fundamental:
la continuación de la revolución bajo la dictadura del
proletariado. Partiendo de las advertencias de los esclarecidos
ideólogos de la revolución obrera y sintetizando las experiencias
de China y en especial la del ulterior desenlace negativo de la
Unión Soviética, que después de ser el primer Estado proletario se
transmutó con Kruschev y sus sucesores en una nación
socialimperialista, Mao enseña que el socialismo abarca un período
bastante largo en el cual todavía no son eliminadas las clases ni
la lucha de clases, ni desaparece el peligro tanto de la
restauración del capitalismo como de la agresión externa
imperialista. Durante este período hay que insistir en la
dictadura del proletariado sobre la burguesía y efectuar
revoluciones cada vez que ésta hace carrera dentro de la sociedad
socialista y usurpa las posiciones claves del Poder.
El prestigio del marxismo es tal que muchos de sus encarnizados
opositores han optado por declararse partidarios suyos con el
objeto de mellar su filo. Tan repetido es el caso, que desde los
tiempos de Lenin, estos contrincantes solapados configuran la
principal amenaza contra la revolución y reciben el mote de
revisionistas. Combaten veladamente con los argumentos más
impúdicos la justa idea de que el proletariado está obligado a
utilizar la violencia revolucionaria contra la violencia
contrarrevolucionaria, si aspira a romper los grilletes de la
esclavitud y levantar su dictadura de clase. Los
marxista-leninistas saben que la "transición pacífica" de un
régimen social a otro seguirá siendo una cosa rara, y que sin la
creación de un ejército propio el proletariado no tendrá
esperanzas de redención. La insurrección armada les dio la
supremacía real a los obreros y campesinos de los soviets de
Petrogrado, de Moscú y de Rusia entera. Los auténticos comunistas
no permitirán que ésta ni ninguna de las imperecederas lecciones
de la Revolución de Octubre sean escamoteadas.
La batalla ideológica y política permanente contra el revisionismo
resulta imprescindible para vencer las fuerzas imperialistas y
socialimperialistas. Renunciar a esa lid significaría abandonar la
defensa del marxismo-leninismo, debilitar el partido de la clase
obrera e impedir que ésta cuente con una vanguardia fogueada y
diestra, dispuesta en todo momento a impartir las orientaciones
salvadoras para destruir a un enemigo mortal, ventajoso y cruel.
Hoy como ayer el revisionismo es una contracorriente
internacional; salvo que ahora se halla más extendido y su meca se
encuentra en Moscú, la antigua capital revolucionaria. Romperle el
espinazo resultará más difícil que en el pasado por el soporte que
le proporciona la Unión Soviética y demás repúblicas satélites de
ésta. Mas se halla irremisiblemente condenado. El revisionismo
convirtió a la patria de Lenin y Stalin en un país
socialimperialista voraz, regido, como cualquier imperialismo, por
las mismas normas ciegas expansionistas de explotación y
dominación del mundo. Pero, también como a aquél, lo dotó de un
cuerpo colosal sobre unos pies de barro y lo predestinó al
fracaso. Por mares y territorios de los cinco continentes se ven
las tropas soviéticas, o sus armamentos en manos mercenarias,
amedrentando a los pueblos, disputando la hegemonía al
imperialismo norteamericano y amenazando la paz mundial. De
desatar la tercera guerra general sólo encontrará sosiego en la
tumba. Si no lo hace, de todos modos el alud tumultuario de miles
de millones de pobladores del planeta le caerá encima y tarde que
temprano las baterías del Aurora volverán a escucharse en
Leningrado.
-------------------------------------------*
* *
A pesar del tiempo y la distancia, para Colombia guardan plena
vitalidad los principios tras los cuales se atrevieron los tenaces
bolcheviques de Rusia a concitar el odio de la reacción en el
amanecer del siglo XX. Somos una nación pequeña y subdesarrollada,
sometida a la égida neocolonial del imperialismo norteamericano,
pero integramos el más gigantesco frente de lucha jamás conocido,
pues nuestros intereses se confunden con los de los pueblos
aplastantemente mayoritarios que en todas las latitudes pugnan por
lograr su independencia y soberanía, y junto a ellos peleamos en
la primera trinchera antiimperialista.
Debido al hecho de estar dirigida por el proletariado y contra el
imperialismo, nuestra revolución, aunque sea actualmente de
esencia democrática, no sólo contribuye al buen suceso de la
revolución socialista mundial, sino que en lo interno culminará
inevitablemente en el socialismo. La clase obrera colombiana,
mediante prolongadas y cruentas confrontaciones con los opresores
tradicionales, viene forjando su partido y preparándose para
desempeñar dignamente el puesto de comando de la revolución. Ha
obtenido notables avances en el empeño de arrancarles la careta al
oportunismo y al revisionismo y de expulsarlos de sus filas.
Estimulando y solidarizándose con la brega heroica de los
campesinos en procura de la tierra y la libertad, y propiciando
las acciones del resto de sectores democráticos, el proletariado
de Colombia desarrolla la alianza obrero-campesina y alienta un
formidable movimiento que unirá al pueblo bajo las banderas de la
liberación nacional. Comprende que la más apremiante necesidad es
obtener el derecho a forjar el destino de la nación sin
intromisión ajena, como la más excluyente condición para arribar a
la sociedad socialista, fin superior de todos sus desvelos. Por
eso combate sin tregua ni descanso hasta pulverizar el yugo
colonialista de los Estados Unidos, y jura que preservará a
cualquier precio la soberanía alcanzada, frente al
socialimperialismo y demás filibusteros internacionales. Sus
luchas y proclamas encontrarán amplia resonancia en Latinoamérica
y su victoria aumentará la gloria del Octubre de 1917.
¡POR UN FRENTE
MUNDIAL CONTRA EL SOCIALIMPERIALISMO SOVIÉTICO! ¡FUERA RUSOS
DE AFGANISTÁN!
Enero 11 de 1980
Publicado en Tribuna Roja No 35 de enero de 1980
La invasión de las tropas soviéticas a
Afganistán, iniciada el pasado 27 de diciembre, configura un
acontecimiento de suma gravedad que habla por sí solo de los
planes siniestros de dominación mundial de los amos de Moscú. Es
la primera vez que los socialimperialistas intervienen
militarmente en forma directa en un país del Tercer Mundo.
En 1968 lo habían hecho en Checoslovaquia, nación de la Europa
Central. En 1975 ocuparon Angola pero con soldados de su colonia
cubana, y más recientemente sometieron a Kampuchea y Lao a través
de sus marionetas vietnamitas. Hoy su delirio expansionista los ha
llevado a efectuar esta nueva aventura, ya sin tapujos de ninguna
índole y haciendo gala del peor cinismo. Los argumentos de que con
su intromisión bélica "protegen" la seguridad de Afganistán,
"ayudan" a la revolución afgana, o actúan dentro del derecho
internacional no convencen a nadie.
Por el contrario, desde el primer momento ha quedado claro que los
soviéticos bañaron en sangre a Afganistán y vienen obrando como
sólo sabían hacerlo las hordas hitlerianas. Depusieron y
asesinaron al Primer Ministro Amín para imponer un gobierno
completamente dócil a sus vandálicos caprichos. Por ello la
respuesta militar del pueblo afgano ha sido inmediata y decidida,
y cuenta con la participación de considerables segmentos del
ejército regular que se han pasado a la resistencia armada.
De otra parte, una inmensa mayoría de Estados ha condenado la
invasión y la considera un serio atentado contra la paz mundial.
Todo indica que los social-fascistas utilizarán a Afganistán para
apoderarse posteriormente de Pakistán, inmiscuirse en Irán y demás
países vecinos, controlar la entrada al Golfo Pérsico y someter a
su égida al Asia Meridional y Occidental. Tales proyectos no
pueden menos que significar un inminente peligro para Europa, el
Japón y los Estados Unidos, que verán comprometidos vitales
centros de abastecimiento de combustibles y cruces marítimos y
terrestres de importancia estratégica.
Asimismo los pueblos del mundo y las naciones amantes de la paz
comprenden que su porvenir se halla severamente amenazado por el
hegemonismo soviético. La República Popular China, el principal
bastión de lucha contra las ambiciones imperialistas del Kremlin,
será sin duda uno de los blancos de ataque preferidos de los
belicistas rusos.
Sin embargo, hay un aspecto supremamente positivo en todo aquello,
y es que la opinión pública mundial ha comenzado a aceptar, a
punta de golpes y decepciones, que la Unión Soviética no sólo dejó
de ser la cuna del socialismo para convertirse en el más tenebroso
baluarte de la reacción internacional, sino que hace mucho
abandonó los principios de la coexistencia pacífica entre los
Estados y desempolvó la vieja bandera de la dominación colonial y
de la guerra para sojuzgar a las naciones y buscar un nuevo
reparto del planeta. El hegemonismo soviético es un problema de
todos los pueblos, y por ende a éstos corresponde resolverlo,
promoviendo la conformación del más amplio frente de combate jamás
conocido, en el que participen, en una u otra forma, desde los
países atrasados y dependientes del Tercer Mundo, las repúblicas
socialistas y las naciones ricas del Segundo Mundo, hasta los
Estados Unidos. Un frente de esas proporciones impedirá la guerra
mundial o la decidirá a favor de la revolución internacional. Con
un frente así, los socialimperialistas serán vencidos y los
pueblos contarán con el mejor ambiente para la emancipación de las
naciones, para el desarrollo del socialismo y para la conquista de
la democracia y la libertad en el orbe entero. El primer deber
internacionalista del proletariado y de los partidos
auténticamente comunistas será contribuir a la integración a nivel
mundial de este frente único contra el socialimperialismo
soviético.
En la historia quienes acariciaron sueños de dominación imperial
fracasaron irremisiblemente. Los soviéticos también terminarán
siendo aplastados por mucho alboroto que armen y por muy temibles
que parezcan. El pueblo afgano saldrá victorioso y obtendrá su
liberación a pesar de las duras pruebas del presente y del futuro.
¡Apoyemos a Afganistán en su resistencia
contra la ocupación soviética!
¡Conformemos un frente único mundial
contra el socialimperialismo soviético!
Francisco
Mosquera
Secretario General del MOIR
Bogotá, enero 11 de 1980.
EXPERIENCIAS DE LA
SEGUNDA GUERRA MUNDIAL PARA TENER EN CUENTA
Agosto de 1980
Prólogo escrito por Francisco Mosquera para el libro José Stalin,
la Gran Guerra Patria, Bogotá, Editorial Bandera Roja, traducido y
acotado por Gabriel Iriarte.
Cuando esta recopilación era apenas un proyecto
en la cabeza de Gabriel Iriarte, y no hace mucho él me habló de
ello, que traduciría de una publicación norteamericana las
intervenciones del Primer Ministro del Estado Soviético durante la
Gran Guerra Patria, con miras a ponerlas a la disposición de los
miembros del Partido, como pieza de estudio, no dudé en alentarlo
para que cristalizara prontamente la idea. No sólo la llevó a
cabo, sino que emprendió con tenacidad la investigación acerca de
la Segunda Guerra Mundial, y, acompañado de unas diapositivas, ha
recorrido buen número de regionales ilustrando a obreros y
campesinos sobre el tema. Ahora me pide que prologue su edición en
español de los discursos de Stalin, en razón a que los lectores de
la misma consistirán mayoritariamente en camaradas del MOIR, los
cuales han venido aportando a la financiación de la obra con el
pago por adelantado de los ejemplares. Al aceptar el cometido me
propongo contribuir también a avivar el examen y la discusión de
tan rico período histórico, cuyas enseñanzas fundamentales
tergiversan con pérfida intención socialimperialistas y
revisionistas, a medida que retumban por el orbe los aldabonazos
de la tercera conflagración general. De otra parte, me ha obligado
a ocuparme de algunos libros y documentos de entonces para poder
efectuar, con mejores elementos de juicio, el ineludible paralelo
con la situación actual. Los siguientes apuntes recogen tales
observaciones.
La valerosa resistencia del pueblo soviético contra la invasión
nazi y su aplastante victoria final patentizan una de las hazañas
más extraordinarias de todos los tiempos. Encontrábanse en juego
asuntos de suma trascendencia. Se decidía si en el futuro
inmediato caería sobre los pueblos el dogal de la esclavitud
fascista o no. En el terreno de las armas, haciendo gala de
fortaleza, de pericia y de técnica, en una extensión jamás vista,
los dos sistemas sociales de la época, el imperialismo y el
socialismo, zanjaban sus desavenencias. La lucha involucró lo
mismo a la economía, a la política, que a la diplomacia. El
contrincante que fallara en llevar los suministros al frente,
tendido a lo largo de varios miles de kilómetros, sencillamente
quedaría fuera de combate. Había que proveer los alimentos y las
dotaciones para millones de soldados, los equipos de aire, mar y
tierra, el combustible, los repuestos, e ir supliendo, de una
batalla a otra, las cuantiosas pérdidas de vidas y armamentos. La
organización en la retaguardia era decisiva. Las fábricas
laboraban a pleno pulmón, incrementando constantemente el
rendimiento e innovando en la marcha para obtener la preeminencia
y no dejarse sorprender por los inventos del enemigo. En los
albores del estallido, estrategas de ambos bandos coincidieron en
valorar la importancia de las máquinas y los motores en la
contienda que se avecinaba. El duelo aéreo y la pelea de tanques
terminaron a la sazón imponiéndose como modalidades de la guerra
moderna.
Los alemanes tuvieron al principio la ventaja, debido a su
condición de invasores. Escogían libremente el momento y los
sitios de ataque, de manera que se ajustaran a sus conveniencias y
ocasionasen los peores estragos al país embestido. La burguesía
alemana, una vez firmado el Tratado de Versalles, comenzó a buscar
el desquite de la derrota de 1918 y a prepararse febrilmente,
aunque con sigilo, para la otra confrontación, con veinte años de
plazo. El nazismo representa a cabalidad las ambiciones
imperialistas de recuperar para Alemania la influencia perdida y
arrebatarles a las potencias de Occidente, en particular a
Inglaterra y Francia, sus vastos dominios coloniales. Desde el
ascenso al Poder, Hitler encauzó la producción conforme a sus
programas bélicos, abarrotando arsenales con los más avanzados
tipos de aviones, acorazados, carros de asalto, submarinos, etc.,
y adiestrando unas poderosas fuerzas armadas en pos de las últimas
evoluciones de las artes marciales. Cuando irrumpen contra Rusia,
las tropas nazis llevaban dos años de campañas fulgurantes. Nadie
logró contenerlas. Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca,
Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y los países balcánicos
sucumbieron estruendosamente. Los ingleses, como siempre, se
habían salvado de la ocupación por el hecho de vivir en una isla y
por su reconocida capacidad naval. Pero medio millón de sus
efectivos, junto a los cuatro millones pertenecientes al afamado
ejército francés, fueron abatidos en menos de un mes en los campos
de Europa. La superioridad alemana conmovía al mundo.
La Unión Soviética, desde luego, no constituía una pequeña y débil
nación; se trataba de un Estado multinacional grande,
centralizado, con incontables recursos, inmenso territorio y
población numerosa. No obstante, venía impulsando pacíficamente su
desarrollo material y cultural, en medio de las dificultades
propias de las hondas transformaciones en que se hallaba empeñada,
encarando el bloqueo del prepotente club de las repúblicas
capitalistas y sin haber adecuado aún por completo su economía a
las inminentes obligaciones militares, con todo y que los
comunistas rusos vislumbraban, cual nadie más, que el choque
resultaría inevitable. El primer problema, el de colocar el
trabajo agrícola e industrial de las distintas comarcas y
nacionalidades al exclusivo favor de las exigencias de la guerra,
empieza a resolverse a partir del 23 de junio de 1941, al otro día
del rompimiento de las hostilidades. El Ejército Rojo no consiguió
repeler la arremetida alemana y se vio precisado a replegarse y
ceder porciones muy considerables de su espacio. Leningrado y
virtualmente hasta la capital, Moscú, quedaron cercadas y en
angustioso peligro. Para garantizar vitales abastecimientos e
impedir que los centros fabriles de las regiones occidentales los
agarraran las fuerzas ocupantes, los soviéticos, en una
demostración sin precedentes, transportaron de junio a noviembre
más de 1.500 fábricas a las profundidades de su retaguardia. El
desenlace parecía gravemente comprometido. Con avidez se esperaban
las noticias procedentes del mayor, del determinante, del en
verdad único frente que prevalecía. Ahora la totalidad de los
intereses envueltos en el conflicto pendía de la batalla de Rusia.
Si este postrer esfuerzo periclitaba ya no habría en el continente
europeo bastión que frenara a las hordas nazis. Incluso los
Estados Unidos, no estarían muy seguros allende el Atlántico.
Mas el pueblo ruso, acosado, despojado, malherido, aguantó. Ningún
sufrimiento pudo doblegar su espíritu combativo; nada opacó su
infinito amor por la causa a la que ofrendaba los más caros
sacrificios. No conoció el miedo, no se permitió un minuto de
descanso, no perdió jamás la confianza en el triunfo. El fanfarrón
de Hitler creyó que bastaría coger a coces la estructura
bolchevique para que se desplomara al instante. Y al concluir
1941, después de seis meses de incesante guerrear sobre la
interminable llanura, el empuje germano mostró síntomas
inequívocos de agotamiento: las líneas en lugar de avanzar
retrocedían, los objetivos fundamentales continuaban sin
alcanzarse y la introducción del invierno helaba las carnes y el
ánimo de los invasores. Procurando mantener la iniciativa y
valiéndose de la inexistencia de un segundo frente que los aliados
anglo-norteamericanos postergan prácticamente hasta junio de 1944,
los nazis recurrieron a las reservas y reforzaron con varias
decenas de divisiones a las 200 que, mermadas y exhaustas,
proseguirían el embate en el nuevo verano. Sin embargo, aplazan el
asalto frontal sobre Moscú, a la espera de una amplia operación
por el flanco Este y el Sur, desde el Cáucaso hasta Kuibyshev,
dirigida a cortar los puntos claves de las comunicaciones de la
ciudad. La variación del plan táctico simbolizó para los agresores
saltar de la sartén para caer en las brasas, puesto que sus
unidades se dispersaron notoriamente, perdieron potencia y
tropezaron con Stalingrado. La gloriosa urbe sobre el Volga
tampoco quiso capitular y en sus alrededores cavó la tumba al VI
Ejército alemán, unos 300.000 hombres, entre prisioneros y
muertos. De allí en adelante el curso global de la guerra registra
un viraje sustancial. La industria soviética, ya restablecida y
estabilizada desde mediados de 1942, arroja índices superiores de
productividad y de calidad a los del enemigo. El Ejército Rojo
desata la contraofensiva y los nazis pasan a la defensiva
estratégica. Para Alemania principia el período de las grandes
derrotas y de la penosa retirada, así promueva esporádicamente
golpes de proyección y de duración reducidas.
Los descalabros en el Oriente colocan al régimen hitleriano en
entredicho. La desmoralización va minando progresivamente sus
filas; entre sus socios del Eje surgen las dudas acerca del
porvenir de la aventura genocida, y las pequeñas naciones de
Europa Central, obligadas a marcar el paso de ganso y a portar la
esvástica, ansían la hora de desasir los compromisos de guerra. El
nazismo, que funda su éxito en la intimidación y el engaño, como
cualquier contracorriente reaccionaria no soporta la adversidad.
Únicamente sobrevive llevando la delantera, pero tan pronto se le
nublan las perspectivas de vencer todo estará finiquitado sin
remedio. Las condiciones se vuelven propicias para los pueblos
sujetos a la sojuzgación o al chantaje del bloque nazi-fascista.
La resistencia organizada de la población y el movimiento
guerrillero se propagan por doquier en Francia, Yugoslavia,
Albania, Grecia, etc. En China la lucha contra la invasión
japonesa se consolida y el Ejército Popular de Liberación tórnase
en la fuerza determinante de la salvación nacional. Por otra
parte, Inglaterra y Estados Unidos estrechan los nexos amistosos
con la Unión Soviética, intensifican los combates navales y aéreos
contra el Eje, bombardean asiduamente las factorías enemigas y se
alistan para tomar el norte de África, controlar el Mediterráneo y
abrir el asedio sobre Italia. Estos tres gigantescos vórtices de
acción, el de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que
pugna por la libertad de la patria y enarbola la bandera
proletaria; el de las masas de los países sometidos que tienden
hacia la conformación de Estados propios, independientes y
soberanos, y el de las naciones capitalistas que se oponen a la
agresión germano-ítalo-japonesa, proseguirán creciendo y
cohesionándose en un poderoso frente antifascista hasta tomar
Berlín y hundir una de las más bárbaras y tenebrosas tiranías de
este siglo.
Hemos indicado cómo el heroísmo del pueblo soviético incide en el
cambio de la situación en un lapso relativamente corto; a lo que
debemos agregar las orientaciones políticas y militares, sin cuyo
acierto, ni la sangre vertida, ni la laboriosidad desplegada,
hubieran dado sus frutos. Partiendo del mismo vaticinio sobre el
desencadenamiento de las contradicciones de la preguerra; pasando
por la utilización de los factores positivos contemplados en la
estrategia trazada, y concluyendo en el hábil maniobrar para, sin
vender los principios, salir airoso de cada una de las
complejísimas encrucijadas, el alto mando soviético hizo alarde de
visión, sapiencia, audacia y capacidad, cual raras veces ocurre en
la historia. Aquél era el Partido Comunista. Integrado por los
continuadores de la magnífica tradición revolucionaria de Rusia y
los herederos de las sublimes virtudes de Lenin; educado en los
fundamentos científicos del marxismo y dirigido por un jefe
formidable: Stalin.
Aunque el fascismo configura una de las cuantas doctrinas
imperialistas, lo escabroso de sus postulaciones y la brutalidad
de sus procedimientos la hacen más acabada, más típica, más propia
de la etapa en que el capital se convierte en monopolio e inicia
su estado de descomposición y de expoliación parasitaria sobre las
naciones oprimidas. La versión nazi recurre desaforadamente al
nacionalismo y al racismo para encubrir las ambiciones de
supremacía mundial. En la guerra de 1914-1918 las potencias
triunfantes, prioritariamente Inglaterra, cimentaron y acrecieron
sus respectivos imperios a expensas de Alemania que, además, hubo
de aceptar la presencia y la inspección de sus contrincantes
dentro de la misma casa. La burguesía germana no se resignaría
voluntariamente a tan humillante condición, siendo que desde el
punto de vista del desarrollo se recuperaba de manera vertiginosa
y evidenciaba más pujanza, a pesar de no contar con los recursos
de brazos, materias primas y mercados en todos los continentes,
como sus vecinos. ¡Qué de cosas maravillosas no haría con esos
"protectorados", "condominios", "fideicomisos" de mis
supervisores! Empero una modificación del mapa de Europa y sus
colonias, al igual que en el 14, no podría intentarse más que con
la violencia. Los plutócratas alemanes se dejaron tentar gustosos
por los argumentos de la banda de Hitler y en las manos
patibularias de éste depositaron su destino. Daban por cierta la
colaboración de los regímenes de Italia y Japón, acicateados por
motivos similares. Desafiar de nuevo a los árbitros de Europa, en
las circunstancias en que se debatía Alemania, iba a requerir de
mucho esfuerzo y dedicación. El despotismo hitleriano proporcionó
una disciplina vandálica, extremando el trabajo, distorsionando la
mente de la juventud y eliminando sin contemplación a quienes
disintieran de los planes oficiales. Creó un ejército altamente
calificado, acorde con los adelantos técnicos y con las formas
organizativas apropiados a éstos, verbigracia, las unidades
mecanizadas de rápida movilidad, muy distintas a las antiguas
formaciones de caballería, supérstites aún en no pocas de las
instituciones militares.
Los países imperialistas vencedores, con incalculables
posibilidades, disfrutan, sin muchos azoramientos ni vigilias, de
su posición notablemente boyante. La abigarrada red de posesiones
coloniales, fuera de proporcionarles protección durante las crisis
económicas características del modo de producción capitalista, les
permite a las capas privilegiadas atesorar fáciles ganancias,
llevar una vida muelle y hasta distribuir un buen porcentaje del
saqueo de los pueblos extraños para el soborno de sus obreros e
intelectuales, a objeto de preservar la convivencia social dentro
de la metrópoli. Su preocupación no estriba en prender la
llamarada sino en impedir que arda. Antes que desvelarse por
construir ejércitos a tono con los reclamos de la época, cifran
las esperanzas de tranquilidad en los tejemanejes del control
armamentístico, en la firma de los tratados, o en los cacareos
demagógicos sobre la conveniencia de las reformas
seudodemocráticas. La guarda de sus intereses hegemónicos la
supeditan a menudo a las tropas de los países atrasados y
dependientes. ¡Si algún competidor nos pisa la punta del manto
imperial no vamos a quebrar lanzas y a arriesgarlo todo por esa
tontería! ¡Si nos sustraen del redil un país problemático y lejano
a nuestros afectos, ahí nos sobran millones de kilómetros
cuadrados y centenares de millones de esclavos para alimentar la
molicie de mil generaciones! Así pensaron y actuaron los líderes
de Inglaterra y Francia, las dos potencias imperialistas más
poderosas y a la vez más decadentes del período anterior a la
segunda conflagración mundial.
Las avivatadas de Hitler contrastan con la torpeza de un
Chamberlain o de un Daladier. Cuando aquél les pide en el cenit de
su poderío que le entreguen los Sudetes checoslovacos a trueque de
la promesa de que no habría más pretensiones territoriales, estos
dos primeros ministros, cual mansas almas de Dios, volaron a
Munich, en septiembre de 1938, a satisfacer las exigencias del
Führer. Pero lo más grotesco consistió en que mientras la prensa
occidental todavía se desgañitaba en propalar los beneficios
obtenidos en pro de la obra del appeasement, Checoslovaquia entera
acababa bajo la "protección" del Tercer Reich. Durante años, tanto
Alemania como los otros dos destacados pilares de la coalición
fascista, exteriorizaron sin recato sus deseos de expansión.
Italia se quejaba permanentemente de las injusticias de que fuera
víctima en la partición del botín de 1919, y no veía la hora de
vengar ese trato discriminatorio de sus tramposos examigos.
Efectivamente, en octubre de 1935, Mussolini se lanzó sobre
Abisinia (hoy Etiopía) y se la adueñó. En el Extremo Oriente el
Japón también se revela descontento por el Tratado de las Nueve
Potencias y los demás convenios que reordenaron los asuntos
asiáticos de la posguerra; y en agosto de 1937 intensifica la
ocupación del norte y el centro de China, suprimiendo en aquellas
zonas cualquier otra injerencia extranjera. Los futuros
signatarios del "Pacto de Acero" habían intervenido militar y
mancomunadamente en España, a partir del verano de 1936. En marzo
de 1938 los Panzer del general Guderian hollaron Austria. Y así,
desde mucho antes de que Hitler franqueara el Rin, a principios de
1936, hasta la invasión de Polonia, el lo de septiembre de 1939,
que originó la declaración anglo-francesa de la guerra, se produjo
una serie de acciones bélicas, anexiones, violaciones de acuerdos
y protocolos internacionales, que no ofrecía dudas en torno a los
verdaderos alcances del expansionismo fascista. Sin embargo, a
cada arbitrariedad del Eje, los aliados occidentales respondieron
con una concesión, en la creencia de que evitarían el conflicto,
cuando en realidad estimulaban las apetencias de los belicistas y
los reafirmaban en sus cuentas alegres. El día en que los héroes
victoriosos de la carnicería anterior, los fundadores de la
Sociedad de Naciones, los promotores del “apaciguamiento”,
hubieron de descolgar la panoplia y marchar inevitablemente a las
trincheras, comprobaron cuántos lustros atrás se hallaban respecto
a la teoría y a la práctica de la guerra, cuán poco servían sus
lentas operaciones y sus inmóviles defensas ante los ágiles
desplazamientos de las divisiones blindadas apoyadas por el fuego
aéreo. Reducidos en un santiamén, inermes y a merced de los
suministros de la industria bélica estadinense, esperarían largo
rato antes de intentar el desembarco de Normandía para apalear al
tigre moribundo. Los caudillos de la vieja Europa brindarían un
triste espectáculo de ingenuidad e indolencia. Inclusive en medio
de la contienda armada, las clases gobernantes norteamericana y
europea no desecharon por completo las quimeras de conciliación ni
rompieron del todo con los genocidas. Hitler supo endulzarles el
oído con el cuento de que su misión se concretaba en destruir la
fortaleza comunista del Este, una piadosa mentira admitida y
tolerada por los grandes imperios hasta cuando se estrellaron con
el hecho cumplido y terrible de que sus hermosas propiedades
tenían un inescrupuloso pretendiente. La lógica de los
acontecimientos era tal que la invasión a la Unión Soviética sólo
podría interpretarse así: quien aspire al hegemonismo universal ha
de postrar a cada uno de los colosos del planeta; quien domine a
Rusia contará con un poder descomunal para postrar el mundo. A
nadie pasará ya desapercibido que una vez liquidado el
inconveniente soviético, la Wehrmacht regresaría por los restos:
Inglaterra y los Estados Unidos.
La división entre las dos facciones alrededor de las cuales se
realinderó la morralla capitalista, sus encontrados propósitos, el
ascenso y la agresividad de la una, al lado de la decadencia y la
indefensión de la otra, viabilizaron la alianza de la Unión
Soviética con el contingente anglonorteamericano. Ninguna gestión,
por desprevenida y contemporizadora que fuese, obraría el milagro
de morigerar las diferencias interimperialistas. Al revés, éstas
siguieron su curso normal, agudizándose a cada paso, hasta
saldarse inexorablemente a cañonazos, por encima de los
temblorosos pronunciamientos y las bobaliconas intrigas de la
cuerda Washington-Londres-París. El zarpazo contra la seguridad
del Estado socialista provenía incuestionablemente de parte de
Alemania. Concertar la cooperación con los enemigos comunes del
Eje, así encarnaran fuerzas de naturaleza expoliadora y
colonialista pero inhabilitadas para hacer valer su iniciativa,
respondía a una necesidad de legítima defensa que Stalin avizoró
con bastante antelación e insistió en ella hasta satisfacerla. El
acta de no agresión firmada por Ribbentrop y Molotov a mediados de
1939, absolutamente indispensable luego de la contumaz negativa de
Occidente a convenir la lucha conjunta contra el fascismo, y sobre
la cual tanto especularon los más disímiles comentaristas
burgueses, no dejaría de ser un acuerdo eminentemente pasajero
que, según el enfoque objetivo de la URSS, permitía ganar tiempo y
esperar la arremetida germana desde posiciones militares lo más
favorable posibles. La tergiversación respecto al mencionado
protocolo soviético-alemán, que todavía hoy se zaranda después de
cuarenta años, pretende en vano echar tierra a los titubeos y a
las furtivas entendederas de los mandatarios occidentales con los
jerarcas nazis. Abundan los testimonios de que el Kremlin repicó
constantemente sobre la conveniencia de concertar la ayuda mutua
con los gobiernos llamados democráticos, consciente de que se
evitaría mejor el estallido de la guerra con el levantamiento de
un poderoso dique de todas las naciones amantes de la paz, ante el
cual se deshicieran las bravuconadas de los expansionistas, que
con la adopción de la fementida política de "neutralidad" y "no
intervención", con la cual se le daba luz verde a la masacre. La
práctica corroboró la justeza de las directrices de Stalin para
una coyuntura sin antecedentes en los anales de la clase obrera.
Si bien las condiciones se asemejan a las de la década del diez,
en el sentido de que la conflagración la provoca la rebatiña entre
las naciones "civilizadas" por el control del orbe, había un
factor nuevo: la permanencia de un próspero país socialista,
habitado por 200 millones de personas, faro y ejemplo de los
revolucionarios de todo el globo, cuya integridad entraba en juego
al precipitarse la hecatombe. Como presa codiciada a los ojos de
la sórdida reacción teutónica, la Unión Soviética no sólo no se
eximiría de la contienda, sino que la vastedad de su territorio
estaba destinada a servir de escenario principal de ésta. Bajo
tales augurios, descubrir y facilitar los medios para la
salvaguardia de Rusia, debía constituir el primer deber del
proletariado internacional. Cuando Lenin encaró en 1914 el
problema de la guerra imperialista calificó de judas y caínes a
quienes, en nombre del comunismo y tras el argumento de proteger a
sus "patrias", se coligaron con los bandoleros enzarzados en la
criminal disputa por las tierras ajenas. Precisó: ni los
trabajadores ni los pueblos oprimidos saldrían gananciosos de la
matanza; se lucrarían únicamente los banqueros y potentados del
bloque vencedor (el cual terminó siendo, como ya dijimos, el
capitaneado por Gran Bretaña y Francia), y el desgaste general de
los gobiernos por el esfuerzo bélico señalaría la hora de la
insurrección, si los partidos proletarios no se contaminaban de
chovinismo, ponían a salvo su independencia de clase y eran
capaces de movilizar a las masas hacia la guerra civil contra los
responsables del holocausto. Estas certeras apreciaciones sobre la
época del imperialismo, o capitalismo descompuesto, se
materializan magistralmente con el advenimiento de la gloriosa
Revolución de Octubre. La estrategia se resume en sacar, en bien
de la causa obrera, la máxima utilidad al recíproco
despedazamiento de las potencias expoliadoras. Guiándose por
aquellos principios leninistas básicos, Stalin propugna, en
consonancia con las particularidades de la Segunda Guerra Mundial,
la configuración, a la más amplia escala, del frente único
antifascista. Si se consideran los múltiples aspectos de la
situación, el cerco letal que atenazaba a la Unión Soviética, el
apogeo del nazismo, el eclipse de los imperios europeos y la
tendencia irresistible hacia la autodeterminación de las colonias
amenazadas ahora por el yugo de Alemania y sus compinches, se
comprenderá, sin quemar mucho fósforo, que aquel frente absolvía
el interrogante de cómo aprovechar las contradicciones
interimperialistas en pro de la Gran Guerra Patria y de las
guerras de liberación nacional de los pueblos sometidos. Ni hablar
de que las masas asalariadas de todas las latitudes recibirían el
más duro golpe con el derrumbamiento de la URSS. Los resultados
están a la vista. No obstante la alta cuota de sangre, la Unión
Soviética sorteó la tormenta y arribó su nave a buen puerto. En
Asia, medio millar de millones de chinos expulsaron fuera de sus
fronteras a los japoneses y allanaron la senda hacia la revolución
de nueva democracia. Otro tanto les acontece a los vietnamitas y
coreanos. En Europa la táctica aplicada permite desgajar, del
podrido tronco derribado, a Yugoslavia, Albania, Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Alemania Oriental. Al
inicio de los años cuarentas subsistía una sola república bajo la
conducción obrera; después del cataclismo y de entre los escombros
brotaría el campo socialista.
Al calificar de “agresores” a los alemanes y cía. y de “no
agresores” a los ingleses y cía., Stalin, además de proferir un
diagnóstico exacto de los gobiernos burgueses de aquel período,
demostró un empleo sesudo, dialéctico, no dogmático, del
marxismo-leninismo, el cual proporciona los basamentos generales
para el análisis de las cosas, pero, desde luego, no profetiza las
formas que éstas adoptan, ni la relevancia de tal o cual tópico
dentro del conglomerado, ni las incidencias del infinito número de
casualidades que en el discurrir histórico operan en uno u otro
sentido. Una de las regulaciones medulares del proceso capitalista
descubiertas por Marx es la de su evolución anárquica y desigual.
No se encuentra bajo este sistema una empresa, una sociedad
anónima, una rama industrial, una nación que crezca pareja con
otra. Hay constantemente una modificación de las proporciones y de
la relación de dichas entidades económicas entre sí. Esto por una
parte, y por la otra, no conocen más método que la fuerza para
prevalecer sobre sus oponentes. En la fase imperialista tales
contradicciones explotan con mayor acerbidad, adquieren la
dimensión de pugnas entre Estados o coaliciones de Estados y se
zanjan mediante la guerra. Cuando Marx y Engels abocan la
problemática de su siglo, cabalmente se fundamentan en la norma
del desenvolvimiento dispar del capitalismo para desentrañar el
rol de los diversos pueblos en el conjunto de la revolución
democrática. El dilema de a qué movimiento burgués progresista
apoyar, lo resolvieron a favor o en contra según debilitara o no a
Rusia, el principal fortín de la reacción de la época. ¿El
postulado de Lenin acerca de la posibilidad del triunfo del
socialismo en un solo país, de manera aislada, o en pocos países,
no se sustenta acaso en el mismo criterio del desarrollo desigual
de las repúblicas imperialistas y de sus irreconciliables
antagonismos? Por idéntica razón los acuerdos entre los
capitalistas y entre sus potencias, cuando se presentan, no dejan
de ser traumáticos, inconsistentes y fugaces. Al quebrarse la
estabilidad debido a la variación de las fuerzas e imponerse el
interés colonialista, vuelan, cual vilanos al aire, las
empalagosas y fofas disertaciones de los propagandistas del
"apaciguamiento", o de la "distensión", como ahora se le nombra.
El paraguas del necio señor Chamberlain no pararía las andanadas
de los artilleros germanos. Moscú lo advirtió a tiempo, y se reía
de la trampa tendida por Berlín a Occidente con el señuelo del
"pacto anticomintern" y con las demás profesiones de fe,
encaminadas a convencer de que los preparativos militares se
circunscribirían a la destrucción de los bolcheviques.
Stalin les increpaba a burladores y burlados:
"Es ridículo buscar focos de la Internacional Comunista en los
desiertos de Mongolia, en las montañas de Abisinia, en los
desolados campos del Marruecos Español.
"Pero la guerra es inexorable. No existen velos que puedan
ocultarla. Porque ningún ‘e¡e’, ningún ‘triángulo’ y ningún ‘Pacto
anticomintern’ pueden ocultar el hecho de que el Japón se ha
apoderado, durante este tiempo, de un inmenso territorio de China;
Italia, de Abisinia; Alemania, de Austria y de la región de los
Sudetes; Alemania e Italia, juntas, de España; todo esto, en
contra de los intereses de los Estados no agresores. La guerra
sigue siendo guerra, el bloque militar de los agresores, un bloque
militar, y los agresores siguen siendo agresores". (1)
El jefe de los revolucionarios soviéticos percibió diáfanamente
que el entendimiento entre los dos grandes sectores imperialistas
sería a la postre totalmente imposible. Harto urgidos se hallaban
ambos bandos de las tierras coloniales que sólo uno de ellos
ostentaba, como para confiar en que fructificarían sus
transacciones públicas o secretas. Si al condescender a los
caprichos del nazismo los políticos profesionales de los
depauperados imperios soñaban en apuntalar la paz, los enviones
cada vez más impetuosos del diabólico competidor se encargarían de
sacarlos violentamente del letargo. Sin embargo, la historiografía
burguesa de la segunda posguerra se obnubila con el desiderátum de
calumniar a Stalin; y, con parcializado juicio, relega o desvirtúa
la rapiña por las naciones oprimidas y el flujo y el reflujo de
las potencias opresoras, como causas prioritarias de la
conflagración mundial. Obviamente tampoco admite la coincidencia
de metas y anhelos entre el régimen stalinista de los soviets y la
humanidad dolida y avanzada del planeta. Por lo tanto no puede
explicar nada de cuanto sucedió, lo que es lamentable; pero mucho
menos de cuanto acontecería posteriormente, lo que representa una
desgracia peor.
Dentro de los aliados occidentales se da también el fenómeno de la
ruptura del equilibrio económico y militar, con arreglo a lo cual
se realizan la transformación de sus relaciones y la sustitución,
a raíz del conflicto bélico, de la mayordomía inglesa por la
norteamericana, en el ámbito imperialista. La industria
estadinense, en sostenido auge desde hacía cerca de cien años y
cuyos marcos nacionales le venían quedando cortos desde finales
del siglo XIX, se encargaría no sólo de dotar satisfactoriamente a
sus tropas sino de asistir, con los apoyos solicitados, a los
países amigos, particularmente a Inglaterra y a Francia, que sin
esa contribución no hubieran acariciado perspectiva alguna de
triunfo, o simplemente no hubieran retornado a la liza en Europa.
La primera se encontraba por el momento a salvo en su ínsula y
parapetada tras su flota, pero sin recursos con qué emprender una
contraofensiva de envergadura. La segunda había capitulado
vergonzosamente, era un república presa, y por su honor sólo
respondían la resistencia clandestina, en suelo patrio, y el
general De Gaulle que, exiliado en Londres, disponía apenas de
unas formaciones exiguas y mal provistas y de un área mínima del
imperio de ultramar. El ejército inglés evacuado de Dunquerque
abandonó su equipo y armamento en la huida. Como a los alemanes su
fuerza naval no les garantizaba el abordaje de la Gran Bretaña,
optaron por el ataque aéreo en lugar de la invasión. Durante meses
los británicos sufrieron el inclemente castigo sin poder hacer
mucho, excepto intentar una deficiente defensa de sus cielos y
escuchar las ardorosas proclamas del Primer Ministro de Su
Majestad. Por cada bombardeo de Hitler, un discurso de Churchill.
Así, improvisadamente, entró esa orgullosa nación, con tantas
posesiones coloniales por perder, a esta guerra tan anunciada y
que tanto demandaría del elemento técnico y científico de la
producción industrial. Siempre que Stalin, con el objeto de
aliviar la pesada carga del Ejército Rojo, indagó sobre las
dilaciones a las promesas de apertura del otro frente, el gobierno
inglés se disculpó con el retraso en los aprestos de los Estados
Unidos. Es decir, como las decisiones las toma y las imparte quien
posea los medios, y en la guerra éstos se concretan en armas,
provisiones, transportes, etc., en Occidente la iniciativa corría
ya a cargo de los manipuladores del Pentágono, el monumental
edificio que se inauguró precisamente por aquellos desoladores
días. Quedó establecida una nueva relación: De Gaulle se esforzaba
por sujetar a sus díscolos y dispersos partidarios; Churchill por
sujetar a De Gaulle, y Roosevelt por sujetar a Churchill, a De
Gaulle y a los partidarios de éste. Al imperialismo yanqui le
llegó el turno de representar la función y saltó al escenario.
Aunque su reputación militar brillaba por bisoña, él impondría los
mandos y la táctica; aunque su afecto por los compañeros de odisea
estaba al socaire de dudas, él se inmiscuiría en los asuntos
internos de Inglaterra y Francia; aunque la adhesión a la
democracia constituía su más preciado don, él quería para sí todas
las riquezas, todos los mercados, todos los imperios de los demás
y ser ungido déspota del universo. Esto, dentro del sistema
capitalista, se entiende, porque el ladino de Roosevelt salió
trasquilado siempre que fue por la lana del Estado bolchevique.
En cierta ocasión la Casa Blanca insistió ante el Kremlin acerca
de una autorización para que aviones americanos sobrevolaran Rusia
y reubicaran en los planos aeródromos y bases estratégicas, so
pretexto de capear una eventual acción japonesa por el Este. En
cortante y perentorio mensaje al presidente gringo, Stalin
replicó: “Su propuesta de que el general Bradley inspeccione los
objetivos militares rusos en el Lejano Oriente y en otros lugares
de las URSS me ha producido sorpresa. Debería ser perfectamente
claro que los objetivos militares rusos únicamente pueden ser
inspeccionados por rusos, al igual que los objetivos militares
americanos sólo pueden ser inspeccionados por americanos. En esta
cuestión no debería existir ninguna oscuridad”. (2)
La cooperación estadinense se convirtió para los desahuciados
árbitros de Europa en otra fuente seria de alarmas. Hitler les
vociferaba a mandíbula batiente: "El mundo está mal repartido", y
para lograr la redistribución de las "propiedades mundiales" nos
atenemos a la sentencia de que "el más fuerte determina el camino
del más débil". (3) Por eso aquéllos acudieron al otro lado del
océano en búsqueda de amparo y comprensión. Pronto se percataron
de que el aliado, no obstante combatir al Eje y proporcionarles
los préstamos y auxilios pertinentes, propendía él también, a su
estilo y con su propia filosofía, a un nuevo sorteo de las zonas
de influencia. La maniobra de aplazar el desembarco de Normandía y
el ir introduciéndose paulatinamente en la guerra, con abundancia
de precauciones y escasez de riesgos, reflejaban a plenitud las
conveniencias de Washington: aparecer, cuando todos los
contendientes estuvieran agotados, a sofocar el fuego y presto a
desenfundar la chequera, su arma predilecta. El cálculo sólo fue
fallido con respecto al campo socialista, porque Europa se
reconstruiría con los dólares americanos, aviso de que el sol de
otro imperio despuntaba en el horizonte burgués, más poderoso que
los anteriores y por lo tanto más cruel y más siniestro.
¿Sugiere esto que la colaboración recíproca, para arrinconar al
fascismo, entre la fortaleza proletaria y las repúblicas
capitalistas "no agresoras", significó, al fin y al cabo, un
desacierto? En absoluto. Nos enseña, por el contrario, a
aprehender el meollo de la cuestión. Que los períodos de calma y
de reposo en las relaciones de las potencias imperialistas se
interrumpen abrupta y frecuentemente; que la quiebra del
equilibrio obedece a la anárquica y desigual evolución material de
aquéllas y al continuo cambio de sus fuerzas; que la rebatiña por
las colonias se impone inexorablemente y se dirime mediante la
guerra, al margen de los hipócritas oficios de los políticos de la
reacción; que el proletariado debe aprovechar las contradicciones
entre sus enconados enemigos para sacar avante y afianzar las
conquistas del socialismo, y que la dirección obrera, en ninguna
circunstancia, ha de perder de vista la naturaleza rapaz y
expoliadora de los amos del capital, si no desea ahogarse en la
charca del oportunismo. Indica, igualmente, que Stalin, connotado
discípulo de Marx y Lenin, estuvo a la altura de sus
responsabilidades.
La entronización de la hegemonía norteamericana constituyó un
vuelco notorio; mas hubo también otro digno de mencionarse: la
generalización del neocolonialismo, que suplanta las antiguas
formas coloniales de dominio directo de la metrópoli, por las del
control indirecto, a través de gobiernos títeres, elegidos incluso
por voto popular y adornados con todos los oropeles de la
democracia burguesa. Al someter a su égida a las naciones más
atrasadas, feudales y semifeudales, y verter en ellas las
cornucopias rebosantes de dinero, el imperialismo, fuera de
centuplicar su poderío económico con las materias primas así
apropiadas y con los mercados así abiertos, propaga por doquier el
modo de producción capitalista y, sin proponérselo, esparce los
gérmenes de la rebeldía de los pueblos colonizados. Cuanto más
desarrollo haya adquirido un país y más capital nacional posea,
con mayor acucia siente los impulsos de recuperar sus riquezas,
manejar sus recursos, obtener la soberanía y disfrutar realmente
de la autodeterminación. Las poblaciones sacadas del aislamiento
provinciano y puestas en contacto con la cultura mundial ya no
pueden ser tratadas, tan fácilmente, con las herramientas
medievales de sojuzgación; se requiere de otras más sutiles y,
sobre todo, más eficaces. Además, el grado de concentración y de
pujanza del monopolio llega a extremos tales en superpotencias
como los Estados Unidos, que ningún régimen burgués, por
democrático que sea, se halla exento de ver a sus funcionarios y
mandatarios sobornados por el imperialismo más pudiente, es decir,
de caer bajo la subordinación económica, mediante los contratos
leoninos, las leyes elásticas y el "serrucho"(4) tristemente
célebre en Colombia.
En 1939, el capitalismo se había extendido ya por el globo entero
y hasta las sociedades más rezagadas empezaban a saber del obrero
de fábrica y de la burguesía criolla, clases permeables a las
ideas liberadoras y cuyas inquietudes bullían con la guerra, con
el cómico cuadro de la pusilanimidad de los rectores de Europa y
con las intrigas de unos aliados contra otros. Cuando De Gaulle,
en medio del vendaval, caló la determinación de Siria y el Líbano
de no admitir más por las buenas a la burocracia extranjera y de
funcionar con administradores nativos, expresó la esperanza de que
aquellas colonias, después de que "alcanzaran la independencia",
todavía "tendrían mucho que ganar y nada que perder con la
presencia de Francia".(5) El General, como colonialista consumado
y ante lo inevitable, sintetiza en sus palabras el quid del
neocolonialismo: conservar en la nación saqueada y oprimida la
presencia del imperialismo saqueador y opresor, a pesar de la
independencia política de aquélla. Por supuesto que ni la Cruz de
Lorena ni De Gaulle serían los principales usufructuarios de la
nueva teoría.
Un ave de rapiña más vigorosa y joven, made in USA, se cernía
sobre los países esclavos y traía consigo el bálsamo redentor de
las reformas republicanas y el mensaje de la libertad formal, con
base en los cuales serían restañadas las heridas y erigida otra
comunidad de naciones, su propia comunidad. Mientras el lenguaje
simula innovación, el dólar americano sigue reafirmando su
preponderancia hasta configurar la divisa internacional en que
obligatoriamente se tasan los negocios. En la Carta del Atlántico,
programa de guerra suscrito por Roosevelt y Churchill, en agosto
de 1941, se lee que los signatarios "respetan el derecho de todos
los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual quieren
vivir, y aspiran a que aquellos que están privados por la fuerza
de esta libertad, recuperen el derecho a la soberanía y a la
autodeterminación". De tal manera, presentándose como los
portaestandarte de la democracia, los Estados Unidos tejieron su
singular sistema colonial que les permitiría, por los cinco
continentes, invertir ingentes sumas de capital, apoderarse de los
yacimientos y recursos naturales estratégicos, vender sus
mercaderías y aplastar la competencia. Muchas prebendas reporta el
nuevo mecanismo a los estranguladores de pueblos, además de la
demagogia que hacen. Sus inversiones y empresas están comúnmente
al cuidado de los ejércitos fantoches, ahorrándose los gastos de
guarnición dentro de muchos de los países sometidos. Las
administraciones locales, elegidas ojalá por sufragio, son el
blanco visible de las iras populares; y cuando el desprestigio las
mina y la prudencia aconseja reemplazarlas por otras camarillas,
el sistema no sufre demasiado, porque anda igual con liberales o
conservadores, oficialistas u oposicionistas, socialdemócratas o
revisionistas. Obsérvese que la estabilidad de los gobiernos de
las neocolonias marcha en proporción inversa a la inflación, al
alto costo de la vida, a la miseria de las gentes, males causados
por la insaciable voracidad de los magnates de la metrópoli.
Lo arriba descrito no significa, sin embargo, que la Casa Blanca
haya renunciado a conducirse como solían hacerlo los antiguos
déspotas. Ella también ha movilizado sus tropas y flotas por todas
las latitudes, ha invadido, ocupado y establecido bases militares
en territorios ajenos; ha asesinado, arrasado e incendiado. La
democracia proimperialista, como lo recuerda el MOIR a cada paso,
no excluye el estado de sitio, el Estatuto de Seguridad, la
tortura, o el golpe cuartelario. Lo importante de entender es que
la implantación generalizada del neocolonialismo sobre las
naciones pobres y débiles cimienta la tan olvidada tesis del
leninismo de que ninguna democracia, ninguna especie republicana
de gobierno, ningún "derecho humano", impide la explotación
económica de los países por parte del imperialismo. Sólo la
revolución liberadora dirigida por el proletariado, en último
término el socialismo, interpondrá la muralla impenetrable para
los ardides de financistas y banqueros e inexpugnable para la
violencia reaccionaria. El ignorar estos principios desfiguró a un
sinnúmero de partidos comunistas, en cuya degeneración llegaron,
después de la guerra, a entonar alabanzas a Roosevelt, porque el
munífico prócer se tomaba la molestia de engatusar a los pueblos
con las pláticas contrarrevolucionarias sobre la largueza y las
bondades de sus patrocinadores, el hampa de Wall Street.
Hasta aquí hemos redondeado un análisis de la fase histórica que
sirvió de telón de fondo a la Gran Guerra Patria de la URSS, sus
causas y situaciones posteriores. Desafortunadamente pasamos por
alto multitud de hechos, abultados y menudos, que hubieran venido
en nuestra ayuda para ilustrar los lineamientos centrales
expuestos. En otra oportunidad será. Respecto a este tema sí que
cabe afirmar que sobra literatura. Sobre él circulan montañas y
montañas de libros, de folletos, de artículos. Pero su abrumadora
mayoría, particularmente en un medio como el colombiano, pinta
color de rosa las canalladas de los imperialistas y no faltan los
libelos justificativos de las atrocidades del nazismo. Que la
presente recopilación de los discursos de Stalin alerte a los
obreros avanzados y cultos acerca de la necesidad de no abandonar
al enemigo de clase ni una sola de las esferas de la actividad
ideológica y política, mucho menos la que concierne a las más
aleccionadoras experiencias de la lucha internacional proletaria.
Los empeños seculares tras suprimir la explotación del hombre por
el hombre hállanse lejos de coronarse. Aún no hay un campeón
definitivo y el movimiento comunista encara pruebas tan delicadas
o peores que las del pasado. En menos de veinte años las
relaciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial han sido
desplazadas por otras muy distintas. Dos cambios radicales hemos
contemplado en este tiempo: los dirigentes de la Unión Soviética
abjuran de la causa de los trabajadores, abrazando el revisionismo
y transformando su Estado en un régimen socialfascista; y el
imperialismo norteamericano inicia su declinación, mientras Rusia
procura afanosamente sucederle como gendarme del planeta. La
gravedad del asunto y sus repercusiones dentro de las filas del
proletariado militante son a todas luces catastróficas. Consiste
en un mayúsculo timonazo hacia atrás. No obstante, a la clase
obrera no le queda más remedio que sobreponerse al desconcierto y
arrostrar el problema con entereza, sin cobardías, decidida a
derrotar la derrota, como en tantas otras ocasiones lo ha hecho.
No se pasará la vida llorando sobre la leche derramada. Su
instinto revolucionario que la impele a vencer, no le permite
resignarse a la opresión y al engaño. Mas, ¿por dónde empezar?
Antes que nada volver al marxismo-leninismo, rescatarlo de las
manos de los revisionistas y charlatanes burgueses, pues el
fracaso no es de aquél, sino de quienes lo han traicionado y
continúan usándolo de mampara.
¿Atravesamos ciertamente un período de gran retroceso? ¿Son
insólitas tales contramarchas en el acompasar social? Lenin
subraya: "Imaginar el curso de la historia como parejo y siempre
hacia adelante, sin ocasionales saltos gigantescos hacia atrás,
sería no dialéctico, no científico y teóricamente falso". (6)
¿Puede el socialismo trastocarse en capitalismo? Proliferan al
respecto las referencias de los inmortales preceptores del
proletariado. En más de un pasaje previenen sobre los riesgos de
semejante involución. En primer lugar, la sociedad socialista
solamente representa un interregno entre el capitalismo y el
comunismo, para cuya duración nadie se atrevería a fijar una
fecha, pero de seguro abarcará varias centurias. En esta época de
transición todavía no se difuminan las clases ni la lucha de
clases. Aun cuando han emergido países en donde fue eliminada la
propiedad privada de los medios de producción, en el resto de la
Tierra subsisten el capital y el imperialismo, o sea la
explotación del trabajo y la depredación de unas naciones por
otras. En segundo lugar, el socialismo no prescinde del Estado,
porque el proletariado gobernante precisa de éste para mantener
aplastada a la burguesía interna, debelar sus tentativas de
restauración y defenderse de las agresiones de los capitalistas
externos. Las clases tampoco desaparecen dentro de las repúblicas
emancipadas con la simple expropiación de los explotadores y la
instauración de la dictadura de la masa laboriosa. Ahora bien, a
fin de evitar el remozamiento de los estratos burgueses, resulta
indispensable una brega, más recia y prolongada que la de la toma
del Poder, para suprimir todos y cada uno de los privilegios
sociales originados en las desigualdades naturales de los
individuos, y en las diferencias entre el campo y la ciudad y
entre los trabajadores manuales e intelectuales. Si aquellos
esfuerzos se descuidan, si se consienten tales diferencias y
desigualdades, si no se reprimen las conspiraciones restauradoras
de la reacción y si, por añadidura, los dignatarios del gobierno
se burocratizan, dejan de responder a los intereses de los obreros
y se tornan en zánganos con aguijón, es decir, con jurisdicción y
mando, nada raro será que el socialismo se retracte y regrese al
estadio social contrario. Así como a nivel individual o partidario
se presenta a menudo la traición y la combatimos, no existe teoría
válida para negarla a nivel del Estado. La distinción radica en
que el oportunismo, dueño del engranaje estatal, cuenta con
muchísimos más medios para distorsionar la verdad y amordazar el
descontento. Y estos instrumentos serán infinitamente superiores
si se trata de la máquina soviética, reforzada además con los
respectivos poderes de los países pertenecientes al extinto campo
socialista, ahora bajo su omnímodo control. A tales dimensiones no
basta con la pura crítica para destruir a los recalcitrantes; se
requiere desafiarlos con otra fuerza equiparable, la única al
alcance de los rebeldes perseguidos: la revolución. Mao Tsetung,
sistematizando las lecciones extraídas de la etapa de la
construcción socialista, propone la imbatible fórmula de las
revoluciones culturales proletarias para precaver los timonazos
hacia atrás y asegurar el progreso ininterrumpido del socialismo
bajo las condiciones de la dictadura obrera.
Tampoco debería sorprender, después de tanto insuceso, que las
gentes vaguen confusas al vaivén de las más peculiares opiniones.
Unas se consumen en la frustración al ver a los autodenominados
fortines socialistas comportarse cual los viejos imperios,
trasladando tropas de ocupación a naciones pequeñas y
menesterosas; otras aceptan resignadas que aquéllos se sacudan las
crisis económicas en forma bastante parecida a las de las
sociedades regentadas por el capital. Semejantes opiniones optan
por el total escepticismo, en la creencia de que los comunistas
fracasaron también y que la especie se encuentra fatalmente
sentenciada a tolerar los goces del rico Epulón, a costa de los
pesares del pobre Lázaro. Contra tales tendencias habremos de
esclarecer cómo la conducta de los socialimperialistas y sus
agentes nada guarda en común con la revolución proletaria y las
prédicas del marxismo. Algunos conceptúan que las repúblicas
socialistas están autorizadas a imitar las prácticas filibusteras
de los monopolios capitalistas, con tal de que apresuren el
proceso revolucionario, y aunque los soviéticos, de contera, se
engullan su parte del león por los servicios prestados. Estos
conceptos llevan el sello típico de la propaganda mamerta,
orientada a exculpar las tropelías de los nuevos zares, con el
alegato de que los soviéticos desalojan a los gringos de sus zonas
de influencia y los pueblos, así liberados, no pueden menos que
pasar al regazo materno del oso siberiano. Toda nación que, a
título de cualquier obra pía, invada y mantenga dentro de las
fronteras de otros pueblos ejércitos de ocupación, o representa un
país colonizado que recibe órdenes de amos extranjeros, o consiste
en una potencia imperialista que actúa en su propio beneficio.
El imperialismo ha sido, es y será la opresión de unas naciones
por otras. Los agresores siempre se escudan en alguna consigna
atractiva para llevar a cabo sus desmanes. En la Segunda Guerra
Mundial los miembros del Eje le ofrecían la "libertad" a la India
para devorársela. Los Estados Unidos posaban y posan de
cauteladores de la "democracia" con el objeto de ambientar sus
ambiciones colonialistas. Los soviéticos prometen el "socialismo"
para instaurar su hegemonía mundial. Pero ni la "libertad" de
Hitler, ni la "democracia" de Carter, ni el "socialismo" de
Brezhnev, han de ser tomados en serio. El marxismo-leninismo
rechaza de la manera más contundente e inequívoca todo tipo de
sojuzgamiento entre los países, no sólo como una desfiguración de
la democracia en general, sino como una gran traba que debe
barrerse para hacer efectiva la unidad de los obreros de todas las
nacionalidades y despejar el porvenir a la causa socialista.
Desde 1867, los fundadores del socialismo científico, al
reflexionar sobre las consecuencias del avasallamiento de Irlanda
por parte de Inglaterra, desterraron el errático criterio de que
los irlandeses habrían de aguardar el triunfo de la revolución
proletaria inglesa para favorecerse. El asunto era completamente a
la inversa. "La historia irlandesa muestra qué desgracia es para
una nación haber sojuzgado a otra. Todas las infamias de los
ingleses tienen su origen en el ámbito de Irlanda", le escribía
Engels a Marx; y éste reafirmaba: "La clase obrera inglesa no
podrá hacer nada, mientras no se desembarace de Irlanda... La
reacción inglesa, en Inglaterra, tiene sus raíces en el
sometimiento de Irlanda" (7). Al disipar el equívoco, el marxismo
desentrañó cómo los verdugos de las naciones opresoras se nutren
de la expoliación de los países sometidos; y pertrechó al
proletariado con la orientación meridiana de propugnar y
garantizar la independencia y soberanía de las naciones en
provecho de su propia emancipación de clase. En ello se fundamenta
Lenin para definir la era imperialista como la época del
oportunismo. Con las migajas que les sobran del escamoteo de las
riquezas de sus colonias, los señores de la metrópoli engordan a
una élite aristocrática de trabajadores, comisionada de las
labores de zapa y de felonía entre la masa esclavizada. Derribar
la opresión nacional significa privar de su principal soporte al
imperialismo y a sus mandaderos. Por eso el acercamiento entre los
países y su recíproca solidaridad han de basarse en la pauta
revolucionaria del mutuo respeto a sus libertades y derechos.
Los revisionistas contemporáneos, siguiendo las huellas de sus
predecesores, los chovinistas de la II Internacional, se mofan del
principio de la autodeterminación de las naciones, cuya esencia
reside en la facultad de cada pueblo para darse efectiva y no
verbalmente, la forma de gobierno que a bien tenga, sin presiones
externas, ni "asesores", ni "protectores" de ninguna índole. Norma
democrática que, en lugar de añejarse con los triunfos y reveses
socialistas, adquiere día a día mayor actualidad. El papel
deplorable del gobierno cubano, al suministrar a los soviéticos
tropas mercenarias para "ayudar" a la revolución angoleña,
contrasta con una infalible admonición del marxismo pero a la vez
le imprime vigencia: "Una cosa es segura: el proletariado
victorioso no puede imponer la felicidad a ningún pueblo
extranjero sin comprometer su propia victoria" (8). Desde 1975
para acá, de cincuenta a sesenta mil soldados cubanos operan en
África, pisoteando los predios de Angola, Etiopía y otros países
presididos por áulicos del socialimperialismo. Ni pensar que la
Isla del Caribe, plagada de privaciones económicas, disponga de
1os recursos financieros suficientes para sufragar los gastos de
tan costosa empresa guerrerista. En el atolladero, el régimen de
Fidel Castro ha de depender aún más de la Unión Soviética,
duplicar las cargas a su pueblo y echar mano de los bienes de las
poblaciones africanas entregadas a su custodia.
Las aventuras expansionistas de Viet Nam, otro de los planetoides
de Moscú, que ha invadido y actualmente ocupa a Kampuchea y Lao
con cientos de miles de hombres, tras el despropósito de instalar
administraciones dóciles a sus dictados, igualmente riñen con el
espíritu y la letra del socialismo: "El proletariado que se
emancipa no puede mantener guerras coloniales" (9). Los
trabajadores de ninguna lengua o región del orbe querrían leer más
el Manifiesto Comunista, entonar las estrofas de La Internacional,
o izar los rojos pendones de la revolución socialista, si se les
obliga a importar la independencia e inclinarse ante la
intromisión y las armas extranjeras. En efecto, la causa obrera no
tendría futuro alguno, si no condenáramos enérgicamente la
traición y la crueldad de los revisionistas vietnamitas, ni
calificáramos su conducta como lo que es, el desespero bárbaro y
sangriento por hacer de Indochina una avanzada de la reacción
moscovita.
Y los genocidios en Afganistán, perpetrados ya no por las fuerzas
expedicionarias de los satélites de Rusia, sino directamente por
su ejército regular, son la reencarnación viva, a los 73 años, de
la "política colonial socialista", sepultada en el Congreso de la
II Internacional, en Stuttgart, y fustigada implacablemente por
Lenin, como "un franco retroceso hacia la política burguesa y la
concepción del mundo burgués, que justifica las guerras y las
atrocidades coloniales" (10). Los usurpadores del Kremlin se
esconden tras el glorioso pasado de los bolcheviques para llevar a
cabo sus fechorías. La coartada de que el lacayo de Karmal, subido
en andas al trono sobre las bayonetas soviéticas, solicita a los
victimarios salvar a su patria, causa no poco estupor, por lo
cínica y descabellada. Más temprano que tarde las naciones y los
gobiernos amantes de la paz identificarán en los cabecillas de la
superpotencia de Oriente a sus agresores, y en los desafueros de
ésta, los anticipos de la próxima guerra mundial. La República
Popular China, amenazada de muerte por sus altaneros y rabiosos
vecinos del Norte, ha contribuido decisiva y masivamente, gracias
a las instrucciones dadas en vida por el camarada Mao Tsetung, al
desenmascaramiento de la verdadera catadura y de las recónditas y
torvas intenciones del socialimperialismo. Desde las populosas
urbes capitalistas hasta los más apartados rincones del planeta,
donde existan obreros no inficionados por la ponzoña del
revisionismo, los incipientes núcleos revolucionarios se
reorganizan para efectuar las tareas de propaganda y
esclarecimiento entre el grueso de la multitud, preludio de la
acción. Su tenacidad será recompensada. Entre más se obstina el
lobo en disfrazarse de oveja más delata su perfidia. Cada aldea
afgana arrasada convencerá a millones de personas de que las
autoridades rusas renegaron de Lenin y cambiaron de consignas, de
ideales, de moral. Las hordas invasoras, aunque sigan portando la
hoz y el martillo, símbolo de la alianza obrero-campesina y de la
fraternidad entre los pueblos; realizan una guerra injusta y en
nada se parecen a los abnegados y bravos combatientes que murieron
por Stalingrado.
El mundo es demasiado grande para tomarlo preso. No hay hierro con
qué construir una cárcel de tales magnitudes, ni policías
suficientes con qué hacer efectiva la orden de captura. Todos los
dementes que en la historia se lo han propuesto terminaron en la
fosa y cubiertos de oprobio. La Unión Soviética se viene
sistemáticamente alistando, como un III Reich, para tamaño
disparate. Su trabajo nacional se halla en una alta medida
militarizado. Relegó ya a los Estados Unidos en potencia de fuego
convencional y nuclear. Con las divisiones del Pacto de Varsovia,
en ventaja sobre las de la OTAN, amaga golpear a Europa, uno de
sus objetivos estratégicos capitales. En el Este tiende un
gigantesco cerco a China y acecha a Japón. Extiende sus cabezas de
playa en el Medio Oriente, Asia, África y América Latina. Sus
flotas surcan los mares braveando e intimidando. Con la enorme
acumulación del material bélico y el descuido de renglones claves
de la producción, la URSS entra en el círculo vicioso de que a
mayores necesidades económicas, mayores deseos colonialistas, los
cuales, a su vez, sólo puede satisfacer intensificando los
preparativos de guerra y ocasionando más detrimento a aquellos
renglones, y así sucesivamente. En el abismo de ese despeñadero la
espera, con las fauces abiertas, la tercera conflagración mundial.
A pesar de su retroceso y de los titubeos del presidente Carter,
el Chamberlain estadinense, la superpotencia de Occidente se
siente constreñida a reaccionar en preservación de sus posesiones
neocoloniales. Europa y Japón, no obstante las debilidades
manifestadas por su aliado norteamericano y las contradicciones
financieras y comerciales con éste, aprobarán la máxima
cooperación con él, ante los chantajes de Moscú, el enemigo
principal. Las naciones atrasadas del Tercer Mundo que luchan por
su cabal autodeterminación, así como los pueblos guindados a la
escarpia soviética, junto a China y al resto de las repúblicas
proletarias, forjarán, con todos los países capitalistas no
agresores, un invencible frente único contra el socialfascismo.
Con la victoria de este frente, se crearán las condiciones
requeridas para la eliminación de cualquier tipo de expoliación
colonialista y para la consolidación del socialismo. De la misma
manera como el progreso de la humanidad ha pasado siempre por
encima de las peores truculencias de las fuerzas reaccionarias, el
ultimátum de la guerra nuclear tampoco impedirá que la revolución
contemporánea cumpla su cometido de barrer de la faz de la Tierra
la esclavitud entre las personas y entre las naciones.
Después de rastrear el curso de las contradicciones que perfilaron
el panorama internacional vigente, cuán romas e ilusas se nos
presentan las invitaciones de los reformistas colombianos, marca
Firmes, por ejemplo, a que nos enclaustremos en un nacionalismo
pequeñoburgués a ultranza. Colombia de ningún modo se sustraerá a
las tormentas mundiales, y en procura de su emancipación plena
habrá de tomar su puesto al lado de las corrientes democráticas y
revolucionarías, promotoras del frente único contra el
socialimperialismo. Y el proletariado colombiano, al igual que sus
camaradas de los demás países, debe principiar por redimir, de las
"academias de ciencias" oficiales, las más aleccionadoras
experiencias de los desbrozadores del comunismo; en particular las
que se refieren a los 28 años de dirección de Stalin del primer
Estado socialista que llegó a despegar, aquella edad madura y
brillante de la revolución bolchevique.
NOTAS
(1) J. Stalin, “Informe ante el XVIII Congreso del Partido sobre
la labor del Comité Central del P.C. (b) de la URSS”, 10 de marzo
de 1939, en Cuestiones del leninismo, Pekín, Ediciones en Lenguas
Extranjeras, pág. 900.
(2) J. Stalin, Correspondencia secreta de Stalin con Churchill,
Attlee, Roosevelt y Truman 1941-1945, México, D. F., Editorial
Grijalbo, S. A., 1958, pág. 373.
(3) Adolfo Hitler, discurso; Habla el Führer, Helmut Heiber, H.
Von Kotze, H. Krausnick, Barcelona, Plaza y Janés S. A. Editores,
1973, pág. 548.
(4) Serrucho: "Ganancia obtenida ilícitamente en un negocio o
asunto y que se reparte entre cada uno de los participantes, sobre
todo tratándose de funcionarios públicos". (Nuevo Diccionario de
Americanismos, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993, Tomo 1, pág.
371).
(5) General De Gaulle, Memorias de Guerra, Tomo II, Barcelona,
Luis de Caralt Editor, pág. 27.
(6) V. I. Lenin, "El folleto de Junius", en Obras Completas, Tomo
XXIII, Buenos Aires, Editorial Cartago, 1970, pág. 431.
(7) Tanto los apartes de Engels como los de Marx son transcritos
por Lenin en su artículo "El derecho de las naciones a la
autodeterminación". Op. cit., Tomo XXI, págs. 359 y 360.
(8) F. Engels, "Carta a Carlos Kautsky", Obras Escogidas de C.
Marx y F. Engels, Tomo III, Moscú, Editorial Progreso, 1976, pág.
508.
(9) F. Engels. Idem, pág. 508.
(10) V. 1. Lenin, El Congreso Socialista Internacional de
Stungart, Idem, Tomo XIII, pág. 86.
LOS
MISTERIOS DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL
Febrero de 1981
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 37, febrero de 1981.
Entre las razones aducidas por Bula y Pardo para
renegar del MOIR, a mediados de 1978, resalta la de que éste
mantiene, al lado de China, su respaldo a las fuerzas
antirrevisionistas y antihegemónicas del movimiento proletario
mundial. En su carta de renuncia piden, textualmente, "el no
alineamiento real y auténtico ante los países que se reclaman
socialistas y no sólo como un postulado para un frente, sino
también para un partido, sin entender esta política como una
concesión" (1). Aunque en el fondo su deserción rubrica el paso
hacia el nacionalismo burgués, no vaya a imaginarse el lector que
nuestros dos iscariotes dejan de posar de internacionalistas.
Obligados a encubrir su felonía se precian de serlo, a tono con el
oportunismo de la época. Pero a su manera, reivindicando, como se
ve, una chistosa neutralidad "ante los países que se reclaman
socialistas", o sea, ante aquellos que invaden y masacran a otros
pueblos bajo la cobertura de la revolución, como la Unión
Soviética, y aquellos que, conforme a los principios comunistas,
perseveran en la autodeterminación de las naciones y condenan
cualquier tipo de colonialismo. Además, han "aprendido mucho" de
"la revolución China, de su partido, de sus dirigentes y
especialmente del fallecido Presidente Mao" (2); sin embargo, por
los insondables vacíos de su aprendizaje, ignoran que el
marxismo-leninismo señala, con claridad meridiana, que los deberes
internacionalistas presuponen el escrupuloso respeto de los
derechos de los pueblos a darse la forma de gobierno que a bien
tengan. No habrá unión posible entre los obreros del orbe sin este
requisito. Quienes fomenten la agresión de una nación contra otra,
la intromisión en sus asuntos internos, serán unos chovinistas
vulgares, así pregonen a los cuatro vientos su amor al socialismo.
Cuba pisotea el suelo de Angola con un ejército de ocupación; Viet
Nam adelanta una guerra de exterminio contra Kampuchea y Lao
dentro de las fronteras de estos países, y Rusia, inspiradora y
patrocinadora de semejante piratería, aplasta con sus tanques a
Afganistán. Dichos ejemplos representan apenas tres de las más
abominables muestras del prospecto colonial del neofascismo
soviético. Respecto de tales vandálicos procederes sólo cabe una
posición consecuente, diáfana: desenmascarar y condenar con la
máxima energía a los sórdidos Estados que se atreven
hipócritamente a confundir la causa obrera con la rapiña de las
bestias. En esas circunstancias promover la neutralidad del
Partido para la política exterior significa simplemente darles luz
verde a las atrocidades de los socialbandidos. U "ofrecer el apoyo
a las determinaciones que juzguemos correctas para el avance de la
revolución mundial" (3) determinaciones adoptadas por los países
que se "reclaman socialistas", sin distinción alguna, es
transferir al campo internacional la tristemente famosa consigna
aupada por Vieira, de "apoyar lo bueno y combatir lo malo" del
nefasto cuatrienio del mandato de hambre.
Hace unos años, para vastos sectores resultaban incomprensibles
las críticas a la enfermiza inclinación del gobierno cubano a
ponerse a las órdenes de las autoridades moscovitas. Las gentes
seguían profesando admiración a los valientes hijos de Martí, a
los que únicamente podían imaginárselos, en innumerables episodios
heroicos, derrocando Batistas y expulsando saqueadores gringos,
pero jamás en el vergonzoso papel de un David sumiso y al servicio
del nuevo Goliat. En el séptimo decenio, y aun en las postrimerías
del sexto, sobran evidencias acerca de las alteraciones regresivas
de la primera revolución socialista del Hemisferio; y en especial
en los últimos cinco años y medio, a partir del momento en que las
armas de la Isla emprenden en África la aventura colonizadora en
nombre y bajo los auspicios de la superpotencia del Este.
En vano los revisionistas y sus corifeos se empeñan en convencer
de que el operativo expedicionario sobre Angola, como lo afirma
García Márquez con candor de colegiala, "fue un acto independiente
y soberano de Cuba, y fue después y no antes de decidirlo que se
hizo la notificación correspondiente a la Unión Soviética" (4).
Basta una sola consideración. La economía de esta pequeña
república no cuenta -¡ni soñarlo!- con los ingentes recursos que
implica una movilización militar de aquella envergadura. En el
informe de Fidel Castro al II Congreso de su partido, leído el
pasado 17 de diciembre, contrastan los graves traumas de la
producción y el comercio con el hecho de que más de 100.000
soldados han ido a guerrear en el continente negro. ¿Cómo decidir
soberanamente el sostenimiento en el extranjero de tal magnitud de
tropas, pagado en dólares, cuando se reconoce una reducción
vertical de las divisas, por los bajos precios del azúcar durante
el quinquenio y por el encarecimiento de los créditos y de las
mercancías importadas; cuando coinciden, junto a la crisis
financiera, calamidades naturales, como la roya, que mermó en una
tercera parte las plantaciones de la caña en 1980, el moho azul,
que estropeó al mismo tiempo cerca de un 90 por ciento de la
cosecha de tabaco, y la fiebre porcina africana que cayó sobre
algunas zonas del país, y cuando los logros que se reivindican en
otros renglones no contrarrestan el desbarajuste general
creciente, ni proporcionan los saldos favorables para el sustento
de un ejército tan grande, a miles de kilómetros de su base? Son
indudablemente los soviéticos quienes equipan, adiestran y
subvencionan las huestes invasoras provenientes del Caribe. No se
trata de un fenómeno insólito. Costumbre antiquísima de los
imperios ha sido la de alistar entre los nativos de las regiones
sometidas fuerzas de combate para sus empresas bélicas. Ni por la
índole, ni por los propósitos, ni por la paga, los actuales
cuerpos mercenarios cubanos, esparcidos por el globo, se pueden
comparar con los 82 patriotas del Granma que el 2 de diciembre de
1956 desembarcaron en la provincia de Oriente, se internaron luego
diezmados en la Sierra Maestra e iniciaron una guerra de
guerrillas de 25 meses, hasta la toma de la capital. Los unos, los
de hoy, reencarnan a la típica legión fantoche que contiende
ciegamente bajo una bandera extraña y en pos de tierras y esclavos
para saciar los apetitos del alto mando. Los otros, los de ayer,
constituyen el núcleo revolucionario que, con el alma y la vida,
marcha tras la liberación no simulada de su pueblo; y la planta
germina porque la semilla era autóctona y el surco estaba abierto.
No importarle la diferencia y, por el contrario, dejar entrever la
posibilidad de que las atrocidades de quienes renunciaron al
marxismo-leninismo, al internacionalismo y a la coexistencia
pacífica entre regímenes distintos coadyuven al "avance de la
revolución mundial", son estratagemas propias de la
contracorriente oportunista en boga.
Nuestra ventaja estriba en los notables cambios de la situación.
Los variados y rápidos eventos, tanto de dentro como de fuera de
Colombia, cada día conceden mayor validez a los puntos de vista
teóricos y políticos promulgados por el MOIR. La fundación de
nuestro Partido, con su estampa de organización independiente y
revolucionaria del movimiento obrero, empezada a moldear en la
lucha interna de 1965, oficializa de por sí las inconciliables
divergencias de principio con el revisionismo contemporáneo.
Acogimos en los puntos programáticos partidarios las visionarias
deducciones de Mao acerca del proceso degenerativo de la camarilla
gobernante de la Unión Soviética. Se sobreentiende que cuantos
solicitan la militancia, acto por demás voluntario, se hallan de
acuerdo con las directrices guías básicas, y entre ellas, desde
luego, con las que fundamentan la antagónica posición contra el
socialimperialismo soviético. Nadie conseguirá con sutilezas y
suspicacias trastocar el sentido de las cosas. En el pasado nos
solidarizamos con la revolución cubana; mas las desviaciones
"foquistas" alimentadas por sus jefes después del triunfo
produjeron tropiezos de monta a la lucha independentista de
Latinoamérica, y ya, desde entonces las olas de La Habana, en ese
período con sedimentos de extrema izquierda, chocaron con los
esfuerzos encaminados a aclimatar en estas latitudes una corriente
marxista-leninista de la clase obrera. Más adelante, en 1968, las
divisiones del Pacto de Varsovia se lanzaron sobre Checoslovaquia,
toque de alerta respecto de los síntomas manifiestos de las
mutaciones monstruosas del Kremlin que, aun cuando agrietaron el
llamado campo socialista, sus verdaderas incidencias sólo se irían
apreciando con el desarrollo de los acontecimientos. Aquélla fue
una hora de prueba. En un discurso plagado de imprecisiones,
vaguedades y dudas, el supremo Comandante de Cuba terció en pro
del zarpazo propinado por la metrópoli del recientemente erigido
sistema imperial. En su azoramiento admitió que en este caso la
conducta soviética "incuestionablemente entrañaba una violación de
principios legales y de normas internacionales los cuales, puesto
que han servido muchas veces de escudo a los pueblos contra las
injusticias, son altamente apreciados en el mundo". Y agregó:
"Porque lo que no cabría aquí es decir que en Checoslovaquia no se
violó la soberanía del Estado checoslovaco. Eso sería una ficción
y una mentira. Y que la violación incluso ha sido flagrante"(5).
Pero se puso al lado de los violadores, absolviéndolos con el
alegato, repetido y repetido en los últimos doce años por los
revisionistas del globo entero, de que la agresión y el
sometimiento militar de un país se justifican por la protección de
los fueros del socialismo. Con tamaña lógica, netamente
imperialista, siempre habrá pretexto para intervenir. En aquella
coyuntura se trataba de retener una nación en la órbita rusa; en
los tiempos actuales, de "ayudar" a establecer la revolución a los
pueblos de Angola, Etiopía, Kampuchea, Lao, Afganistán, etc. Que
los ejércitos comunistas traspasen las fronteras, y bajo cielos
ajenos depongan los gobiernos, declaren la guerra, aplasten la
insurgencia, degüellen a las gentes, impongan el orden, cada vez
que sea indispensable "evitar una catástrofe", según otra
expresión del Primer Ministro cubano en su comparecencia del 23 de
agosto de 1968. Que se satisfagan los objetivos políticos, aunque
la necesidad "viole derechos como el de la soberanía" que, "a
nuestro juicio -concluye Castro-, tiene que ceder ante el interés
más importante de los derechos del movimiento revolucionario
mundial y de la lucha de los pueblos contra el imperialismo" (6).
El marxismo enseña a los obreros a utilizar la democracia en la
brega por su emancipación, y la supedita a ésta como un medio.
Pero entre todos los preceptos democráticos se destaca uno del
cual el proletariado jamás debe prescindir, y mucho menos el
proletariado dominante de una república socialista, si desea
derrotar finalmente a sus enemigos de clase, preservar su unidad
internacionalista y salvaguardar la revolución mundial, y ese es
el de la autodeterminación de las naciones. El imperialismo
consiste en la opresión de un país sobre otros. La única forma de
vencerlo estriba en alcanzar la independencia de las regiones
periféricas sojuzgadas, con lo que se crean las condiciones para
el levantamiento insurreccional en la sede del imperio, y no al
revés, en esperar a que con este estallido se liberen las
colonias. A ningún pueblo podrá obligársele desde el exterior a
que asuma la libertad y abrace la causa socialista. Propender a
cualquier tipo de expoliación nacional será imitar las prácticas
del imperialismo y contribuir a generarlo. Sin embargo, queda
claro que en 1968, y virtualmente antes, los oportunistas
contemporáneos, al igual que sus antecesores de la II
Internacional, borraron de su apócrifo misal marxista el principio
de la soberanía de las naciones como una premisa irrecusable de la
revolución proletaria.
Nosotros estuvimos siempre en lo cierto cuando avisamos sobre la
metamorfosis de los mandatarios de Moscú, convertidos ahora en
unos zares redivivos, más prepotentes y despiadados que los
Romanov. Los dolores de cabeza provienen de la perplejidad con que
capas influyentes de los intelectuales y segmentos avanzados de
las masas han recibido la denuncia de los pasos de cangrejo de la
Rusia soviética hacia el capitalismo y la reacción. Muy difícil
aceptar de pronto que el radiante territorio libre de América se
transformó en una sombría caserna del socialimperialismo. ¡Si en
Cuba no hay analfabetas como en Colombia! ¡Si allí los
instrumentos de producción son de propiedad colectiva! ¡Si en 20
años de revolución se han remediado muchas de las injusticias
sociales heredadas! Demasiado terrible la acusación para
secundarla. "Estoy más dispuesto a creer lo que han visto mis ojos
que lo que han escuchado mis oídos" (7), nos replica el activista
aferrado a sus viejos conceptos. Está bien. En los últimos años
hemos presenciado sucesos extraordinarios, de una riqueza y
velocidad tales, que la propaganda se les rezaga y no alcanza a
englobarlos a plenitud. Los agudos problemas económicos de Cuba,
originados en la dependencia de la URSS; sus filas de cientos de
miles de personas buscando la ventana del exilio que, de ser todas
delincuentes, prostitutas y homosexuales, como lo afirma el
régimen, reflejan una descomposición mayúscula para una población
tan reducida, a cuatro lustros de la victoria; el comportamiento
guerrerista de sus líderes que hacen de cipayos preferidos del
Kremlin y se asocian sin sonrojo a las matanzas ordenadas por sus
amos en la arena internacional, desde Angola contra Zaire, desde
Etiopía contra los rebeldes eritreos y contra Somalia, desde Yemen
del Sur contra Yemen del Norte e infaliblemente desde donde haya
puntales soviéticos contra quienes no se plieguen a los caprichos
de los expansionistas, y la bancarrota de su política de fingir
una tonta imparcialidad en los conflictos mundiales, con el objeto
de embaucar al movimiento libertario de los países atrasados y
sometidos, siendo que nadie ignora los asfixiantes compromisos que
encadenan a la isla antillana.
Lo de Polonia no es menos instructivo. Otro astro sin luz propia y
poblado de dificultades que circunnavega en torno del emporio. La
deuda externa de esta neocolonia asciende a la fantástica cifra de
23.000 millones de dólares, superior en más de cinco veces a lo
que debe Colombia a las agencias prestamistas extranjeras. Los
protuberantes desarreglos y deficiencias en las diversas ramas
industriales la han llevado a acentuar el racionamiento de los
bienes de consumo y a padecer las hondas desavenencias entre las
masas populares y el aparato estatal. Ni los frescos relevos en la
conducción del Partido y el gobierno, ni el dejo autocrítico de
los comunicados oficiales, sofrenan el espíritu de abierta
indisciplina social que se adueñó de los altivos poloneses.
Huelgas a granel anuncian cotidianamente los despachos de prensa,
lo mismo en las ciudades que en el campo, por objetivos
económicos, como el acortamiento a cinco días de la jornada
laboral, o por peticiones democráticas enrutadas a obtener
garantías para la organización y la autonomía de los sindicatos. A
lo que más ambicionan los sufridos habitantes de esta república
amordazada es a romper cuantas amarras legales los aten a la
burocracia vendida. Quebrar la influencia de la rancia y corrupta
administración sobre los trabajadores sintetiza la tarea
preparatoria ineludible de todo gran salto revolucionario; mas
para ello se precisa asimismo de capacidad y de lealtad de la
dirección con los caros anhelos de los asalariados. Hay que
esperar para saber si todos estos elementos se conjugan en aquel
pedazo del globo. Por lo pronto en Moscú cunde la preocupación, no
sólo porque el clima revoltoso ha pasado de castaño a oscuro, sino
porque la tempestad amaga con extenderse y envolver a sus
satélites vecinos. La camarilla soviética ha persuadido a los
inconformes de que morigeren las reivindicaciones, atemperen los
ímpetus y embozalen el patriotismo, y los ha tratado de convencer
por el método predilecto de los explotadores que en la historia
han sido: la violencia. Enormes destacamentos de infantería,
blindados y cohetes se tendieron ya en los perímetros de Polonia,
prestos a invadir a la señal indicada. De nuevo los legatarios de
Kruschev se encuentran ante la alternativa de despedazar a
bayonetazos la integridad territorial y la soberanía de un Estado
puesto a su custodia. Las repercusiones de aquellas contingencias
no resultan complicadas de barruntar.
Para la Unión Soviética será imposible mantener por las buenas la
cohesión de su comunidad de naciones, vale decir, mediante el
libre entendimiento basado en la igualdad, el respeto mutuo y el
beneficio recíproco. Normas que, entre otras cosas, propugna el
MOIR y recoge el programa del Frente por la Unidad del Pueblo,
debido a que compendian las pautas mínimas capitales para un real
acercamiento entre los pueblos y unas relaciones civilizadas en el
concierto internacional, muy contrarias a las bárbaras
disposiciones tradicionales del imperialismo, que levanta su
mercado exterior y su ascendiente político sobre la coacción y el
garrote contra los países pobres y débiles. Rumania tampoco
constituye un caso excepcional dentro de los brotes de
insubordinación que inquietan al socialimperialismo; desde hace
rato viene exteriorizando en una u otra forma los temores que la
embargan por las tropelías de la URSS, tanto en el terreno de la
extorsión económica como en el de la amenaza militar, de que son
víctimas los autodenominados aliados de ésta. A raíz de la
descarada ocupación de Afganistán tales roces se han incrementado
inevitablemente. Hasta algunos partidos revisionistas de Europa,
tras el estupor causado por las últimas provocaciones de sus
preceptores rusos, se sienten impelidos a sugerir discrepancias
para evitar el peligro de enajenarse simpatías y aislarse
súbitamente. La raída argumentación de que la sociedad occidental
y cristiana pretende efectuar su pesca en las aguas revueltas de
la otra superpotencia, no niega el carácter regresivo de las
desastradas transfiguraciones de la Unión Soviética y sus
tributarios. A la vanguardia proletaria le corresponde barrer la
cháchara referente a que el socialismo está autorizado para
recurrir a las maniobras y los procedimientos de los tiburones del
gran monopolio imperialista.
Como los insucesos internacionales los refutan a cada instante, se
colige por qué los tránsfugas invitan a que nos ocupemos
preferentemente del campanario patrio, y a que enarbolemos "el no
alineamiento real y auténtico ante los países que se reclaman
socialistas", como postulado no del frente sino del partido, sin
calificarlo de concesión. Empero, vivimos un convulsionado
momento, pletórico de incidentes trascendentales y pasajeros,
pesados y livianos, serios y bufos, para que en ellos se posen las
miradas de quienes no quieren oír, y confirmen por sí mismos cómo
la dialéctica del desarrollo conlleva también los reveses y las
reversiones en la incesante puja del hombre tras el progreso y la
eliminación de la esclavitud. Desde esta perspectiva los factores
convergentes nos son más propicios que nunca. Las masas sólo
aprenden por la experiencia diaria que extraigan de la lucha de
clases, y nos sobra material didáctico para auxiliarlas a que
desentrañen la verdad, eleven su conciencia, desanden el terreno
perdido y recuperen la iniciativa en la dura lid. ¿Cómo desempeñar
el papel dirigente si nos ubicamos en el limbo, si nos resistimos
a tomar bando dizque para que no nos muñequeen y, si cuando el
obrero, el campesino, o el estudiante indaguen sobre la posición
partidaria acerca de los crímenes de la socialtraición, nosotros
nos limitamos a contestar que bendeciremos lo bueno y
anatematizaremos lo malo que ocurra más allá de los linderos
criollos? Históricamente la palabreja del no alineamiento surgió
en Colombia en calidad de rechazo a la exigencia formulada por el
mamertismo de que el frente de liberación nacional habría de
definirse a favor de Cuba y su gobierno. Precisamos sin lugar a
equívocos que nuestra propuesta implica una salida de transacción,
en pos de la unidad de las fuerzas antiimperialistas. Una
concesión que le hacemos al atraso, a los acendrados sentimientos
nacionalistas del pueblo colombiano, con lo cual demostramos
nuestra actitud no sectaria y el empeño democrático que ponemos en
la unión de los oprimidos contra los opresores. Pero también con
el objeto de conquistar un ambiente propicio para ir educando
paulatinamente a las inmensas mayorías en los deberes
internacionalistas de la revolución colombiana. Jamás fuimos
neutrales en la polémica del movimiento comunista contra el
revisionismo contemporáneo. Hemos condenado sin desmayos ni
timideces las apostasías y villanías de los usurpadores del poder
soviético. Sumos aprietos nos han costado la firmeza ideológica y
la independencia política. Sin embargo, los hechos, a la postre,
llegan en tropel a darnos la mano. En esto radica el cambio de la
situación.
Otro elemento digno de examinarse es el fracaso de la cacareada
"distensión", mediante la cual se pretendió inculcar que por fin
la especie se había encarrilado por el sendero de la convivencia
pacífica, y que los antagonismos entre las dos superpotencias se
zanjarían en los diálogos y acuerdos bilaterales, en la emulación
y cooperación dentro de las faenas por el bienestar colectivo y en
la asistencia económica prestada a los pueblos en mora de
liberarse, para arrancarlos de la miseria y el abandono. Los
armónicos contactos se consolidan al despuntar la década del 70 y
se refrendan con las visitas de Nixon a Moscú, en mayo de 1972, y
de Brezhnev a Washington, en junio de 1973. Aquella fue la
temporada de los tratados. Se firmaron para todos los gustos.
Sobre medicina y salud, protección del ambiente, viajes siderales,
ciencia y técnica, educación y arte, operaciones marítimas,
comercio y, por supuesto, restricción de armamentos. Poderosas
empresas norteamericanas estrenaron sus instalaciones en la Unión
Soviética, y viceversa, comisiones especializadas de la URSS se
trasladaron a EE.UU. La luna de miel prometía tanto que los
contrayentes, ante los rumores y el nerviosismo del resto de la
audiencia mundial, aclaraban que su concordia proseguiría "sin
perjudicar en manera alguna los intereses de terceros países"(8).
La inaugurada era de la détente, como también se le bautizó, no se
circunscribía pues a prevenir únicamente la hecatombe nuclear,
sino que sus metas iban hasta la redención de las calamidades que
acongojan a la doliente humanidad, y en particular a disminuir las
distancias abismales que separan a las naciones pobres y ricas. El
desprendimiento enterneció los corazones. Emisarios de ambos
bandos hablaron de entregar parte de los gastos militares que
ahorraran para la prosperidad de las populosas regiones sujetas al
coloniaje. Se propagaron innúmeras ilusiones y por doquier retoñó
el reformismo. Las seniles agrupaciones socialdemócratas se
encargarían de suministrar su partitura doctrinaria para el
sainete que al más amplio nivel principiaba a representarse. El
alemán Willy Brandt es una de las criaturas destacadas de la
novísima orientación en el escenario europeo, así como lo han sido
los Molina, los Santos Calderón, o los iscariotes, en nuestras
dimensiones provincianas. No obstante, quienes realizaban el
verdadero negocio eran los revisionistas acaudillados por el
Kremlin. Las alucinaciones y el sopor producidos por el
aplacamiento inoculado a sus contradictores, les proporcionaba la
atmósfera adecuada para emprender la histriónica misión de
apoderarse de la Tierra. Lenta pero seguramente. No importa el
modo, ni los programas, ni los amigos. En Chile, ¡arriba con
Allende y su retórica electoral! En Argentina, discreto respaldo a
mi general Videla, y a ratos no tan discreto. En Nicaragua y El
Salvador, con la solidaridad militante y la lucha de guerrillas.
En África, con la presencia de ejércitos regulares invasores. En
Afganistán, por medio del tiranicidio, los golpes de Estado y los
pactos de protección bélica. En el Sudeste Asiático, para
reprender a Pol Pot, enmendarles la plana a los laosianos y erigir
su "federación indochina". En Colombia, bueno, en Colombia,
combinando todas las formas de lucha, desde el cretinismo
parlamentario hasta el "foquismo".
Cuando los chinos vaticinaron el chasco del apaciguamiento y
destaparon que tras el dulzor de los convenios se escondían las
amargas intenciones de los contratantes de repartirse las zonas de
influencia, y que los rusos a la larga repletarían sus
faltriqueras merced a las pérdidas de los demás, los oportunistas
regaron entonces el sofisma de que Pekín invocaba el espectro de
la conflagración y la destrucción cósmicas. ¿Y qué pasó? Pues que
la "distensión" terminó siendo la estafa del siglo. A pesar de la
firma del Salt I (Tratado de Limitación de Armas Estratégicas) y
de las discusiones conciliadoras del Salt II, la carrera
armamentista de la Unión Soviética adquirió ribetes inverosímiles
y aventajó con mucho a su inmediato rival. Se calcula que en 1971
las dos superpotencias se hallaban ya equiparadas en cuanto al
monto de sus presupuestos de guerra, pero sólo entre 1973 y 1978
las inversiones de la URSS en esta esfera superaron a las de su
antagonista en cerca de 150.000 millones de dólares. Los análisis
actualizados de los expertos de diversas nacionalidades no admiten
dudas. Norteamérica suprimió el servicio militar obligatorio y a
su ejército, de pésima calidad, lo dobla el soviético, integrado
por cuatro millones y medio de hombres. Referente al poderío de
fuego convencional, el primero no le gana al segundo ni en el
aire, ni en el mar, ni en la tierra. Y el equilibrio nuclear, uno
de los objetivos insistentemente enunciados en las rondas de
negociaciones, está más que roto en provecho del
socialimperialismo. La conclusión es aplastante: los
expansionistas moscovitas se valieron de la détente para articular
y perfeccionar la maquinaria bélica más mortífera de todos los
tiempos y la han echado a rodar en franco desafío. Pero esto a su
vez ha sido posible por el eclipse pronunciado de Norteamérica.
A los imperios, lo mismo que al resto de los seres, los rige un
ciclo de ascenso y de descenso; registran sus auroras y sus
ocasos, nacen y mueren. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial
condujo a los Estados Unidos al pináculo de su esplendor. Sin
embargo, a la vuelta de unos cuantos años, se estrelló contra tres
obstáculos insuperables. El uno, el parasitismo de su propia clase
dominante, cuyas alucinantes fortunas, amasadas sin mayores
diligencias, mediante la expoliación de sus dilatadísimas
posesiones coloniales, y disfrutadas indolentemente, acabaron por
mellarle la inteligencia, el empuje, hasta el extremo de engañarse
con la idea de que nadie sería capaz de atentar contra su
supremacía. Nixon narra en su último libro, por ejemplo, que en
1965, el entonces Secretario de Defensa, Robert S. MacNamara,
sustentó así las reducciones unilaterales de los proyectos
armamentistas de la Casa Blanca: "Los soviéticos han decidido que
tienen perdida la carrera cuantitativa... No hay ningún indicio de
que se estén esforzando por crear una fuerza estratégica nuclear
comparable a la nuestra"(9). Cuán confiados, y ¡cuán miopes!, se
mostraban a la sazón los mandos gringos.
El otro escollo que aguaría la fiesta del imperialismo
norteamericano estuvo a cargo de los ardores libertarios de los
pueblos oprimidos, cada segundo menos dóciles. A través de sus
empréstitos y sus inversiones aquél abona el terreno para el
florecimiento del capitalismo autóctono en sus dominios de
ultramar; pero como con la concurrencia monopolista estrangula
esta evolución -despierta el deseo e impide saciarlo-, se
acicatean los enfrentamientos entre los neocolonialistas y los
avasallados y se desatan los embates del ciclón revolucionario.
Miles de millones de personas, en todas las lenguas, sindican
constantemente a los magnates yanquis de horrendas infamias. Y en
Viet Nam recibirían una paliza inolvidable que desangró el erario,
desgarró la sociedad norteamericana, puso en la picota al poder
ejecutivo y dejó al descubierto los pies de barro del coloso.
Después del colapso de Indochina los Estados Unidos no volverían a
ser los mismos.
Y la tercera interceptación procede de la competencia económica y
política que los Estados desarrollados llevan a cabo contra el
árbitro de Occidente, incluida la enconada disputa de la Unión
Soviética por sustraerle regiones y naciones. No obstante los
marcados brotes inflacionarios y especulativos, la crisis dentro
del sistema capitalista se va revelando como efecto directo de la
superproducción. Para Europa y el Japón los estragos de la guerra
de los cuarentas han quedado muy atrás, sepultos en la memoria.
Sus industrias, recuperadas y notablemente vigorosas, libran con
no poco éxito la pelea por el predominio en los mercados de los
cinco continentes, sin descartar siquiera la demanda de los
exigentes consumidores estadinenses. Con ello tienen que ver los
balances adversos del comercio exterior de Norteamérica, su enorme
déficit fiscal y los conatos de recesión que han aparecido en las
intrincadas articulaciones de su complejo fabril. Las dolencias de
su economía se concitan para hacer totalmente desesperanzador el
proceso declinante del otrora intocable imperio; y son asimismo
las más complicadas de superar, puesto que su remedio implica
tanto un choque con las naciones del segundo mundo, de las cuales
requiere para la obra común de paralizar la expansión soviética,
como un acrecentamiento del saqueo de los países sojuzgados, con
la consiguiente multiplicación de los desbarajustes y desórdenes
en sus principales bases de reserva. ¡Qué contrastes entre los
goces de la efímera ascensión y los sinsabores de la prolongada
caída!
Desde el fallido abordaje a Cuba, en abril de 1961, torpemente
planificado por Eisenhower y peor ejecutado por Kennedy, que
sucumbió en el mismo momento en que los sicarios pisaron Playa
Girón, hasta la risible y estúpida operación de rescate de los
rehenes norteamericanos en acciones de la Casa Blanca han ido de
tumbo en tumbo, huérfanas de coherencia y continuidad. A medida
que se propaga el caos proliferan las fórmulas salvadoras que tan
pronto se aplican se desvanecen; sube el tono de las mutuas
recriminaciones entre los responsables de la cosa pública, y se
desanuda una truculenta rebatiña por el Poder entre los grupos
monopolistas atrincherados en los dos partidos centenarios. El
presidente Kennedy perece abatido a tiros en las calles de Dallas
por una conspiración hasta el presente oculta en la penumbra y a
la que por más de un indicio aparecen enredadas dependencias de
los aparatos represivos. Igual suerte corre su hermano Robert
cuando prácticamente se hallaba a las puertas de la Oficina Oval.
Johnson se ve obligado a desistir de nominarse para el otro
período presidencial a que constitucionalmente tenía derecho. El
escándalo de Watergate, sin antecedentes en Norteamérica, sometió
a la administración Nixon a la más minuciosa y despiadada
pesquisa, sacando a la superficie la podredumbre congénita del
Estado yanqui, con su pestilente carga de sucios ardides,
maquinaciones delictuosas y fehacientes testimonios de que la
loada democracia americana no desecha ninguna aberración en la
consecución de sus propósitos.
En medio de la batahola y a fin de reparar en algo la deplorable
velada ofrecida a los atónitos espectadores, comenzó a prender una
campaña todavía más grotesca, casi mística, tendiente a moralizar
las costumbres del Ejecutivo, privándolo de cuanto lo afee y
limándole sus afiladas garras. A la CIA, las antenas del ogro,
archifamosa por sus espeluznantes hazañas en todos los vericuetos
del planeta, se la sentó en el banquillo de los reos y se la
torturó con el acoso de que dijera públicamente sus pecados. Había
que reencontrar el sendero de la perfección y canalizar los
desmanes, esos malditos desmanes que cubrieron de lodo la imagen
bonachona de los gringos en el lejano mediodía asiático y que
tanto los desacreditaron en el cercano Santo Domingo. Para
insuflar la cruzada era menester un hombre providencial,
incontaminado de las turbias trapisondas de los mandos superiores,
y lo extrajeron de un pequeño poblado del Sur, en Georgia, un
desconocido diácono protestante de la secta bautista, el señor
Jimmy Carter. Cuentan que el emperador Calígula, en el colmo de la
disolución de la Roma esclavista, pretendió nombrar de cónsul a su
caballo Incitatus. Los norteamericanos, en los abismos de la
decadencia del imperialismo estadinense, no ungieron propiamente a
un caballo con tan insignes dignidades ministeriales, pero
eligieron a un enajenado predicador para presidir los destinos de
una de las potencias más rapaces, crueles pragmáticas que hayan
existido. Él irrumpía en el escabroso tinglado de la política con
el mensaje de que Estados Unidos, para rehabilitarse, debía
silenciar la espada y desenvainar la prédica; convencer con los
buenos oficios de sus buenas intenciones al buen prójimo. Su
pasión sería dizque la paz, cuando su reino necesitaba con acucia
de la guerra. Su arma, la de la persuasión, aunque su más mortal
contrincante lo persuadiese con las armas. Su obsesión, resucitar
los derechos humanos burgueses, aun cuando el capitalismo hace
casi un siglo arribó a la etapa monopolista y ya no lucha por su
revolución contra el régimen feudal, sino contra el proletariado
en nombre de la reacción, y aunque los gobiernos títeres
seudosemicuasirrepublicanos del neocolonialismo yanqui degüellen a
los pueblos para amparar el pillaje de los amos de Washington.
Tras la ocupación de Angola por los socialimperialistas, Carter
avaló las declaraciones de su embajador en las Naciones Unidas,
Andrew Young, en el sentido de que las tropas cubanas en ese país
"constituyen una fuerza estabilizadora", "mantienen el statu quo".
Y complementó así el contenido apostólico de su diplomacia: "Si
logramos que nuestra posición sea bien entendida por la comunidad
internacional, podremos lograr contrarrestar cualquier amenaza de
Cuba o de la Unión Soviética" (10). En prenda de su sinceridad
aplazó la fabricación del gigantesco misil MX, el bombardero B-1 y
los nuevos modelos de submarinos Trident, tres piezas claves del
arsenal norteamericano, a sabiendas de que sus cohetes Minuteman
III no son respuesta efectiva para las ojivas nucleares de los SS
rusos, de varias numeraciones, y de que uno de éstos, el 18,
sobrepasa hasta en cuarenta veces la potencia de aquéllos. Durante
los regateos del Salt II, ante la intransigencia enemiga, se
inclinó respetuoso en muchas cláusulas, como la de exonerar de las
prohibiciones del convenio al moderno avión supersónico Backfire,
de la contraparte, sin que tampoco le sirva de contención su
vulnerable B-52, producido en la década del 50. Luego de que sus
coligados, los gobiernos de la Gran Bretaña y de Alemania,
miembros de la OTAN, encararon el disgusto popular y arriesgaron
su prestigio para que se asintiese al emplazamiento en Europa
Occidental de la bomba de neutrones, con la mira de vencer la
aplastante superioridad de los carros blindados del Pacto de
Varsovia, Jimmy canceló el citado proyecto, humillando y
zahiriendo a sus compinches europeos. También objetó que Japón, el
socio estimable en el Extremo Oriente, construyera plantas
nucleares. Prometió desmantelar las instalaciones del Pentágono en
el exterior. Asistió, entre reticente y tolerante, al
derrocamiento de dos sayones consentidos del imperio, el Sha
Mohammed Reza Pahlevi y el general Anastasio Somoza, y, como
afirmara Henry Kissinger, "se las arregló para tener conflictos
con la casi totalidad de nuestros amigos".
No se requiere ser un genio para inferir que las circunstancias
eran rotundamente propicias para el hegemonismo soviético, que,
cual los nazis en el interregno de las dos guerras mundiales, se
ha alistado febrilmente con el acomodo de la industria a los
planes bélicos y la toma meticulosa de territorios, pasos, puertos
y mares cardinales. A diferencia de Hitler, a Brezhnev y compañía
les resulta mucho más dispendioso incubar su adefesio, no sólo
porque han de trabajar intensamente en el ámbito ideológico para
trasplantar al marxismo el injerto burgués de la "política
colonial socialista", tan acerbamente censurada por Lenin, sino
porque, a pesar de todo, la fortaleza económica y los adelantos
técnicos de los viejos imperialismos no significan factores
desdeñables. Sin embargo, el Kremlin ha sabido sacar partido de la
crisis de los Estados Unidos, y desde 1975 pasó de la sola
preparación a la ofensiva militar estratégica por el apoderamiento
del mundo, sin cesar de prepararse. Con lo cómico de la crónica
del cuatrienio de Carter, ésta recoge los severos prolegómenos de
la Tercera Conflagración Universal. Las dentelladas e
intromisiones del oso ruso en África, Asia, Medio Oriente y
Centroamérica se parecen espantosamente a los preludios de la
guerra del 39, patentes en la captura de Abisinia (hoy Etiopía)
por Italia, la ocupación del norte y el centro de China por los
japoneses, la intervención armada del fascismo en España y las
invasiones alemanas sobre Austria, Checoslovaquia y Polonia.
El hostigamiento soviético acabó por sacar bruscamente del éxtasis
a los potentados de Wall Street. Sus mercados, sus suministros de
materias primas y combustible, sus inversiones, sus dólares, sus
influencias, sus réditos, ¡todo!, hasta sus existencias mismas
estaban en entredicho ¡No más formalismos, ni sermones, ni
derechos humanos, ni palomas en la Casa Blanca! ¡Jamás saldremos
del purgatorio, o pararemos en el infierno, si continuamos
arrepintiéndonos de nuestras culpas! ¡Abajo el impostor! ¡Fuera el
santurrón! Y así se efectuó el desahucio de Carter de la
residencia presidencial en medio de la indignación de los
indiscutibles mandamases, los dueños de los grandes consorcios, y,
desde luego, entre las carcajadas del vulgo profano. El triunfo de
Ronald Reagan en las elecciones del 4 de noviembre de 1980
pulverizó incluso los más alegres pronósticos de los publicistas
suyos. Contra él jugaba el prontuario de que en el inmediato
pasado la derecha había fallado al pretender anidar en las almenas
del Poder, en función de halcón feroz, y siempre vencieron sus
candidatos "blandos". No faltaron quienes le aconsejaran al ex
actor amansar el trote. No obstante, los trusts suspiraban ya por
que el imperio retornase con arrojo de gendarme a proteger sus
sucursales, tal y como éstas venían acuciándolo acá y acullá, en
sus lares contiguos y remotos. Para ello urgía curar antes al
régimen de la ceguera, la sordera y la cojera, y en especial,
sacarlo de ese estado de catalepsia en que lo sumieron los golpes
y frustraciones sucesivos. En verdad Reagan, aquella estrella
enana de Hollywood, no podía inventar ningún elíxir milagroso. Lo
que hizo fue aferrarse con las uñas a la otra táctica, a la
"dura", con que la burguesía, y particularmente la imperialista,
suele remachar la esclavitud asalariada; y lo hizo en el momento
exacto, cuando los multimillonarios principiaban a no dar ni un
centavo por el reformismo y el democratismo para prevenir, bien la
expansión soviética, bien los movimientos de liberación nacional.
Los ineludibles y crecientes embrollos económicos de la sociedad
estadinense incidieron obviamente en el duelo electoral, pero les
correspondió inclinar la balanza a las requeridas correcciones en
la política imperialista de los monopolios. El nuevo jefe de
Estado no lidiará la inflación, el desempleo, los estragos de la
competencia, ni el resto de trastornos concomitantes al modo de
producción norteamericano. 0 mejor los mitigará exclusivamente en
la proporción en que garantice el desvalijamiento de los pueblos
sometidos. Mas si se le llegasen a escapar del redil las
neocolonias, sea por acción de la otra superpotencia, o por la
lucha independentista de los oprimidos, no sólo no despachará
ninguno de los enredos anotados en su agenda, sino que la
situación interna se volverá insostenible y la revolución
socialista expedita. Hasta los funcionarios encargados de la
planeación en Colombia saben, por ejemplo, que el presidente
republicano no conseguirá cumplir absurdos suyos tales como sanar
el déficit fiscal, que llegó en 1980 a cerca de 60.000 millones de
dólares; mientras reduce, en tres años, los impuestos por ingresos
personales hasta un 30 por ciento, e incrementa el presupuesto del
Departamento de Defensa en índices considerables. Y aunque éstos y
otros temas se agitaron para mover al electorado, el debate
comicial giró fundamentalmente en torno a la línea que le compete
trazar a la Casa Blanca para recuperar la "grandeza" de los
Estados Unidos y su credibilidad ante el mundo.
El método de preferir el derecho a la violencia, la libertad al
orden, no iba parejo con los privilegios del saqueo. Recabar de
los gobiernos proyanquis que permitan el agio de la deuda externa,
el robo de los recursos naturales, las inversiones y la oferta
ruinosa de los pulpos monopolistas, la quiebra de las industrias
nativas, las alzas constantes del costo de la vida, etc., y a la
vez exigirles que restauren la democracia clásica burguesa, además
de entrañar un cinismo inaudito, tenía el inconveniente,
confirmado hasta la saciedad, de que lejos de contribuir a la
consistencia de los lacayos, los desestabilizaba. Con el ítem de
que Nene Doc, el gorila de Haití, por más que parlotee sobre
humanismo no dejará de ser Nene Doc. Desarmarse frente al
desenfreno bélico de Moscú y embriagarse con el vodka de la
"distensión" era otra necedad que le había costado a Occidente la
sustracción de unas cuantas naciones. Reagan propuso un viraje
radical y ganó apabullantemente. Abogará primero por la represión
y luego por los derechos humanos. Patrocinará las dictaduras
militares, sin exagerar la importancia de las dictaduras civiles.
Les concederá el pase a los diseños armamentistas pospuestos por
Carter, incluida la bomba de neutrones. Renegociará el Salt II,
suprimiendo las disposiciones desventajosas para USA. No
consentirá en que lo intimiden. "Hay casos en que vale la pena
recurrir a la fuerza nuclear si hace falta", corroboró su
Secretario de Estado, general Alexander Haig, en una de las
sesiones de confirmación de su cargo ante el Senado. Y para que no
cupieran ambigüedades, acotó: "Hay cosas peores que la guerra y
hay cosas más importantes que la paz" (11) ¡No detenerse ni ante
la confrontación atómica!: he ahí por lo que votó el imperialismo
yanqui en los sufragios del 4 de noviembre. Con todo lo que de
teatro tengan las actuaciones de este vaquero del celuloide, y al
margen de que conserve o no el sostén de la clase acaudalada para
sus maquinaciones guerreristas, lo cierto es que simboliza la
convalecencia repentina y precaria de un sistema minado por la
decrepitud y la pusilanimidad, y sus bravuconadas de león
acorralado van a requerir más que simples rugidos para repeler el
cerco letal de los jurados adversarios del imperio. La misma
administración Carter, muy en contra de su retórica
contemporizadora, tras los descalabros cosechados hubo de
rectificar muchos de sus dictámenes, preferencialmente en el
último año, a raíz de la depredación de Afganistán por los
soldados rusos. Dio luz verde para la colaboración amistosa con
ciertos regímenes de facto, apuntaló algunas bases militares en el
extranjero y redujo sus prejuicios contra los incrementos bélicos.
Todo demasiado tarde y demasiado a medias, y la decisión de
procurar suplir la debilidad con la energía había sido tomada ya.
Los editorialistas burgueses se esmeran en minimizar el
determinante papel de los intereses colonialistas de los Estados
Unidos en las sustituciones de noviembre, y se solazan elucubrando
sobre el influjo que en éstas ejercieron los problemas domésticos
de la metrópoli. Actitud natural si se comprende que cualquier
examen objetivo de las contradicciones reales habrá de partir del
reconocimiento pleno de la rivalidad irreconciliable de las dos
superpotencias por el control del orbe, y del caldeamiento de la
misma en lugar de la congelación prometida, hasta el punto de que
en 35 años, desde cuando Truman arrasara Hiroshima y Nagasaki,
nunca nos vimos tan próximos al diluvio radiactivo. De
generalizarse, la contienda sería inevitablemente nuclear; y
aunque los ejércitos regulares conservan aún sus máximas
prerrogativas en los conflictos limitados, con el vertiginoso
desarrollo de las armas atómicas, la guerra adoptará modalidades
muy diferentes a las acostumbradas, empezando por los riesgos que
implican y el blanco que ofrecen las grandes concentraciones de
infantería. Debido a ello, y pese a los encantos del
apaciguamiento Washington proseguirá apostando con Moscú en
megatones. Se estima que con la actual correlación de fuerzas
convencionales, los rusos se demorarían menos que Hitler en 1940
para llegar a París. Precisamente la fabricación de la bomba de
neutrones busca una compensación a dicha disparidad. La macabra
carrera no se detendrá, puesto que ambas superpotencias urgen de
un imperio para subsistir. La una tendrá que protegerlo, la otra
terminar de conquistarlo. La una va en ascenso, la otra en
descenso. Mas ninguna renunciará ni al agua ni al fuego, ni a la
pólvora ni al átomo, para arrebatar el codiciado trofeo de miles
de millones de esclavos.
A la Conferencia de Seguridad y Cooperación de Europa, celebrada
en Helsinki a mediados de 1975, concurrieron más de 30 países de
los dos bloques y firmaron un "Acta Final" que sumaria la Carta de
la ONU y que recoge los cumplidos mutuos de respetar los derechos
de los demás y de no tocar lo que no es suyo. Brezhnev en aquella
arrobadora reunión puntualizó: "Nadie puede tratar de dictar a
otros pueblos la forma en que deben manejar sus asuntos internos"
(12). Sin embargo, en las postrimerías de 1979, el septuagenario
jefe del Presidium Supremo de la URSS, en un ataque de amnesia, no
trató sino que comenzó a dictar, no de fuera sino desde adentro, y
a cañonazos, la forma como el pueblo afgano ha de manejar sus
asuntos internos. Cuando se convocó en Madrid la nueva Conferencia
de Seguridad y Cooperación, en noviembre de 1980, ya los burlados
próceres del Oeste imperialista no les creyeron ni una jota a los
ladinos dirigentes del Este socialimperialista. A pesar de que los
rusos calificaron de "provocaciones" los reclamos de aquéllos,
todavía insistían en distender los ánimos, mientras hacían la
digestión de Afganistán, mucho más ahítos que cuando la deglución
del banquete angoleño o indochino. Pero el entendimiento estaba
roto. La luna de miel había concluido. Los protocolos de Helsinki
eran un trapo sucio con que el Kremlin se limpiaba las manos
ensangrentadas. Y la détente una vela encendida bajo la borrasca.
Después de repasar el curso de los acontecimientos mundiales
durante los pasados 20 años, ¿podrá alguien con más de dos dedos
de frente tomar en serio la pretensión de asumir una actitud
amorfa en relación con la índole, las intenciones y procederes de
las dos superpotencias, y con las desastrosas consecuencias que a
todos los países acarrea su desaforada disputa por el predominio
universal? ¿Los desposeídos habrán de contentarse con aprobar o
desaprobar episodios esporádicos de tan trascendental contienda y
comportarse con fingida "autonomía", "sólo subordinada a los
intereses de la revolución colombiana" (13), como insisten Bula y
Pardo? Esos aires de artificiosa imparcialidad, o taimado
conciliacionismo, y que tanto impresionan a los liberales, tienden
a ganar prosélitos explotando el más cerrero nacionalismo de las
capas medias de la población. Los obreros por supuesto han de
combatir en consonancia con los intereses de la revolución
colombiana; pero asimismo han de sopesar correctamente la
situación externa, con cada uno de sus aspectos e implicaciones,
y, lo proclamamos sin esguinces, supeditar su táctica también a
las necesidades de la revolución mundial. Quien no acepte este
punto, de palabra o de obra, niega de plano el internacionalismo
proletario y no pasa de ser un nacionalista más, como cualquier
doctor Arellano que, en desplante de burdo patrioterismo, utiliza
el diferendo con Venezuela para hacer fortuna electoral.
Si coincidimos en el cometido de estrechar los lazos fraternos
entre las masas laboriosas del orbe, ¿qué les planteamos a los
camaradas kampucheanos que padecen la barbarie de la ocupación
vietnamita? ¿Que en aras del socialismo admitan lo bueno y
rechacen lo malo de sus verdugos? ¿Y qué les decimos a los
vietnamitas? ¿Que respaldamos o no su "federación indochina",
confeccionada con el puñal homicida? ¿O no les decimos nada,
guardando una prudente indiferencia? Sin embargo, ¿cómo aportar al
acercamiento de los pueblos si no abordamos estos asuntos
concretos, contundentes y candentes de la vida real? El MOIR ha
dado la única contestación satisfactoria a tales interrogantes e
inquietudes. A agredidos y agresores les expresamos el mismo
criterio categórico: un país que recurre a la violencia para
imponer la voluntad a otro con el pretexto de expandir el
socialismo, copia los procedimientos típicos de los grandes
monopolios burgueses y se convierte en un bastión
socialimperialista, o en una avanzadilla de éste. Por lo tanto su
conducta merece el repudio total de las fuerzas revolucionarias
todas. En el "Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional
de los Trabajadores", Carlos Marx indicaba que los obreros han de
"reivindicar que las leyes sencillas de la moral y de la justicia,
que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las
leyes supremas de las relaciones entre las naciones" (14). Máxima
admirable. No puede creérsele a la persona que después de
vituperar a otra, golpearla y robarla, alega haberlo hecho por
motivos de amistad. Ni absolver tampoco a la nación que diga
propender a la unidad con otra mediante la extorsión y la
ocupación armada.
En el citado Manifiesto, Marx explica igualmente que
arbitrariedades tales como el apoderamiento de las montañas del
Cáucaso y los asesinatos en la "heroica Polonia", perpetradas por
la Rusia zarista, el principal baluarte de la reacción en aquella
época, enseñaron a los trabajadores a "iniciarse en los misterios
de la política internacional" (15). Las vicisitudes y atrocidades
de las superpotencias moverán al proletariado colombiano, no a
enclaustrarse en un nacionalismo falazmente ecuánime, sino a
adentrarse en los enigmas de la problemática mundial y descorrer
los velos con una definida posición de clase. Descubrirán que las
penurias de la aldea natal no se hallan tan desligadas de la
prosperidad de las más fastuosas urbes del planeta. Que la
carestía y la represión del gobierno de Turbay Ayala dependen de
las superganancias de los trusts de siglas en inglés. Que la
publicitada defensa de los derechos humanos burgueses en Colombia
tiene que ver con la respectiva cruzada llevada a cabo en todo el
mundo por el derrotado Jimmy Carter; y también con las artimañas
de los revisionistas que aprovechan la crisis del imperialismo
norteamericano para ganar anuencia entre las clases dominantes, en
beneficio de la hegemonía soviética. Que la renuncia de Bula y
Pardo, aunque ellos ni siquiera lo sospechen, la genera el auge de
la tendencia reformista, animada a su vez por los tejemanejes de
Washington y Moscú. Que el triunfo del señor Ronald Reagan
representa un viraje importante en la orientación estadinense,
como efecto de la expansión de la URSS y la bancarrota de la
"distensión". Y que dichos cambios están llamados a repercutir en
las luchas ideológicas y políticas de Colombia, por cuanto se
recrudecerá el despotismo del régimen vendepatria y el oportunismo
se empantanará con sus empolvadas fórmulas de la democracia
oligárquica. Pero esto ha de ser tema de otro capítulo.
NOTAS
1. Carta enviada a la Secretaría General del
MOIR, el 27 de junio de 1978, por la cual renunciaron del Partido
Carlos Bula y César Pardo. Publicada en mimeógrafo. Id.
2. Id.
3. Id.
4. Reportaje de Gabriel García Márquez, en El Espectador, enero 9
de 1977.
5. Comparecencia del Comandante Fidel Castro, del 23 de agosto de
1968. Folleto del Departamento de versiones taquigráficas del
gobierno de Cuba. Instituto del Libro.
6. Id.
7. Walter Scott, El Talismán, Edición Obras Maestras, Barcelona,
1968, pág. 104.
8. "Principios Básicos" de las relaciones entre los Estados Unidos
de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Moscú,
1972. Tomado de Política Mundial Siglo XXI. Fundación para la
Nueva Democracia, Editora Guadalupe, Bogotá 1974, pág.51.
9. Richard Nixon, La verdadera guerra, pág. 181. Editorial
Planeta, Barcelona, 1980.
10. Despacho de la agencia AP. El Siglo, septiembre 20 de 1977.
11. Ambas declaraciones de Alexander Haig fueron extraídas de
cables publicados por el diario El Siglo, el 10 y el 11 de enero
de 1981, respectivamente.
12. Time, agosto 11 de 1975, pág. 6.
13. Carta de Bula y Pardo citada.
14. Carlos Marx, "Manifiesto inaugural de la Asociación
Internacional de los Trabajadores", Obras Escogidas, C. Marx F.
Engels, Editorial Progreso, Moscú, 1973, Tomo II, pág. 13. 15. Id.
LA TRASCENDENCIA DE
LA OSADÍA POLACA
Enero de 1982
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 41, enero de 1982.
Como en la edad de oro de la tenebrosa autocracia
zarista y evocando las peores horas de su atormentada historia,
Polonia padece en la actualidad la sevicia de sus verdugos
modernos: los sicarios prosoviéticos del régimen fantoche. Y como
siempre, el pueblo polaco, con sus impresionantes demostraciones
de rebeldía y heroísmo, se ha hecho digno merecedor del apoyo de
los revolucionarios del globo entero.
Al filo de la medianoche del sábado 12 de diciembre, el gobierno
de Varsovia, usurpado por los militares, implantó la ley marcial y
adoptó una runfla de medidas represivas, aplicando al pie de la
letra los dictados de Moscú que desde tiempo atrás exigía mano de
hierro contra la indisciplina social y los reclamos democráticos
de los obreros. Con el objeto de aterrorizar a la ciudadanía para
luego reducirla, los decretos de emergencia van desde la
ilegalización de las organizaciones gremiales y el arresto para
los instigadores de disturbios, hasta el anuncio de pena capital
contra quienes promuevan el cese de la producción en sectores
vitales. En las cárceles han parado decenas de miles de personas,
entre las que se cuentan numerosos dirigentes del sindicato
Solidaridad, prohombres de viejas administraciones destituidas y
no pocos miembros del Partido Obrero Unificado Polaco. La
militarización fue total. Las tropas han allanado las factorías,
los tanques han patrullado las calles de las ciudades y el
acribillamiento de los insumisos no se ha dejado esperar. Se les
interrumpió el servicio telefónico a los particulares, se
silenciaron los despachos de la prensa no oficial y por la
televisión aparecieron uniformados en lugar de los periodistas
habituales. En fin, Polonia ha sido sitiada, incomunicada y
mancillada.
Imposible predecir el rumbo concreto que tomarán en el inmediato
futuro los acontecimientos en aquel clave país de la Europa
centrooriental, con más de 35 millones de moradores. Empero, por
las hondas raíces de su desbarajuste económico, por el calado y la
magnitud del combate popular, por su ubicación geográfica, por el
punto de ebullición a que han llegado las discordias mundiales,
particularmente la disputa de las dos superpotencias, el detonante
polaco está y seguirá allí, en medio de la leonera, listo a
contribuir al desencadenamiento del estallido general. Lo que se
ha incubado durante años, con la participación decidida de
millones de gentes y como fruto de la convergencia de múltiples
factores, no será extinguido con los mandamientos sanguinarios de
un ucase, o de varios. Pese a la fulminante maniobra de los
esbirros y al inevitable desconcierto que para cualquier
contingente ocasiona el verse de pronto privado de su máxima
comandancia, las erguidas y valerosas respuestas de los
trabajadores han repercutido en el ámbito universal. Las cosas no
marcharán tan viento en popa para los guardianes del orden, cuando
el Kremlin, no obstante sus cínicos pronunciamientos en pro de la
no intervención foránea, ha reiterado a sus títeres la promesa de
socorro militar, sin excluir obviamente una campaña de ocupación,
si la resistencia contra la tiranía establecida coloca en peligro
el corto reinado del general Jaruzelski. Desde luego, habrá
cambios en las formas de lucha y de funcionamiento de los fortines
insubordinados, los cuales ya no podrán conspirar a plena luz del
día, sostener y coordinar fácilmente las huelgas, o efectuar esos
magníficos despliegues multitudinarios que estropearon la
reputación de la burocracia lacaya. La clase obrera deberá
amoldarse a las nuevas circunstancias y reagrupar sus efectivos
disgregados violentamente. Lo que al principio el movimiento
pierda en locomoción y envergadura lo ganará en profundidad y
dureza, puesto que el enemigo, al haberse destapado tal cual,
mostró los intolerables designios de imponer su despótica
voluntad, aun a costa del degüello de todos los polacos.
De otro lado, las resonancias internacionales de los sucesos
recientes de esta nación enganchada a la coyunda soviética se
palpan no sólo en las declaraciones de condena emitidas por los
Estados de Occidente, que se acompañan con severas advertencias a
los mandatarios rusos para que se abstengan de invadir como a
Checoslovaquia en 1968, sino en la contagiosa simpatía que
despiertan las proezas polacas entre los pueblos de las diversas
latitudes. A Moscú y a Washington, las capitales de las dos más
poderosas metrópolis de la Tierra, les preocupa vivamente el
desenlace de la crisis, a la que siguen y cuidan de cerca, dentro
de una encendida controversia de mutuas recriminaciones y
amenazas. A la primera, porque la salida del corral del díscolo
vecino configuraría un patrón sumamente pernicioso para el resto
de sus vasallos coloniales y asestaría un recio golpe a sus sueños
de gendarme del universo. A la segunda, porque los desarreglos y
conmociones en la vasta retaguardia de su mortal contrincante le
permiten recuperar cierta iniciativa, después de que éste le ha
sustraído consecutivamente, en el transcurso de algo más de un
lustro, considerables porciones de Asia, África y América Latina.
Rusia no asistirá con los brazos cruzados a la reducción de su
área de influencia cuando de lo que se trata es de incrementarla.
Brezhnev, a semejanza de Hitler en 1939, también está dispuesto a
tentar los dioses de la guerra por Polonia, mas no para
conquistarla, para conservarla. Y Reagan, que ha dejado
suficientes constancias de su ánimo belicoso y al que lo saetean
los aprietos por doquier, no desaprovechará la oportunidad de
procurar recomponer los deteriorados negocios norteamericanos en
otras partes, verbigracia Centroamérica, recurriendo asimismo al
fuego y a la intimidación. Por donde se mire, el conflicto tiende
a propagarse entre el otrora prepotente imperio yanqui, que hoy se
bate en retirada para mantener sus viejas potestades, y los
redivivos zares del Kremlin que, tras sus ambiciones de hegemonía
mundial, pasaron a la ofensiva asumiendo el papel clásico del
agresor.
A los pueblos de todas las nacionalidades el crudo invierno polaco
les trae una fresca evidencia de la catadura imperialista de la
Unión Soviética y de la lamentable condición de los países
sometidos a su arbitrio. Aunque los revisionistas rusos y sus
acólitos en el exterior achaquen los desórdenes encabezados por
los partidarios de Solidaridad a las intrigas de Occidente y el
caos económico a la ineptitud de algunos exfuncionarios, la
situación ha alcanzado visos tales de gravedad para que sus
genuinas causas puedan ser soslayadas con la quema de propaganda
barata. Antes que nada, la postración de Polonia origínase en los
descalabros de una economía en franco retroceso, que, además de
encontrarse escandalosamente endeudada en alrededor de 30.000
millones de dólares, se exhibe incapaz de proveer a la población
de los medios elementales de subsistencia. La escasez, la carestía
y el racionamiento, que fueron el pan de cada día durante el
último decenio, precipitan torrentes de indignación popular que
con frecuencia los órganos represivos sofocan de manera vandálica.
La inestabilidad en el mando, consecuencia de lo anterior,
constituye otra peculiaridad muy típica de este período. Gomulka
abandona el Poder luego de los cruentos choques que les costaron
la vida a 45 proletarios del puerto de Gdansk en los inicios de
los años setentas. Gierek intenta combinar el garrote con la
persuasión, y su gobierno se desploma sacudido por las
movilizaciones y los paros obreros. Kania propicia un desesperado
entendimiento con los sindicatos, pero el antagonismo entre la
masa laboriosa y el régimen ya no permite conciliar las dos
posiciones, y tuvo que ceder el puesto a Jaruzelski, el
comisionado de soltar los mastines del fascismo.
Sin embargo, el trasfondo de semejante cuadro de bancarrota y de
terror habrá que indagarlo en los desastres de la sojuzgación
soviética. Los polacos, al igual que los colombianos, laboran para
la opulencia de un amo extranjero y no para su propio bienestar.
La variante estriba en que sus esquilmadores se enmascaran de
"socialistas" y de adalides del "internacionalismo proletario",
con lo cual buscan embaucar y eludir las iras de los obreros del
mundo. ¿Mas qué clase de socialismo es aquel en que la
planificación estatal y las prioridades del desarrollo se
determinan por las conveniencias de otro Estado más pudiente; o en
que la conformación de alianzas o bloques económicos y militares
se erige sobre la base de la "soberanía limitada" del país
pequeño, según lo demandan sin tapujos las autoridades rusas para
su comunidad de naciones cautivas? Ninguna atracción, ningún
entusiasmo provocará entre los desposeídos del planeta ese modelo
de sociedad, la metástasis polaca, que en lugar de suprimir las
lacras del coloniaje capitalista, al cabo de treinta y tantos años
de existencia las reproduce fatalmente en la anarquía y el
entrabamiento de la industria, el retraso de la agricultura, las
abultadísimas cifras de la deuda pública, el desfogue de la
inflación, los fundados rumores de la corrupción administrativa y,
especialmente, en los métodos antinacionales y antidemocráticos
para resolver las contradicciones internas y aplastar a los
forjadores de la riqueza. Dichos males se parecen demasiado al
drama de las débiles repúblicas del Tercer Mundo víctimas de los
vetustos imperialismos, para ser presentados cual un anticipo del
venturoso porvenir que le espera a la humanidad emancipada de las
pesadillas de la explotación.
Resulta impostergable, entonces, señalar los motivos del retorno
de Polonia al pantanero mucho después de derrotar las hordas nazis
en 1945, instaurar un gobierno de ascendencia popular y
encaminarse hacia la materialización de las metas de la revolución
proletaria, entre otras cosas porque la burguesía occidental se
solaza divulgando, la versión de que las predicciones de Marx
fallaron y, gracias a ello, ya no ejercen satánico magnetismo
sobre las muchedumbres indigentes. Si los rendimientos de la
organización social de los trabajadores no son sustancialmente
mejores que el peor perjuicio del capitalismo, sobran la más leve
acerbidad en la polémica, la lucha de clases y los costos de una
transformación radical de lo existente. Dediquémonos más bien a
limar los aspectos negativos, evitar las injusticias, barrer los
excesos y desmanes del sistema que, pese a levantarse sobre el
trabajo asalariado, o la esclavitud del "hombre libre", nadie ha
inventado bajo el sol otro edén ni siquiera mencionable. Así
discurren, farisaicamente, los representantes políticos
tradicionales de los explotadores, denomínense liberales,
conservadores, socialdemócratas, etc., favorecidos con el alevoso
comportamiento de los soviéticos y sus secuaces.
Pero el socialismo no ha fracasado; lo han traicionado, que es muy
distinto. Desde los redactores del Manifiesto Comunista hasta el
artífice de la Revolución Cultural Proletaria de China, pasando
por el fundador del bolchevismo, los guías magistrales del
movimiento obrero han advertido que en la sociedad socialista, al
constituir únicamente una etapa de transición hacia la abolición
de las clases y de las desigualdades nacionales, todavía continúa
la implacable pugna entre las obsoletas facciones desprovistas del
Poder y las fuerzas avanzadas que lo han obtenido; y por ende
perdura el peligro del restablecimiento de los privilegios del
pasado, a cargo de los enemigos abiertos y encubiertos, nativos y
extranjeros, de dentro y de fuera del aparato gubernamental.
Durante un trayecto harto prolongado no se sabrá quién vencerá a
quién. El proletariado ha de persistir en su dictadura, blandiendo
los instrumentos propios de la contienda política: democracia,
plena democracia para las masas trabajadoras y sus aliados,
anulación de todo derecho para la oligarquía y la reacción en
general, aplastamiento de las actividades contrarevolucionarias,
respeto por la soberanía y autodeterminación de las naciones...
¿Se puede afirmar a priori que un Estado obrero no actuará al
contrario, o no caerá en manos de los elementos restauradores, es
decir, que en vez de darle garantías al pueblo se las otorgue a
minorías parasitarias, y se convierta, a nivel internacional, ya
en una colonia expoliada, ya en un imperio expoliador? ¿Con base
en qué fundamentos teóricos o experiencias prácticas se negaría
absolutamente tal eventualidad? ¿Con el criterio de que la
historia marcha siempre hacia adelante y nunca da pie atrás? ¿Con
la ingenua creencia de que los obreros, cuando aferran el timón de
un país, se inmunizan contra los intentos revanchistas y
regeneradores de sus adversarios? Al revés, la lección de los
siglos refiere que aunque las corrientes revolucionarias terminan
primando a la larga, a menudo transcurren por confusos y convulsos
interregnos de reflujos y resacas. Una de las más rotundas
discrepancias del marxismo-leninismo con los revisionistas
contemporáneos consiste precisamente en que éstos no alertan, ni
reconocen, ni siquiera mientan la posibilidad de la restauración
burguesa bajo el socialismo. Para los rusos sería tanto como
reconocer sus fechorías y recabar su misma destrucción, actitud
que no van a asumir jamás.
Pues bien, Polonia, con su deprimente y frustrante espectáculo,
compendia uno de esos fenómenos de involución social de común
ocurrencia. Sus ansias de progreso tropiezan con la distribución
discriminatoria de tareas y de prioridades diseñadas por el Came,
el convenio económico impuesto a los países satélites de la Unión
Soviética, de modo análogo a como en las centurias precedentes el
descuartizamiento de su territorio y la supervivencia de los
estamentos más retardatarios de su aristocracia feudal, debidos
entonces a la sojuzgación de las potencias colindantes, asfixiaron
su empuje productivo y la relegaron al atraso. Los grilletes de la
dominación foránea vuelven a ser causantes de su penuria material.
Su pueblo se halla al margen de los organismos estatales y de
nuevo han sido encumbrados los círculos menos representativos y
más holgazanes de su colectividad. La democracia pertenece otra
vez a éstos, mientras las medidas punitivas llueven sobre sus
obreros, a quienes se les prohíbe la huelga, la organización y el
ejercicio de los demás derechos. Sus gobiernos nacen y mueren a
los bramidos del Kremlin, y su suelo, hendido por las divisiones
del irónicamente bautizado Pacto de Varsovia, se torna en zona de
seguridad nacional para los hegemonistas soviéticos, a los que
enceguecen las manifestaciones de patriotismo de los millones de
afiliados a Solidaridad. Sí, es del Oriente de donde regresó el
déspota, la Santa Rusia de la era del socialismo, a reencadenar la
miseria polonesa a los caprichos inapelables del ahora también
principal baluarte de la reacción europea y mundial.
Las desfiguraciones del régimen de Polonia corresponden
exactamente a las deformidades de los renegados del comunismo de
los Soviets, que desde Kruschev acá han atrapado en sus redes y
puesto en servidumbre a las naciones que se atreven a acercárseles
sin tomar las precauciones del caso. Los dirigentes de países como
Cuba y Viet Nam, a punta de actuar de testaferros en Angola,
Indochina, o en cualquier otra parte de la arena internacional
adonde los arrastra la codicia de sus señores moscovitas,
enlodaron los emblemas con que no ha mucho enardecían a las
multitudes soliviantadas y han concluido pasándoles a sus
respectivos conciudadanos las cuentas de cobro por las hazañas
filibusteras. Recordemos con el marxismo la máxima de que un
pueblo que oprime a otro no es libre; y si lo fue dejó de serlo,
porque ensamblar ejércitos de asalto, transportarlos y sostener
guerras de ocupación consume inmensos recursos que se sufragan con
gravámenes abultados, excesivas jornadas, descuido de ramas
industriales, desequilibrio del mercado, bajas humanas, sacrificio
sin cuento y, finalmente, con la mordaza y el látigo,
imprescindibles para prevenir la inconformidad. Poco o nada
influye que el Estado en cuestión se moteje de democrático-popular
o de socialista; igual se desgasta políticamente, concitando sobre
sí la malquerencia de sus subalternos y el recelo cósmico. Los
jerarcas de la URSS, fuera de depravar y sumir en el infortunio a
las repúblicas condenadas a su protección, labran asimismo su
propia desgracia. He ahí la moraleja de su fábula. Navegan en un
mar de inextricables contradicciones. A cada exabrupto de su
conducta socialimperialista suenan más repulsivos sus juramentos
de benefactores de la especie. Claman por la "distensión" pero
siguen extendiendo sus tentáculos letales tras lo que no les
pertenece. En Polonia exigen la masacre para no invadir y en
Afganistán invaden para masacrar; y detrás de cada una de
semejantes tropelías se encuentra, sin falta, la solicitud de una
marioneta suya requiriendo la "cooperación internacionalista".
Cuando los cogen con las manos en la masa, en flagrante delito de
colonialismo, se salen frescamente acusando a sus críticos de
"bandidos contrarrevolucionarios". Creen que engañan, mas sólo
hacen el hazmerreír y se aíslan progresivamente.
Por ello reiteramos que tales procedimientos y digresiones no se
compadecen ni con los postulados ni con los intereses de la causa
obrera. Ninguna identidad guardan con las premisas fundamentales
del socialismo científico que proscribe la más pasajera
explotación entre las personas y entre las naciones. La única
forma de sacar indemne esta verdad de la prueba histórica que
afronta será proclamando a los cuatro vientos y sin balbuceos la
felonía y la farsa soviéticas. ¿Cómo es eso de que un país
socialista considere espacios ajenos cual "zonas de seguridad" de
su exclusiva incumbencia, en donde se arrogue el derecho tiránico
o el deber "revolucionario" de dictaminar el tipo de gobierno que
les viene a los habitantes del lugar, los mecanismos con que han
de dirimir las disensiones domésticas, o hasta dónde han de llegar
las reformas? ¿Las imposiciones de los amos del Kremlin al pueblo
polaco no son acaso un calco vulgar de las consabidas injerencias
de los Estados Unidos en sus neocolonias?
Si con el pretexto de "mi zona" se bendice la entronización de
Jaruzelski, ¿con qué cara se estigmatiza la ascensión de los
espoliques norteamericanos marca Pinochet? A los imperialistas
siempre les ha parecido una transgresión inaudita de las normas de
convivencia la menor intriga de las metrópolis competidoras dentro
de sus esferas de dominio, mientras califican sus propias
intromisiones de dispensas naturales y legítimas. Los
socialimperialistas modernos obran idénticamente. Según la cólera
de Reagan, las maniobras de Brezhnev por adueñarse del Caribe
patentizan una infracción inconcebible del principio de no
intervención, mas no la presencia en El Salvador de unidades del
ejército estadinense que asesoran a los genocidas de la Junta
Militar. Y viceversa, para éste son inadmisibles y atentatorias de
la paz mundial las baladronadas de Washington y las plegarias de
Roma con que Occidente calcula sacar tajada de la fascistización
de Polonia, pero le parece un honroso aporte a la armonía
universal su manipuleo del gobierno de Varsovia en la noche de los
cuchillos largos del 12 de diciembre. A los defensores del
movimiento comunista, tan vil e hipócritamente escarnecido por el
revisionismo contemporáneo, les compete precisar que no se acogen
a ninguno de los dos alegatos expuestos, los cuales, no obstante
la acrimonia y la desemejanza formal, no expresan más que los
agudos altercados entre ambas superpotencias por el control del
orbe. La opinión esencialmente contrapuesta, la que vela por el
destino promisorio de los trabajadores de todos los continentes y
permanece fiel a las enseñanzas imperecederas del
marxismo-leninismo, parte del supuesto de que el derecho de las
naciones a la autodeterminación no es una simple fórmula ritual a
la que puedan recurrir los saqueadores para absolver sus crímenes,
sino la piedra angular del internacionalismo proletario, así como
de toda democracia y de todo socialismo verdaderos. Quien no
proteste por la intromisión de un país en los asuntos de otros,
tolere la más mínima intimidación u opresión nacional sobre un
pueblo, o se comprometa con las agresiones internacionales de
determinada república, con las razones que fueren, será un
chovinista incorregible, un agente extranjero, un revisionista
adocenado, un pobre diablo, lo que sea, pero jamás un demócrata
consecuente, ni mucho menos un socialista militante.
Los partidos mamertos a menudo arman algarabía alrededor de la
democracia, que prefieren identificar con el término gaseoso de
"derechos humanos", plegándose hasta en eso a la concepción
burguesa que tiende a diluir el contenido de clase del problema y
a ocultar el aspecto central de qué fuerzas sociales poseen el
Poder, y, por lo tanto, a quiénes les concede el Estado las
garantías y libertades y a quiénes se las niega o escatima. En una
dictadura proimperialista como la colombiana las decisiones las
toma la oligarquía conforme a las pautas trazadas por los
monopolios norteamericanos y en contra del querer de las
abrumadoras mayorías constreñidas, aunque se pregone a voz en
cuello que el pueblo es soberano porque sufraga en las elecciones
y disfruta de una que otra mentirosa prerrogativa. Algo similar
acontece en cualquier república, socialista o no, maniatada por
presiones económicas o chantajes de agresión y cuyos actos se
aprueban previamente por gabinetes que sesionan a kilómetros de
sus fronteras. Bajo un régimen que respira gracias a una invasión
militar o a las "ayudas" de otro, las masas laboriosas no tendrán
jurisdicción y mando, ni sus pareceres contarán para nada, así la
constitución las designe depositarias de la dictadura del
proletariado. En un mundo en el que prevalecen aún las diferencias
nacionales, el primer requisito de la democracia, no de la
burguesa sino de la obrera, no la de papel sino la real, la que
empieza por desentrañar la naturaleza clasista del Estado y pugna
por la supremacía de los desvalidos sobre los desvalijadores,
descansa en la soberanía y la autodeterminación de las naciones,
que se entienden como la atribución de cada pueblo a darse el
género de gobierno que a bien tenga, sin coacciones de ninguna
índole. A este precepto se le adosa otro no menos enjundioso: el
que las revoluciones no se exportan, dependen de las condiciones
específicas de cada país.
El socialismo habrá terminado su misión en la Tierra cuando
desaparezcan las clases y las disparidades nacionales, pero
mientras tanto ha de esmerarse en el cabal apuntalamiento de los
soportes de la democracia. En lo interno, amplísima participación
de las masas populares en las entidades del Estado y en sus
ejecutorias, igual en las administrativas que en las de sujeción
de las minorías reaccionarias; y en lo externo, escrupuloso
acatamiento a la facultad privativa de los pueblos a
autodeterminarse soberanamente. La sociedad proletaria que se
enruta hacia la eliminación de toda represión política y hacia el
derrumbe de las murallas que parcelan a los hombres en naciones,
no cristalizará su encargo sino recurriendo a esa represión, pero
a través de su hechura más democrática, el gobierno de los
trabajadores, y permitiendo que dichas murallas nacionales
alcancen su máximo apogeo mediante la prescindencia de la menor
coerción entre los países. No hay otro modo de emprender los
gloriosos cometidos de la revolución socialista. Nada de esto
tiene lugar en Polonia, en donde quienes ponen los presos y los
muertos son los operarios de las minas, de los astilleros, de las
fábricas; y los acaparadores del Poder proceden exclusivamente de
las élites cimeras del Ejército, del Partido y del Ejecutivo, una
burocracia podrida cuyos irritantes fueros emanan de su
obsecuencia con los socialimperialistas soviéticos. La libertad
polaca, florecida sobre la tumba del nazismo tras épicos esfuerzos
por reunificar la patria secularmente desmembrada, vuelve a
marchitarse ante la rapiña de los actuales depredadores, más
ominosos que los antiguos, ya que disponen a su antojo de una
concentración, económica y estatal, infinitamente superior a la
que conocieron los Romanov. Rusia se ha transmutado en un imperio
en expansión, foco primario de la tercera conflagración mundial,
que no será sosegado con las aguas lustrales de los apóstoles del
apaciguamiento. A mediados de 1975 atrapó a Angola patrocinando
una expedición de mercenarios cubanos; vinieron luego Kampuchea,
Lao, Afganistán, y caerán nuevas presas, porque la fiera cebada se
hace insaciable. Sólo el alistamiento de la lucha enérgica y
mancomunada de los pueblos, de los revolucionarios, de los países
no agresores, de los portaestandartes de la coexistencia pacífica
internacional, logrará parar a los hegemonistas soviéticos.
La importancia de la resistencia de Polonia radica en que le
infunde remozado aliento al gigantesco frente de contención contra
el socialimperialismo. Hoy como ayer su gesta se entrelaza con las
corrientes más progresistas de la época. Marx y Engels consignaron
en el Manifiesto: "Entre los polacos, los comunistas apoyan al
partido que ve en la revolución agraria la condición de la
libertad nacional" (1). Imitándolos, diremos a los 134 años que
nosotros también respaldamos, entre aquellos combatientes, a
quienes vean en la revolución social, en el saneamiento de la
superestructura, el rescate de la soberanía conculcada.
NOTAS
1. Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del
Partido Comunista, en Obras Escogidas, Tomo I, Moscú, Editorial
Progreso, 1973, p. 139.
LA VIGENCIA
HISTÓRICA DEL MARXISMO
Marzo de 1983
Editorial escrito por Francisco Mosquera y publicado en Tribuna
Roja No 45 de marzo de 1983.
Al cumplirse el 14 de marzo cien años de la
muerte en Londres de Carlos Marx, el Partido decidió valerse de la
conmemoración para estudiar y difundir los hallazgos del genial
alemán, cuyo sistema de pensamiento, designado honoríficamente con
su nombre, alumbra la lucha emancipadora del proletariado. Con tal
motivo se constituyó una comisión para que coordinara las
múltiples actividades con que celebramos la efemérides. Entre las
orientaciones impartidas por el Comité Ejecutivo Central se
destacó la de no limitar la campaña educativa a los textos de Marx
y Engels, sino ampliarla y sustentarla con los acopios posteriores
de sus principales discípulos, Lenin, Stalin y Mao. Recomendación
pertinente, pues se trata es de remarcar la trascendencia del
marxismo. ¿Y de qué modo mejor que el de empezar por reconocer los
reportes sobre los magnos transformadores sociales que debieron
sus éxitos al rigor con que interpretaron las instrucciones de
aquéllos y a la lealtad con que los defendieron?
Los ideólogos de la burguesía, ante la arrolladora ascendencia del
creador del socialismo científico, acrecida con el paso del
tiempo, lejos de ignorar sus prédicas cual lo intentaron en sus
albores con la "conspiración del silencio", ahora se empeñan en
pervertirlas, desligándolas de las "impurezas" y "atrocidades" de
sus continuadores y absorbiéndoles su savia revolucionaria.
Reducir el marxismo a las ejecutorias de los expositores del
Manifiesto Comunista, además de despojarlo de su verdadera
dimensión histórica, significaría negarle su infinita capacidad de
desarrollo.
Si ha habido un método ideológico que cimiente su pujanza en la
ninguna resistencia a la evolución; en la predisposición a
ajustarse o aprovecharse de las modificaciones que traen consigo
los procesos naturales y sociales y los adelantos de las ciencias,
ésa es la concepción del mundo elaborada por Marx y Engels. No
configura un dogma cerrado o acabado al que ya nada ni nadie
consigue enriquecer, o que se marchite ante la marcha incesante de
los acontecimientos. Su fundamento materialista y dialéctico le
permite mantenerse al día y a la vanguardia del combate por los
cambios en la naturaleza y la sociedad, y requiere, por ende, de
las contribuciones que de cuando en cuando efectúan los portadores
del progreso de los diversos países. Existe sólo a condición de
que se innove. De ahí el interés que muestran las capas "cultas"
para mantenerlo, contrariando su esencia, como un compendio
disecado, sobre el que suena bueno lucubrar doctoralmente, mas al
que hay que anularle cualquier incidencia creadora en los hitos de
la revolución mundial, mientras no sea para achacarle los
fracasos. Pero el pleito es gratuito. Los sucesos de
aproximadamente ciento cuarenta años, desde el momento en que
aquél quedara estructurado en sus rasgos fundamentales hasta hoy,
ponen de manifiesto sus inmensas repercusiones, y que, distante de
perder lozanía, se halla cada vez más resplandeciente, más
actualizado, más victorioso. Justamente la frustración de las
grandes gestaciones revolucionarias en dicho transcurso han de
abonársele a la revisión u omisión del marxismo y no a su puntual
observancia.
Los lineamientos teóricos dilucidados por los autores de La
ideología alemana comienzan a perfilarse en el período en que las
masas obreras de las naciones industrializadas de entonces
ensayaban sus ataques contra el orden burgués establecido; contra
ese mismo orden tras el cual se habían movilizado a la zaga de sus
explotadores durante las rebeliones antifeudales, y que luego, sin
comprenderlo muy bien, se volvía contra ellas y aparecía como la
primera causa de su sojuzgación y la razón última de todas sus
desgracias. La "igualdad" prometida no era más que un formalismo
legal para encubrir la esclavitud asalariada. La "libertad"
estatuida garantizaba únicamente las transacciones mercantiles del
capitalismo, en las que al trabajador se le estima cual una
mercancía más. Y la tan socorrida "fraternidad", prohibida para
los desposeídos, no pasaba de ser la que brinda el dinero. El
proletariado europeo salta a la palestra en las décadas iniciales
del siglo XIX y por su cuenta y riesgo emprende los embates contra
la nueva extorsión sacralizada, pregonando con su rebeldía el
asomo de un enorme sector social que, a semejanza de los
anteriores, se reservaba también el derecho a moldear el mundo
conforme a sus propias conveniencias. Con dos diferenciaciones:
una, que nunca antes se lo había propuesto ni podía proponérselo
la fuerza esclava de la sociedad; y otra, que el triunfo suyo, la
instauración de la dictadura de dicha fuerza, desembocará en el
término de todo tipo de explotación entre los hombres y por tanto
en la supresión de las clases. A Marx le corresponde la distinción
de proporcionarle el sustento a esta lucha y de dotar, a los
artífices recién surgidos, de los materiales ideológicos
indispensables con qué culminar la obra transmutatoria. El
marxismo, que no irrumpe en ninguna otra época pretérita por
ausencia de las condiciones reales que lo hicieron posible,
inaugura una era entera en la historia de la humanidad. De no
haber sido del cerebro germano nacido en Tréveris el 5 de mayo de
1818, aquellas herramientas espirituales hubieran brotado de
cualquier otro, porque toda alteración en la estructura económica
se refleja inexorablemente en las instituciones y demás campos de
la actividad social, con sus respectivos conflictos entre
segmentos de la población, bandos, dirigentes, ideas, etc., y el
proletariado de cualquier modo se habría armado y pertrechado para
su justa. Esto no lo ignoramos; pero asimismo podemos estar
seguros de que la contextura marxista en que encarnó tal necesidad
histórica luce irreemplazable por la hondura del examen, la
vastedad de los temas, la belleza de la forma. Para lograrlo Marx
ha de empeñarse en el análisis del capitalismo y probar que éste
no integra la etapa definitiva sino que representa un escalón más
del desarrollo, y que, cual los precedentes, nace y perece al
cumplir su ciclo. Acaba con los sueños de la eternización del
régimen burgués, al verificar que éste, al igual que los otros,
perecerá cuando el incremento constante de las fuerzas productivas
se vea estancado por las relaciones de producción que antes lo
favorecían. Máxima ley de todos los sistemas que han prevalecido y
que bajo el capitalismo se expresa particularmente en la antítesis
entre el alto grado a que llega la socialización de la producción,
de una parte, y de la otra, la distribución anárquica y la
apropiación individual de los instrumentos y medios de la misma.
Aun cuando aquellos criterios estaban llamados a revolucionar toda
la historiografía anterior, librándola del idealismo y de la
metafísica y descubriéndole su hilo conductor con arreglo al cual
se mueve, el autor de El Capital, en lugar de pretermitir las
prodigiosas conquistas del conocimiento, se apoya en ellas y de
ellas parte para erigir su edificio conceptual. En este sentido el
marxismo es fruto y semilla de lo mejor del intelecto humano, del
cual recoge cuanto fuere rescatable, desechando lo que riña con la
realidad o la falsee, y al cual le retribuye generosamente, tan
sólo restringido por las limitaciones y el penoso ascenso del
saber científico. Así como Marx fue implacable con toda
superstición religiosa, filosófica o de cualquier otra índole,
recibía con gozo juvenil las revelaciones de un Darwin, de un
Morgan o de un Laplace. Hereda la dialéctica hegeliana, pero la
voltea, ya que, cual él mismo decía, se hallaba invertida, con los
pies hacia arriba, corrigiéndole su arrevesada inspiración
idealista. De Feuerbach adopta su postura materialista en la
medida en que ciertamente lo era. Y de la conjunción de estas
porciones incompletas de la filosofía alemana acopla su
clarividente y armónica concepción y su método elemental y exacto:
el materialismo histórico y dialéctico. Es la materia la que
gobierna al espíritu, no al contrario; y nada está estático sino
que todo circula y se modifica permanentemente. Marx halló que la
primera necesidad de los hombres estriba en proveer los medios con
qué mantenerse y procrearse, para lo cual han de entrar en
determinadas relaciones entre sí, el piso real que condiciona el
resto de las manifestaciones sociales, como el Estado, la
política, la cultura, en suma, la superestructura de la sociedad.
Aunque las alteraciones en la base económica acarrean las
mutaciones en la superestructura, y ello sea lo principal, ésta
también evoluciona por sí misma e incide sobre aquélla, y a veces
de manera decisiva, cual sucede en los desenlaces revolucionarios.
Otro tanto pasa en la naturaleza, en donde las cosas cambian y se
influencian mutuamente, alternándose los papeles en el curso de su
desenvolvimiento. Lo que ora es efecto, luego actúa de causa y
viceversa. Lo que se desempeña como general en un contexto, en
otro lo hace de particular. Lo que ayer fue especie, mañana será
familia, y así hasta el infinito. Talla dialéctica de los procesos
materiales que se reflejan en la dialéctica del pensamiento,
síntesis suprema en que, en virtud del marxismo, culminan milenios
de vigilias y divagaciones filosóficas.
Asimismo, ayudándose con el repaso crítico de la economía política
inglesa y desarrollando los ingentes esfuerzos investigativos al
respecto, el redactor en jefe de la Gaceta del Rin desentraña los
misterios del valor de uso y del valor de las mercancías como
sustratos, respectivamente, del trabajo concreto o útil y del
trabajo abstracto o social; y corre el velo al secreto de la
ganancia y del enriquecimiento del capitalista al averiguar la
plusvalía y al explicar cómo ésta no es más que la parte no
retribuida del trabajo del obrero, y que acumulada en las manos de
aquél se convierte en fuente de la fortuna y la omnipotencia de
unos pocos y de la ruina y el sometimiento de muchos. El
asalariado vende su fuerza de trabajo, una mercancía cuyo costo
equivale al mantenimiento suyo y de su familia y que al usarse, o
consumirse en trabajo, crea un producto superior, con el cual se
cubre dicho costo, quedando un excedente, que es el que se embolsa
el dueño de la fábrica. A la par con la acumulación capitalista
ocurren el auge constante y acelerado de la producción, la
relegación del operario por la máquina y el descenso de la cuota
de ganancia, fenómenos que se traducen en crisis periódicas que
obligan al capitalismo a suspender drásticamente su carrera, la
que reinicia de nuevo, sólo después de que haya eliminado buena
cantidad de sus fuerzas productivas con la quiebra de las empresas
y el despido de los obreros. Un modo económico que condena a la
indigencia a millones y millones de personas a tiempo que permite
la mayor eclosión de bienes; riquezas colosales que carecen de
pronto de quiénes las compren y disfruten, y muchedumbres
abigarradas de hambrientos que sucumben ante una opulencia jamás
vista. Un modo económico que tiene que sacudirse traumáticamente
sus propios progresos y que mientras más se desarrolla más
evidencia la indefectibilidad de una organización social distinta
que encauce y se compadezca de tales progresos.
Marx prohija los anhelos del socialismo francés de erradicar las
arbitrariedades que se han hecho patentes en el ordenamiento
plantado sobre la explotación burguesa. Mas le reprocha sus
quimeras; sus "falansterios", bancos proudhonianos de intercambio
y demás panaceas inventadas al margen del curso económico y de la
pugna entre los antagónicos estratos sociales; sus ilusiones de
convencer a los expoliadores para que voluntariamente se comidan a
abrazar el evangelio de una virtuosa y filantrópica justicia.
Contra tan pueriles utopías socialistas intercede por un
socialismo científico, que sea la resultante natural del discurrir
histórico, la ulterior construcción orientada sobre lo legado por
el capitalismo fenecido, que se abra paso a través de la lucha de
clases y distinga en el proletariado a su beneficiario, el agente
que ha de encargarse de imponerlo. Las revoluciones del siglo XX,
la rusa y la china entre ellas, refrendaron estas soberbias
deducciones, así como han ratificado, junto con los
extraordinarios avances de la ciencia en los más disímiles campos,
las certezas y la utilidad de la metodología materialista y
dialéctica. ¿Y quién niega, por ejemplo, que el crac de 1930, o
los trastornos recesivos de 1970, o los de 1975, o los que en la
actualidad afectan turbulentamente a los países más desarrollados,
no son una palmaria demostración de las teorías marxistas, pese a
que el capitalismo se ha trocado en monopólico y contabiliza a su
haber los incalculables recursos hurtados a los pueblos sometidos
del orbe?
UNA GUÍA PARA LA ACCIÓN
Debido a que no desciende de los reinos celestiales, como han
sobrevenido las esotéricas doctrinas que buscan en los designios
divinos la clave de las candentes incógnitas de la creación, y a
que, en cambio, germina en la tierra fértil de la realidad, de
donde desarraiga sus postulados en lugar de preconcebirlos, el
marxismo engloba conclusiones, verdades y diagnósticos aplicables
a las diversas circunstancias existentes, de los cuales nos
servimos a objeto de descifrar las peculiaridades específicas de
nuestro país y de nuestra causa. Y debido también a que su estilo
investigativo exige la evaluación concreta de las condiciones
concretas y da por sentado que éstas varían de acuerdo con sus
leyes internas y sus relaciones externas, si lo esgrimimos
adecuadamente, calaremos las diferencias o analogías de Colombia
con los demás Estados y el sentido y la velocidad con que aquéllas
se alteran.
Cuando en la segunda mitad de la década del sesenta rebatíamos los
embrollos de grupos camilistas que, como Golconda, apostrofaban
contra el rol dirigente del proletariado en el proceso
revolucionario, no hacíamos otra cosa que recurrir a los asertos
marxistas, que confirman de qué manera las huestes obreras crecen
y se robustecen constantemente con la expansión de la industria
mientras las otras clases se descomponen sin remedio. ¿Y qué hemos
hecho cuando catalogamos a Colombia de nación neocolonial y
semifeudal que gira en la órbita del imperialismo norteamericano,
y de nueva democracia a la revolución que nos compete impulsar en
esta etapa? Pues efectuar, con la asistencia de esa "guía para la
acción", la auscultación económica de los modos de producción
prevalecientes en el país; identificar las disparidades de éste
frente a las repúblicas capitalistas desarrolladas y sus
similitudes con los pueblos del Tercer Mundo; distinguir las
fuerzas sociales y discernir exactamente sus contradictorias
funciones en la brega; preservar y hallar compatible la dirección
proletaria con la naturaleza democrático-burguesa de la
revolución; captar o (¿?) inaceptable y estéril de querer
brincarse etapas y pretender prescindir subjetivamente de cierto
grado de capitalismo nacional, mientras éste cumpla aún una misión
positiva y no haya agotado su decurso; comprender que la mayor
urgencia de Colombia consiste en alcanzar la plena independencia y
la cabal soberanía, cuyo cometido requiere de la colaboración de
todas las clases, capas y sectores patrióticos y revolucionarios;
prever que el régimen democrático que instauraremos se
transformará en la sociedad socialista del futuro, y, en fin,
ubicar y atender todos y cada uno de los tópicos esenciales en los
que descansa la suerte de las masas y del Partido. Ya esto, no
hace mucho, calificaban los trotskistas colombianos de falta de
originalidad o de calco mecánico, ya que admitimos la presencia de
una burguesía nacional en nuestro medio, susceptible de aliarse
con nosotros en la pelea por la liberación y contra el
desvalijamiento imperialista, lo cual coincide con lo que refiere
Mao de la China de antes de 1949. Se les ocurría exagerada
postración a lo extranjero, demasiada enajenación mental, el colmo
del culto al dogma, que tomáramos del gran timonel chino sus
aseveraciones y procedimientos, en cuanto guardan de universales,
para auxiliarnos al indagar por nuestras propias características,
así como aquél los tomara de Stalin y Lenin, y éstos, a su turno,
de Marx y Engels.
Se torna gratificante recordar tales episodios en el centenario de
la muerte del director fundador de la Nueva Gaceta del Rin, porque
esos mismos socialisteros a ultranza se transmudaron
posteriormente en fervorosos y cercanos compinches de los
revisionistas criollos, quienes han andado siempre tras las
huellas de las más exóticas banderías burguesas, repitiendo la
monserga liberal sobre los lunares o los dones de la democracia
oligárquica y sobre las fórmulas para recomponerla, o matizando
hasta más no poder la contraposición que media entre el régimen
representativo burgués y el popular y revolucionario que precisa
Colombia y por el cual ya vienen contendiendo valiosos y masivos
sectores de la población. Tamaña confusión y tamaño envilecimiento
se han reputado cual inteligentísima maniobra para ensamblar el
frente único y unir a los explotados y oprimidos, pero en el
fondo, fuera de entregar las riendas a la burguesía aliada y
suprimir de un tajo la hegemonía obrera en la conducción de la
alianza patriótica, denotan el vacío absoluto de una política de
principios, el desprecio olímpico por la teoría, en una palabra,
el supino desconocimiento del marxismo, junto a la más pedante,
superficial y estridente agitación de éste.
Una cosa es que de la disección que llevemos a efecto de la
economía y de la conducta de las clases saquemos el proyecto
general estratégico y táctico, y por ello advirtamos de la
presencia de un fragmento burgués, constreñido por el imperialismo
y marginado del mando, al que habremos de aproximar, facilitando
su concurso con un programa democrático indicado, y otra
diametralmente distinta secundar sus opiniones retardatarias y
correr tras él, sobre todo cuando se pliega dócil a la reacción
gobernante y le da la espalda a la revolución. Entonces no queda
más disyuntiva que enmendarle la plana, impugnando sus
vacilaciones e inclinaciones inmanentes a su condición social, y
romper el acuerdo, si lo hay, a la espera de que pase la resaca y
soplen los vientos benignos, el ciclón revolucionario. Lo que se
dice un viraje táctico conveniente y en el plazo oportuno. De ello
nos ocuparemos un poco más adelante. Sin embargo, no quisiéramos
concluir el asunto que estamos abordando sin agregar algo más.
Del hecho de que en nuestro país, por su estancamiento relativo y
el vasallaje externo, subsista una pequeña y mediana producción de
tipo empresarial, tanto en la ciudad como en el campo, que urja
medidas proteccionistas y ciertas libertades para no asfixiarse
ante la extorsión de las capas monopólicas y parasitarias, y de
que los representantes de aquellas formas productivas todavía
puedan contribuir económica y políticamente a nuestro desarrollo,
no se desprende que a la burguesía y a su sistema no les haya
transcurrido, y desde hace rato, su momento histórico. El porvenir
ineluctablemente ya no les pertenece. Y allí donde esta clase, o
una parte de ella, consiga justificar sus aportes, como en el caso
colombiano, su labor, con lo enjundiosa que llegue a ser, estará
limitada por sus fatales impedimentos, sus irresoluciones, su
innata debilidad, su temor a extinguirse. La gesta emancipadora la
fortificará pero le espanta, porque presiente sus riesgos. Al
proletariado no es que la revolución le convenga, así
escuetamente, sino que constituye su elemento, su modus vivendi; y
entre más honda sea, entre más categóricamente socave el antiguo
orden, más realizado se verá, más íntegro será su poder.
Engels relata cómo, en las jornadas de mediados del siglo XIX,
cuando los capitalistas estaban derribando el feudalismo y
perfilando sus Estados nacionales, el crítico del Programa de
Gotha le recomienda al proletariado -desde luego- que participe,
pues con el advenimiento de la república se eliminan todas las
interferencias que obstruyen su lucha de clases; y que apoye al
destacamento burgués más consecuente y radical, pero cuidándose de
postrarse ante los halagos, o de aceptar los ofrecimientos que le
hiciere el régimen recién instalado, y resguardando celosamente su
independencia política, para no traicionarse a sí mismo. Si esa
advertencia ya era un deber indelegable de los trabajadores en las
calendas en que el capitalismo se hallaba en su curso ascensional,
¿qué diremos hoy de nuestros acuerdos con la fracción progresista
de la burguesía, cuando el mandato revolucionario histórico de
ésta finiquitó hace casi una centuria y desde entonces se inauguró
la época de la revolución mundial proletaria? Definitivamente los
revisionistas, cual reza su apelativo, son unos renegados del
marxismo.
LAS ENSEÑANZAS SOBRE LA TÁCTICA
Marx, el más glorioso apologista de la Comuna de París, mediante
una certera apreciación de las trayectorias de las revoluciones,
redondea la táctica a la que han de atenerse los obreros a fin de
organizar y preparar sus contingentes y vencer en las contiendas
por su emancipación de clase. Aunque no renuncia a las
posibilidades de un derrocamiento pacífico de la minoría opresora
en condiciones muy excepcionales, aconseja emplear la violencia
para destruir la vieja máquina estatal e instaurar y mantener la
nueva. No obstante, el blandir los instrumentos propiamente
insurreccionales depende igualmente de factores económicos y
políticos que en un momento preciso precipitan los levantamientos,
y no de los deseos y caprichos de la vanguardia. Hay días
subversivos y revolucionarios que equivalen y concentran años y
decenios de ricos y rápidos sucesos, al igual que hay decenios tan
pobres y lentos en que apenas si transcurren días de historia. De
esta sencilla pero penetrante observación el activista de la
revolución de 1848 concluye las pautas para distinguir la
modalidad de pelea que preferirán los paladines proletarios en las
distintas eventualidades. La mudanza de las cosas ocurre por
intermedio de pausadas evoluciones seguidas de saltos bruscos, y
ambas secuencias conllevan su importancia y se complementan
recíprocamente. Durante los períodos apacibles se debe elevar la
conciencia, acrecer la fuerza y ejercitar la capacidad combativa
de los trabajadores, para que cuando lleguen las coyunturas de
insurgencia no se les escapen por falta de la madurez y de la
pericia necesarias. Pero como las masas no se educan más que con
las lecciones de la experiencia práctica, el aprendizaje habrán de
acometerlo interviniendo en los enfrentamientos de clase. La
acción política es el medio y las reivindicaciones democráticas
arrancadas al enemigo las espadas que convertirán a los noveles en
expertos gladiadores. Por eso el fundador de la Internacional,
fuera de que fustiga con denuedo a Bakunin y demás anarquistas por
inducir a las mayorías apaleadas al total abstencionismo,
degradándolas moralmente, embruteciéndolas aún más, entregándolas
cual mansos rebaños a la demagógica influencia de los portavoces
del capitalismo, reprueba firmemente toda aventura que eche a
pique en un instante lo cosechado con pacientes esfuerzos, les
otorgue fáciles ventajas a los expoliadores y converja en la
liquidación del movimiento. Y Marx no fue el teórico que se
imaginan muchos, enclaustrado la existencia entera en su
biblioteca y sustraído del acaecer cotidiano. Le tocó, a la
inversa, inflamar en no pocas ocasiones el ánimo bizarro de los
obreros en campaña, o incluso acudir solidariamente en socorro de
alguna jornada perdida, como cuando, después de haber prevenido al
proletariado francés respecto a un alzamiento extemporáneo, y una
vez desatado, se levantó en su respaldo, considerándolo un mal
menor frente a una capitulación sin combate, y escribiendo la más
hermosa página sobre el primer ejemplo vivo en el mundo de un
gobierno, aunque efímero, de los asalariados, la Comuna de París.
La revolución colombiana tiene indudablemente harto que aprender
del marxismo, siendo el craso desconocimiento de éste su mayor
deficiencia y su peor infortunio. Sin embargo, si se nos
preguntase qué punto de tantos merece especial prelación para
estudiarse, no vacilaríamos en señalar que los cánones tácticos
encabecen la lista de los asuntos por desenmarañar en un país en
donde muchos de quienes se declaran seguidores de los preceptos
sistematizados por el padre del comunismo, o son abates de secta,
o anarquistas que se mimetizan de políticos pero que exaltan el
terror a la categoría de una profesión para vivir de ella; o
politiqueros burgueses infiltrados en las filas obreras, que hacen
de los derechos humanos, de las reformas, de los reclamos y de la
obtención de los abalorios económicos el objetivo máximo de las
aspiraciones revolucionarias; o revisionistas retobados que hablan
de la "combinación de todas las formas de lucha" para permitirse
la licencia de caer en todos los extremos del oportunismo de
derecha y de "izquierda" y eludir la responsabilidad de trazar un
plan de acción proporcionado, que defina claramente las tareas
prioritarias para cada tramo y que coadyuven en verdad a la nación
y al pueblo y no a sus particularísimos y mezquinos intereses; o
son simplemente los representantes genuinos de la vacua palabrería
pequeñoburguesa que merodean por doquier pregonando con sus
desastrosos experimentos cómo se debe "agudizar la pelea", "crear
las condiciones" y "pasar siempre a la ofensiva".
Llevamos más de tres lustros de controversias contra tales
descarríos antiproletarios y antimarxistas que tanto daño les han
inferido a los trabajadores y a las masas populares en general; y,
por lo que se aprecia, todavía nos falta demasiado para erradicar
semejantes enfoques nocivos y actitudes de apurar las labores de
la revolución. Cuando amagan extinguirse bajo el peso abrumador de
sus incontables descalabros, las ya envejecidas desviaciones se
reanudan de golpe, como si no hubiera sucedido nada, evidenciando
únicamente su cerril contumacia, su tajante negativa a enjuiciar y
a corregir sus errores. Una de las últimas de esas resurrecciones
la presenciamos con el bochornoso espectáculo brindado por
aquellas agrupaciones mamertas e hipomamertas, que en los comicios
pasados promovieron desfachatadamente la conciliación con las
oligarquías, a muchos de cuyos exponentes más reputados alabaron
hasta la abyección por sus ofertas de "amnistía" y de "paz", para
luego proseguir en las mismas andanzas por las cuales se vieron
obligados a solicitar clamorosamente los indultos y demás decretos
pacificadores.
Por el análisis materialista precisamos que aquellas malsanas
tendencias responden sustancialmente a dos factores singulares: de
un lado, con el atraso de Colombia, perpetuado por el saqueo
neocolonial del imperialismo, fluctúa un considerable volumen de
capas medias que aunque se encaminan a la bancarrota no adquieren
aún las miras del proletariado, pues a lo sumo entran a engrosar
las legiones inmensas de los cesantes, a las que el régimen no es
capaz de proporcionarles ocupación alguna; y del otro, el
pernicioso influjo de la comandancia cubana que, además de servir
de muñidora del socialimperialismo soviético, azuza y amamanta
todos esos géneros oportunistas, para lo cual dispone, con la
desesperación de dichas capas, de un caldo de cultivo insuperable.
Mas por la dialéctica conocemos que en los desvaríos y fracasos de
los diversos matices del extremoizquierdismo se gesta su
contrario, el comienzo de su fin, hasta el punto de que entre más
reluzcan y mas alarde hagan de su prepotencia, más dejarán a la
intemperie sus fragilidades e incongruencias y más podrán los
destacamentos organizados de la clase obrera contrastar y hacer
valer la invencibilidad de los procederes revolucionarios.
De lo sintetizado hasta aquí se deduce otro aspecto clave, el de
que la táctica marxista no se circunscribe, para delinear sus
derroteros, a las peculiaridades del país respectivo, ni siquiera
de un grupo de países, sino que ha de sopesar la situación mundial
en su conjunto, medir la distribución de fuerzas que opera
periódicamente a la más amplia escala y percibir el sello y el
rumbo determinantes de la época de que se trate.
CAMBIOS EN LA DISTRIBUCIÓN MUNDIAL DE FUERZAS
Atrás dejamos establecido que a Marx y a su amigo Engels les tocó
actuar en un momento en que, aun cuando el proletariado ya
intentaba sus duelos contra sus contrincantes, no habían culminado
las revoluciones burguesas y a aquél le aguardaba todavía un largo
proceso de paciente preparación; su hora no sonaba aún y sus
opugnadores llevaban la batuta y estampaban la firma a los
acontecimientos. En eso yacía el rasgo sobresaliente de la
situación histórica. Las fuerzas a nivel internacional se
realinderaban según la entidad y el peso de los distintos países y
de sus correlativos sectores dominantes, entre los que descollaban
la Santa Rusia como el fortín de la reacción europea y la cerrada
mancomunación de los intereses burgueses contra la clase
asalariada, que no hacían factible el triunfo obrero en una
nación, sin un estallido general, el cual nunca se dio. Tales
circunstancias condicionaban las perspectivas y el batallar
revolucionarios. Abundan las referencias de ambos estrategas al
respecto, subrayando los peligros del despotismo ruso, exhortando
a golpear en el sitio y en el instante en que éste estuviera
impedido para proceder, sin concederle gratuitas o innecesarias
ganancias, y llamando a la unidad de los trabajadores del globo.
"¡Proletarios de todos los países, uníos!", como que era su
consigna. La democracia de entonces liberaba a las naciones
grandes de la Europa Occidental y se oponía acérrimamente al
zarismo, que en procura de sus torvos propósitos, derrumbaba por
doquier los manes del progreso, e impedía las aspiraciones
nacionales de los pueblos pequeños y atrasados. En su itinerario
obligado, la causa obrera internacional estaba compelida a brindar
su concurso a las burguesías más osadas, alertando sobre el engaño
de los movimientos que, como el paneslavismo, no eran más que
mascarones de proa del oscurantismo ruso, y precisándose a sí
misma que la instalación de la república y la obtención de los
derechos democráticos le proporcionaría, nada más, pero tampoco
nada menos, que el terreno ideal para su gesta libertaria, la cual
exige la abolición completa de la explotación capitalista.
Con el siglo XX nace otra época. El capitalismo, que abandona la
libre competencia, llega a la fase imperialista, su fase decadente
y final. Entretanto el proletariado ocupa el lugar de adalid de la
revolución mundial y ésta adquiere su impronta socialista. Las
burguesías de los grandes Estados europeos, al cabo de un
interregno de tres decenios, desde la devastación de la Comuna de
París en 1871, y en el que conforme consolidan su poderío van
perdiendo el ímpetu de la mocedad y mellando su espíritu
innovador, desalojan a Rusia de la supremacía, con la que ahora
emulan y al lado de la cual representan otras cuantas fortalezas
prioritarias de la reacción. Inician, junto a la exportación de
capitales, el apoderamiento y el despojo sistemáticos de las
regiones de ultramar, originando la rebatiña entre sí por las
colonias, puja para la que se arman tenaz y velozmente, hasta ir a
parar a la conflagración que envolvió a todo el orbe "civilizado",
la hecatombe de 1914-1918. Esta implacable riña interimperialista
crea los complementos, antes inexistentes, para la irrupción del
socialismo en un solo país, tal como lo vaticina Lenin; siendo
precisamente Rusia la primera en obtenerlo, bajo la sabia
orientación del partido bolchevique y cual fehaciente prueba de
los extraordinarios aciertos de sus preceptores, Marx y Engels.
Tal es el distintivo y el viento predominante de la nueva era. Los
más notorios reagrupamientos fueron: dentro de la clase obrera
brota una facción aristocrática y chovinista que se nutre de las
moronas que caen del festín de los regímenes saqueadores, y cuyas
faenas piráticas y depredadoras acolita; lo más granado de las
mayorías laboriosas persevera, con el liderazgo de los partidos
marxistas, en arremeter contra la barbarie entronizada por las
metrópolis y en denunciar la proclividad de la corriente
socialtraidora, y, por último, simultáneo a la regresión de la
Europa burguesa, insurgen en Asia los movimientos democráticos de
los pueblos avasallados que despiertan al capitalismo y se yerguen
en pos de las conquistas republicanas, alentados por una burguesía
joven, cuyo más firme y voluminoso exponente son los campesinos.
De todo lo cual resulta la unidad combativa entre el socialismo de
los proletarios de los países capitalistas y la democracia
revolucionaria de las naciones colonizadas, contra la
confabulación de los imperialistas y sus socios menores, el
oportunismo vendido. Lenin se basa en dichas premisas para diseñar
la táctica a seguir, insistiendo en no propiciar por ningún motivo
la carnicería bélica de ninguna de las potencias en pugna y, antes
por el contrario, propender a la guerra civil contra la
provocación armada de todos los imperialismos.
Durante la Segunda Guerra Mundial se desencadena una inusitada y
singular redistribución de los poderes enzarzados en la reyerta.
Ante la imperiosa premura de resguardar a la Unión Soviética, a la
sazón el único Estado socialista existente y principal baluarte
del proletariado internacional, que se hallaba amenazada de muerte
por los delirios hegemónicos de la Alemania hitleriana y de sus
secuaces, Stalin hizo hincapié en la distinción entre los países
"agresores" y los "no agresores" del ámbito imperialista y concitó
a la conformación del más dilatado frente contra el fascismo,
llamando a reclutar no sólo a los movimientos independentistas de
las naciones subyugadas, a los contingentes obreros de todas las
latitudes, comprendido el mismo gobierno de Moscú, y al resto de
tendencias democráticas y progresistas del planeta, sino a Estados
Unirlos, a Inglaterra, al régimen francés gaullista estatuido en
el exilio y a las demás autoridades burguesas contrapuestas al
Eje. Esta precisa y justa estrategia, coincidente con las
mutaciones presentadas, hundió al nazismo, salvó a la URSS, allanó
el camino de la revolución para los cientos de millones de
pobladores de China y para los otros pueblos de Europa que
abrazaron el socialismo.
Dentro de una misma concepción nos hemos referido a dos épocas y a
los sendos diseños tácticos concernientes a tres reagrupamientos
sucesivos de las fuerzas sociales y políticas del mundo; y hemos
expuesto, grosso modo, cómo los partidos revolucionarios del
proletariado obtuvieron significativos lauros, al interpretar
creadoramente las diversas variantes y comportarse en
consecuencia, ceñidos a las enseñanzas del materialismo y de la
dialéctica de Marx.
LA REGRESIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA Y SUS
REPERCUSIONES
Ahora, y para hacernos a una idea global de las vicisitudes del
marxismo, describamos la última y más trascendente reubicación de
las fichas en el tablero internacional, la cuarta en la tabla
cronológica de las modificaciones notables, que afecta, acaso como
ninguna otra, a la lucha del proletariado. De la segunda
conflagración queda un panorama destinado a desvertebrarse muy
pronto: además de la URSS, que acaba revitalizada no obstante sus
inenarrables sacrificios, se liberan Polonia, Hungría, Bulgaria,
Rumania, Checoslovaquia, Albania, Yugoslavia y Alemania
Democrática, en Europa; y China, el Norte de Corea y el Norte de
Viet Nam, en Asia, articulándose lo que se bautizó el "campo
socialista". En cuanto al club de los imperialismos, Estados
Unidos emerge preponderante, indisputado y solvente, hasta el
punto de que, ante el colapso de las otras potencias, se permite
el lujo de financiar la reparación de la Europa humeante y
asolada. En lo atinente a los pueblos avasallados, aunque muchos
consiguen la república, la independencia política y otras de las
libertades formales burguesas, continúan aherrojados bajo la
rapiña económica de las metrópolis, primordialmente la
norteamericana, o sea, generalízase el neocolonialismo como la
modalidad preferida del desvalijamiento internacional. A las dos
décadas comienzan a insinuarse unos vuelcos de una monta y de una
incidencia inesperadas; que hoy, al cumplirse el centenario de la
desaparición corporal de Marx, se divisan con toda nitidez y
plenitud.
Con Nikita Kruschev, el Kremlin abjura del marxismo-leninismo e
inicia su tenebroso trasegar en pos de la restauración del
capitalismo y por la evocación del alma en pena de la Gran Rusia
vandálica y tiránica.
Por esas ironías de la historia, la patria de Lenin, la cuna del
socialismo y el invicto campeón sobre las hordas nazis, la otrora
gloriosa Unión Soviética, vuelve a ocupar su sitio de peor foco de
la reacción y a reasir su antigua catadura de satrapía
expansionista, mas desbordando los primigenios marcos
continentales del siglo pasado, para desplegar sus intrigas
diplomáticas y sus operaciones bélicas al más anchuroso nivel
cósmico, y dispuesta a superar las marcas de crueldad y de vileza
de los imperios que la han antecedido. A los Estados "socialistas"
que están bajo su tutela les extrae jugosos dividendos y los
somete a su férula política, colocándolos de correveidiles suyos
en cuanto foro internacional se convoque e inmiscuyéndolos en los
asuntos internos de los otros países, cuando no utilizándolos
directamente en sus zarpazos guerreristas, cual solían hacerlo las
seniles potencias con los pueblos de las colonias, a los que
alistaban en sus ejércitos a fin de que realizaran por ellas las
faenas de exterminio. Paradigmas de tan humillante postración son
Cuba y Viet Nam, cuyos regímenes serviles se desviven por adivinar
y complacer los antojos de Moscú. Y con las naciones pequeñas y
débiles que se rehusan a entrar en su cercado, los
socialimperialistas porfían en convertirlas al "socialismo"
mediante una fría y calculada labor catequizadora adelantada a
sangre y fuego, como en Angola, Etiopía, Afganistán, Kampuchea y
Lao.
En los años en que particularmente los chinos abrieron la polémica
contra el revisionismo contemporáneo, por allá a mediados de los
cincuentas, no escasos observadores miraban con aire de
incredulidad los severos enjuiciamientos y las aflictivas
premoniciones sobre el curso que iban tomando las cosas en la
Unión Soviética. Al cabo de cuatro lustros los crímenes y las
infamias de las autoridades moscovitas, desde Krushev hasta
Andropov, pasando por Brezhnev, le han otorgado con creces la
razón a Mao Tsetung, quien oteó los profundos abismos adonde
conduciría a la camarilla dirigente soviética la revisión del
marxismo. Nadie refuta con certeza esta verdad de a puño, a no ser
los involucrados en la comisión de tamañas enormidades. Y si no,
ahí están las fechorías a tutiplén perpetradas por los nuevos
zares en los océanos y continentes del orbe que no nos dejarán
mentir. La viabilidad del regreso pasajero de un estadio superior
en el desarrollo a otro inferior jamás ha sido contradicha por los
materialistas dialécticos. Sin embargo, el significado y las
repercusiones de la metamorfosis ulterior de Rusia, que recurre a
los procedimientos peculiares del imperialismo abogando por un
reparto del mundo a favor suyo, y de unos Estados obreros
relativamente débiles que se desdibujan, hipotecando su soberanía
y autodeterminación nacionales a una superpotencia igualmente
desfigurada, consisten en que tropezamos por prima vez con casos
de sociedades socialistas que involucionan hacia el capitalismo.
Con lo execrable del asunto, no debiera parecer tan insólito. Marx
lo engloba en sus magistrales conclusiones. El régimen socialista
es una parada transitoria aunque necesaria hacia el comunismo, que
no ha verdeado en su propia simiente, sino que ha de desenvolverse
a partir de lo dejado por el capitalismo, y, por tanto, "presenta
todavía -para expresarlo con las frases de aquél- en todos sus
aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el
sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede".1 Pese a que
elimina la apropiación individual sobre los medios e instrumentos
productivos e instituye la dictadura del proletariado, no borra de
inmediato las clases, ni la lucha de clases, ni la pequeña
producción no socializable que engendra burguesía permanentemente,
ni los conatos revanchistas y restauradores de los enemigos
internos y externos. Aun cuando acaba con la esclavitud asalariada
no puede impedir que los productos se distribuyan conforme al
trabajo rendido por cada cual, norma supérstite del derecho
burgués que mantiene la desigualdad entre los operarios, por
naturaleza unos más aptos y capaces que otros y con necesidades
mayores o menores. Tampoco desarraiga de un golpe la diferencia
entre la ciudad y el campo, o la división entre los trabajadores
manuales e intelectuales; ni las propensiones burguesas de éstos,
de los técnicos, del personal calificado, las cuales se
desvanecerán poco a poco y luego de una insistente y prolongada
batalla por parte de los obreros organizados y disciplinados que
ejercen el control estatal. Y si a lo anterior incorporamos una
laxitud, un descuido indolente de la vigilancia y de la lucha del
proletariado, una complaciente tolerancia con los privilegios que
se vayan apostemando en los departamentos y secciones del gobierno
socialista, no será muy difícil explicar la retrocesión, el
aburguesamiento, el brinco hacia atrás, con todas y cada una de
sus nefandas consecuencias. Pero ello, antes que rebatir a Marx,
cual lo pretenden sus detractores, lo reafirma.
Lo asombroso de su tinosa percepción radica en que el socialismo
tiene sentido en la medida en que extirpe los residuos que
inevitablemente quedan de la vieja sociedad, vale decir, culmine
la hazaña transformadora, de la cual la revolución económica,
emprendida con la expropiación de los expropiadores, es apenas el
primer paso de una larga travesía. Como hay que abolir las
desigualdades remanentes, completar la destrucción de lo antiguo,
y como mientras ello no se haga se chocará con la resistencia de
las clases desalojadas del mando e incluso de los otros estamentos
sociales que deban sus prerrogativas y su misma entidad a las
mencionadas remanencias, la prosecución de la empresa
revolucionaria no puede prescindir de los instrumentos
coercitivos, violentos, de la dictadura del proletariado, un
régimen que difiere harto de los anteriores porque se basa en el
dominio de las mayorías y porque se va diluyendo con el incremento
de dicho dominio. En tanto no se barra de raíz las relaciones de
producción que generan las clases, no desaparecerán tampoco las
relaciones sociales que descansan en estas clases ni las ideas que
brotan de aquellas relaciones sociales; y hasta entonces las pujas
entre los diversos criterios e intereses encontrados a su turno
desapuntalarán o reapuntalarán los modos productivos
sobrevivientes. Luego la pelea no se halla aún decidida en el
socialismo, y el proletariado perderá el Poder si no lo sabe
emplear en las tareas para cuya realización lo conquistó.
Aun cuando Marx esclarece el problema y Lenin lo previene con sus
directrices y sus reiteradas exhortaciones acerca de las
asechanzas de la restauración, a Mao le incumbe exponer en la
práctica la cuestión de cómo evitar que China, tan gigantesca,
compleja y hasta cierto punto atrasada, resbale otra vez al
pantanero del que había salido; y ese cómo, o modelo histórico,
por él aconsejado, es la Gran Revolución Cultural Proletaria,
consistente en la sublevación de las masas, "de manera abierta, en
todos los terrenos y de abajo arriba", para recuperar en la
superestructura de la sociedad las posiciones perdidas,
desalojando de ellas a los seguidores del camino capitalista, y
para consolidar las bases económicas del socialismo empuñando la
dictadura proletaria. Y estas sublevaciones, u otras semejantes,
habrán de sucederse no en una sino en varias coyunturas, hasta
cuando la nave fondee en las costas del verdadero nuevo orden
social, el orden comunista, y la humanidad deje de estar sometida
a los ciegos dictados de la economía para tornarse, por fin, en
soberana de los procesos productivos infinitamente desarrollados.
Entonces el hombre sí mandará al cuerno de la luna al Estado, a
las clases y a la política, y pasará del "gobierno sobre las
personas" a la consciente "administraci6n de las cosas".
Con lo cernido hasta aquí palpamos mejor los móviles que
aguijonean a la burguesía y al revisionismo contemporáneos en el
apasionamiento por petrificar la doctrina de Marx, por
encasillarla en la época en que vivió el polemista de La Miseria
de la Filosofía, rehusándose a confrontarla con las peripecias de
un siglo y rehuyendo el trago amargo de precisar su vigencia
histórica, ante la disyuntiva de no poder ya ignorarla. Y de ahí
también nuestra interesada inquietud por que se efectúe tal
balance y se conteste sin ambages si las aportaciones de Lenin,
Stalin y Mao son o no la continuación del marxismo, y si a éste lo
refutan o no los avatares mundiales acaecidos desde su aparición.
Única forma de encarar científicamente el desafío y de hacerlo
desde el ángulo proletario, sobre todo ahora en que atravesamos un
período, convulsionado sí, pero en el que pareciera primar la
conjura por arrebatarles a los trabajadores de todas las latitudes
su arma ideológica y desmoralizarlos con los tropiezos de la
revolución, cuando el escamoteo de los principios marxistas es el
origen primordial de tales tropiezos y no la cura para superarlos.
Nos hemos extraviado de nuestro examen de la correláción de
fuerzas en el mundo actual. Retomémoslo. Indicadas quedaron las
mutaciones regresivas de la Unión Soviética y las razones que las
motivaron. Falta añadir que la amplificación de los dominios del
socialimperialismo se ha verificado fundamentalmente a costa de
los Estados Unidos, que ya no ostentan la supremacía indisputada
de sus fastos de ayer y se les ve declinar a diario, acosados
además por la crisis de su sistema productivo, la competencia
económica de las secundarias pero rehabilitadas potencias
imperialistas y el movimiento de liberación nacional de las
naciones neocoloniales. Las superioridades comparativas del
expansionismo soviético, que le han otorgado la delantera en la
disputa por el apoderamiento del orbe, se resumen así: la
acentuada centralización económica y el corte marcadamente
despótico del sistema de gobierno que lo exoneran de andarse con
rodeos, consultas o dilaciones entorpecedoras; la férrea sujeción
sobre las "repúblicas socialistas" pescadas en las redes
imperiales, que lo abastecen de incontables recursos económicos y
políticos para sus excursiones filibusteras; la vertiginosa
adecuación de la economía a los fines bélicos, con la cual han
venido asegurando pronunciadas ventajas tanto en los armamentos
convencionales como atómicos y amedrentando a sus adversarios con
el chantaje del hundimiento universal; la bien tejida y mantenida
urdimbre de partidos mamertos que husmean por doquier, terciando
en las luchas revolucionarias de los pueblos para que éstos
cambien de grilletes, y la creencia aún difundida de que la URSS
sigue siendo la URSS y sus criminales atentados, arbitrios
forzosos para afincar el comunismo. La clase obrera ha de medir en
su exacta dimensión estos factores, junto a los otros frescos
giros de la política internacional, para hacer asimismo los
ajustes apropiados a su táctica, no meramente dentro de las
fronteras de cada país sino para saber qué merece ser respaldado o
combatido en el exterior.
Hace veinte años entablábamos debates alusivos a los oscuros
nubarrones que despuntaban en el horizonte de la estepa rusa;
conjeturábamos acerca de cuál sería la réplica de los países de la
Europa Oriental libertados en la década del cuarenta, y luego, si
la invasión de 1968 a Checoslovaquia respondía o no respondía a
una urgencia del internacionalismo proletario. La situación se ha
desenvuelto con tan pasmosa celeridad que dichos conflictos, no
obstante constituir los prolegómenos del drama, son ya expedientes
fallados. Checoslovaquia no sería la única beneficiada de la
"generosa" protección soviética. Docenas de países habrían de
sufrir posteriormente el salvajismo de Moscú, o de sus
testaferros, para salvarse de la barbarie de Washington. El campo
socialista se desintegró, y hoy, después del abordaje cubano sobre
Angola, en 1975, con el que el Kremlin iniciara su ofensiva
militar estratégica por la toma del planeta, existen tantos o más
territorios extranjeros ocupados por tropas invasoras que desfilan
tras los negros pendones del hegemonismo naciente del Este, que
los hollados por los ejércitos que marchan tras las amarillentas
insignias de la superpotencia declinante del Oeste. Después de más
de un siglo de fecundas experiencias recopiladas por sus preclaros
pensadores, el proletariado ha de distinguir sin titubeos al
expansionismo ruso como el blanco principal de sus ataques. En
ello va implícita su recuperación al cabo de tantas felonías.
Cuando encabece, impulse, o se solidarice con las revoluciones de
los países expoliados, en procura de la cabal soberanía y plena
autodeterminación de las naciones, cual es su deber
internacionalista, tendrá que desvelarse por impedir que las
revueltas contra los imperialismos se tornen en avanzadillas de la
regresión soviética, denunciando enérgicamente las intrigas y
componendas que en tal sentido gestionan los partidos
revisionistas y sus epígonos. Ante los pertinaces signos
anunciadores de la tercera conflagración mundial en la que se
pondrá en juego la supervivencia de China y de los demás Estados y
movimientos independientes y progresistas, deberá pugnar por un
frente de combate contra el socialimperialismo, tan poderoso, que
basado en la recíproca cooperación de las contiendas de los
obreros internacionalistas por el socialismo, de las gestas
patrióticas de los pueblos del Tercer Mundo y del resto de
expresiones revolucionarias y democráticas del globo, abarque a
las repúblicas del Segundo Mundo y no descarte siquiera la
participación de los Estados Unidos.
Esta estrategia no podrá menos que redundar en pro de la causa del
proletariado, pues responde a las reales contradicciones del
presente período. Toma en cuenta las manifiestas flaquezas del
bloque imperialista que se halla en los umbrales de una crisis
económica quizá comparable a la de 1930, con sus zonas de
influencia descompuestas, conmocionadas y reducidas por los golpes
de mano de su feroz contrincante, e impotente para recobrar la
iniciativa; y contempla también los lados fuertes de la otra
superpotencia, sus ventajas comparativas, el engaño de entrampar a
las masas con el señuelo de un falaz socialismo que se enruta
taimada pero obstinadamente a coyuntar un imperio colonialista
vasto, lóbrego y sanguinario. De otra parte, encuadra con la
irresistible tendencia democrática de los pueblos, no sólo de los
países desarrollados, sino particularmente de los que habitan las
regiones rezagadas y dependientes, en donde la acción de los
capitales imperialistas ha coadyuvado a romper hasta los más
escondidos remansos de la economía natural y a promover, hasta
cierto punto, los modos capitalistas de producción, volcando a
miles de millones de seres a la retorta del mercado mundial,
sacándolos del aislamiento y despertando objetivamente sus ansias
de libertad y de trato equitativo entre las naciones. Así como de
los escombros de la guerra del 14 surgió la primera sociedad
obrera y de las devastaciones de las hostilidades de los cuarentas
emergió un pequeño campo socialista y la abrumadora mayoría de
países sometidos pasó a la vida republicana, adquiriendo los
derechos democráticos formales, al sustituirse el saqueo abierto
por el encubierto, de precipitarse el estallido de la tercera
conflagración, pese a su carácter nuclear, significará el toque a
rebato para que los pueblos coronen sus revoluciones inconclusas,
aun en las metrópolis, sepulten el colonialismo económico y con él
los delirios imperiales actuales de cualquier laya. El
proletariado revolucionario no se dejará seducir por los cantos de
sirena del pacifismo burgués ni se arredrará ante los
apocalípticos augurios de los belicistas soviéticos. Al fin y al
cabo los esclavos no tienen más que perder que sus cadenas.
Tienen, en cambio, un mundo por ganar, cual lo proclama el
Manifiesto.
EL MARXISMO AUTÉNTICO ES ANTICOLONIALISTA
Si en algún punto habremos de poner la palanca de nuestra
propaganda para remover toda la bazofia del revisionismo
contemporáneo, ese será el de la cuestión nacional. El estilista
de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 y de El
dieciocho Brumario de Luis Bonaparte también dilucidó la
contradicción y la identidad existentes entre la índole
internacionalista de la brega del proletariado y los contornos
nacionales que ésta tendrá que poseer necesariamente.
Como producto histórico, la nación estriba en la confluencia de un
núcleo humano, más o menos numeroso, que se asienta en un mismo
terri¬torio, se comunica mediante un determinado idioma, lo
cohesiona una vida económica y una cultura comunes, amén de otros
elementos que ha ido compartiendo, generaciones tras generaciones;
y como Estado, en la connotación moderna del vocablo, cuaja por el
apremio de la incipiente producción burguesa de contar con su
propio mercado, que unido y regido por leyes de coactivo
acatamiento, lo curen de la dispersión feudal y lo preserven de la
competencia foránea. Allá y siempre que aquellos factores
coincidieron, en la latitud Norte o Sur, en el pretérito remoto o
cercano, aparecieron los países tal cual los conocemos hoy, con
una que otra variante insustancial, si se mira el panorama
globalmente, y fueron hechura del capitalismo.
Los pueblos que no han conseguido hacer prevaler sus fueros de
naciones libres y han visto sus economías de continuo intervenidas
y desfalcadas por los negocios de los más fuertes, encuéntranse
relegados en el trayecto del progreso. Y son estos pueblos,
principalmente de Asia, África y América Latina, los que aún
contienden por la soberanía y la independencia reales,
prerrequisitos de su prosperidad, porque las repúblicas
capitalistas, que arribaron hace tiempos al monopolio y no caben
en sus respectivas fronteras, expugnan las extrañas y las
desvalijan. La burguesía, en la edad senil, blasfema de las
proezas de la juventud y, de orfebre de naciones, se torna en
azote de éstas.
El imperialismo, que es la máxima internacionalizaci6n del
capital, burla cuanto dique se le interponga a su despliegue y al
entrelazamiento más tupido de las relaciones mercantiles
mundiales, lo que lleva a efecto por mecanismos conculcatorios y
dividiendo el orbe entre países opresores y oprimidos. Ya
anotábamos que el proletariado arranca su labor transformadora de
lo legado por el régimen que ha de aniquilar; no combate desde
posiciones más atrasadas que las de éste, sino que jala hacia
adelante el carro de la historia, sin proponerse metas subjetivas
que el devenir económico no autorice aún. Por consiguiente está de
acuerdo con el incremento de las reciprocidades de todo tipo en la
esfera internacional, y propende a la abolición completa de las
desavenencias nacionales, de las barreras fronterizas y hasta de
las naciones mismas. No obstante, en contraste con los
capitalistas, media por que ello se efectúe respetando la
autodeterminación y demás derechos inalienables de los pueblos y
no pisoteándolos, y en el beneficio material y espiritual de éstos
y no del selecto corro de matones que bravuconea a diestra y
siniestra por los cinco continentes. La vía más expedita, o la
única, para cumplirlo. Como en todo, el capitalismo plantea los
problemas, e incluso provee en embrión los medios objetivos,
físicos, para su solución, mas en lugar de resolverlos, los
agudiza hasta el antagonismo. Mientras más se reprima los anhelos
libertarios de quienes reclaman relaciones en pie de igualdad
entre los habitantes del planeta, menos posibilidades habrá de que
se disuelvan las prevenciones, los prejuicios, las tozudas e
instintivas manías a enclaustrarse en el solar nativo y a repeler
los contactos con el ambiente exterior, característica de las
inmensas masas de las zonas discriminadas y estrujadas. Y mientras
más se ahonden los desequilibrios en el desarrollo de los países,
con mayor dificultad se entenderán igualitaria y armónicamente. De
suerte que el antídoto no está en violentar el intercambio ni en
forzar la "concordia", sino en la rigurosa observancia de las
claras y elementales normas de la democracia y en la anulación de
las abismales desproporciones entre los niveles de vida de la
población mundial. De manera análoga a como para deshacerse del
Estado la humanidad ha de recorrer el tramo del afianzamiento del
Estado obrero, para tachar los linderos nacionales debe antes
recurrir a la reafirmación de las prerrogativas de todas las
naciones y no de unas cuantas.
Los principios esbozados no representan una mera hipótesis teórica
para explorar dentro de larguísimo plazo. Es que el descabello del
imperialismo estriba en privarlo de las ingentes ganancias que
succiona de sus neocolonias. Al recapacitar acerca de la
dominación inglesa sobre Irlanda, el viejo y perspicaz militante
de la Liga de los Comunistas se percató de que en esos rentables
privilegios estaba el enigma tanto de la invulnerabilidad de la
burguesía como de las pusilanimidades de los obreros de
Inglaterra. La emancipación de los irlandeses, empujados
doblemente por la acucia económica y la aspiración nacional,
desplazaría el centro de gravedad de la lucha en la metrópoli,
permitiéndoles a los asalariados deshacerse de la presión de sus
embaucadores, salirse del marasmo político y contraatacar. Sin
cortarles primero los jugosos aprovisionamientos provenientes de
su saqueo externo será poco menos que imposible dislocar
internamente, dentro de sus repúblicas, el poder de los
capitalistas engordados y endurecidos con los frutos de su
bandidaje universal. Palpable desde el siglo pasado, actualmente
este enfoque decuplica su vigor, merced a que las potencias
imperialistas medio capean las crisis acaparando los mercados
atrasados, los que convierten en áreas de sus inversiones y de los
cuales extraen gigantescas riquezas naturales. Si los
imperialismos han prolongado hasta hoy sus existencias se debe a
tan vitales recursos. De perderlos, ipso facto cesará su pestañeo,
pues las revoluciones democráticas de las neocolonias son a las
revoluciones socialistas de las metrópolis lo que el prólogo de un
libro es a su epílogo: preludio y remate de la epopeya obrera en
el mundo entero. Y cuando dicho axioma había sido ya defendido
airosamente por Lenin en su polémica contra los capituladores de
la 11 Internacional, la descendencia de éstos, los revisionistas
contemporáneos, enlodan de nuevo la bandera de la
autodeterminación de las naciones, de palabra y de hecho, porque,
a diferencia de sus progenitores, que carecían de poder propio,
manipulan Estados pudientes con los cuales pisotean, vejan y
exprimen a pueblos inermes. ¿Será eso socialismo?
A los cien años de la muerte del convicto de Bruselas y del
exiliado de Londres, y simbólicamente desde su tumba florecida,
los revolucionarios de las más diversas nacionalidades les espetan
a los socialrenegados de hoy, en todas las lenguas, ¿serán
socialismo los patíbulos soviéticos en Afganistán, los cadalsos
vietnamitas en Kampuchea y Lao, los paredones cubanos en Angola?
Los retamos a que nos respondan: ¿Será eso socialismo? ¿Hay dentro
del marxismo-leninismo cabida para una política colonial
socialista? ¿Les está permitido a los trabajadores que se
emancipan adelantar guerras coloniales? ¿No es deber ineludible
del obrero de la potencia invasora exigir la liberación
incondicional del país sometido? ¿Se conseguirá acabar la
explotación entre los hombres sobre la base de la expoliación
entre las naciones? ¿Puede el proletariado triunfante de un país
imponer la felicidad a otro país sin comprometer su victoria? ¿No
forja sus propias cadenas el pueblo que oprime a otro pueblo? ¿Se
estrechan los nexos fraternos entre el trabajador vietnamita y el
kampucheano, el cubano y el etíope, el soviético y el afgano, con
las lágrimas, la sangre y el sudor de los últimos, derramados por
las dadivosas agresiones de los primeros? Sin embargo, ellos, los
revisionistas prosoviéticos, que cotorrean como papagayos sobre la
democracia en general y sobre los derechos humanos, no reparando
en el abismo que media al respecto entre la posición burguesa y la
proletaria, y que desconocen, o simulan desconocer que la
autodeterminación nacional de los pueblos es uno de los postulados
democráticos básicos, cuya ausencia convierte a cualquiera de las
otras facultades constitucionales en una irritante irrisión, jamás
afrontarán ninguna de aquellas acusadoras indagaciones sin
confesar sus delitos y admitir su impostura. Contra su voluntad,
contra sus infamias, contra sus mentiras, la vertiente comunista,
la auténtica, los bolcheviques finiseculares, vindicarán la
mancillada unión de los proletarios del globo al combatir
ahincadamente las tropelías colonialistas de los senescentes
imperialismos y de su impúdico e impúber contrincante, el
socialimperialismo. ¡No a las anexiones territoriales! ¡No a la
invasión militar y a la permanencia de tropas en tierras ajenas!
¡Abajo el socialismo invasor, ocupacionista y anexionista! ¡Atrás
las intrigas, las presiones, las amenazas, los chantajes y los
demás amedrentamientos de una nación contra otra efectuados con
cualquier pretexto, por altlruista que parezca!
Lo contingentes obreros fieles a los preceptos elucidados por Marx
y sus continuadores seguirán organizándose nacionalmente, es
decir, conformarán sus partidos y adelantarán su acción
circunscritos a los linderos del país concerniente, amoldándose a
la sustantividad de un mundo irremisiblemente parcelado en
naciones; empero, sin olvidar nunca que su redención de clase
demanda el combate unificado de las masas laboriosas del orbe y
supeditando siempre los intereses particulares a los de la suerte
del movimiento en su más amplio contexto. Gracias a ello los
moiristas, que han tenido muy presente las singularidades de
Colombia y les han dado a sus luchas las correspondientes y
típicas formas nacionales, no prestan oído a quienes con
frecuencia los invitan a recluirse en el campanario natal y a
desentenderse de cuanto ocurra más allá de Ipiales o de San Andrés
y Providencia, con lo que se hace eco a las oligarquías
vendepatria, cuyo nacionalismo emboza sus serviles preferencias
por los amos extranjeros del bloque occidental, sin desmedro de
auspiciar de tarde en tarde las pretensiones expansionistas de los
testaferros de la superpotencia de Oriente. Sobra añadir que no
nos apartaremos ni un milímetro del internacionalismo proletario
que venimos practicando. En esta nuestra atalaya, en la esquina
septentrional de Suramérica, atisbaremos con viva preocupación los
acontecimientos mundiales, listos a denunciar las piraterías de
los colonialistas modernos de todo jaez y a solidarizamos, en la
medida de nuestra capacidad, con las bregas de las fuerzas
revolucionarias diseminadas por los cuatro puntos cardinales.
Hemos intentado apenas un bosquejo de las aportaciones de ese
espécimen digno de la especie, que iniciara su ardua y prolija
labor esclarecedora desde las páginas de los Anales
franco-alemanes, en 1844, y descendiera al sepulcro treinta y
nueve años después, dueño de su justo título del más grandioso de
los campeones de la lid de los esclavos del salario. Con lo
incompleto y defectuoso que este resumen sea, hay algo inobjetable
en él: la vigencia histórica de Carlos Marx. Entendida no sólo
como el merecido reconocimiento a un portentoso esfuerzo, sino
como la creciente y decisiva validez del marxismo con el decurso
de los almanaques. Lo pregonamos hoy, al siglo del deceso del
primer militante de nuestra causa. Mas dentro de otro siglo miles
de millones podrán repetir las mismas palabras.
NOTA
1C. Marx, "Crítica del Programa de Gotha", en C. Marx, F. Engels,
Obras Escogidas, Tomo II, Moscú, Editorial Progreso, 1974, pág.
14.
UNÁMONOS CONTRA LA
AMENAZA PRINCIPAL
Octubre 19 de 1983
Intervención en el Foro sobre Centroamérica el 19 de octubre de
1983. Publicada en Tribuna Roja No 47 de febrero de 1984.
Amigos y compañeros:
Si algo enseña Centroamérica es que los pueblos no podrán forjar
su ventura sin tener muy en cuenta el concierto mundial y la época
histórica en los cuales se enmarca ineludiblemente el
desenvolvimiento de cualquier país. Quienes desafíen las
tendencias universales del desarrollo, hagan una evaluación errada
en dichas materias, o busquen sustraer sus cabezas de avestruz de
las tormentas internacionales, no evitarán que las repercusiones
internas de la refriega externa los golpeen a la larga o a la
corta. Muchos de los contradictores del MOIR suelen regodearse en
atribuirnos la, según ellos, maniática inclinación de dedicar más
tiempo a las cuestiones de afuera que a los abigarrados y
desgarradores problemas particulares de la nación. Sin embargo,
ahí están hoy en Colombia las diversas interpretaciones, desde las
más indiferentes e indecisas hasta las más interesadas y
comprometidas, disputándose los favores de la opinión pública en
la palestra de la política internacional.
A la tremolina contribuyen fenómenos como la crisis económica de
Occidente que no pocos articulistas califican de más aguda y
extensa que el crac de 1929, premonitorio de la Segunda Guerra
Mundial; o el pugilato por el dominio del orbe entre las dos
superpotencias, cuyas carreras armamentistas y controversias
verbales, cada vez de mayor calibre, causan desasosiego a los
habitantes de los cinco continentes; o la proliferación de
conflagraciones locales en las zonas atrasadas, en donde las
grandes metrópolis, principalmente los Estados Unidos y la Unión
Soviética, miden y ejercitan sus tropas en la rebatiña por los
recursos naturales y los mercados de las neocolonias; o los
incontables brotes de rebeldía de las naciones subordinadas en pos
de sus elementales derechos, que con sólo estallar adquieren los
alcances de noticia de primera plana. El criminal abatimiento de
un avión comercial de Corea del Sur con 269 pasajeros a bordo por
parte de un caza soviético, producto de la histeria guerrerista
que cunde entre los estamentos militares del Kremlin, y que
horrorizó al mundo entero, ha obligado, aun a los más indulgentes,
a fijar posición al respecto, sin excluir a nuestro Premio Nobel
de Literatura, quien, sofrenando arraigadas simpatías, se atrevió
a aseverar que no había Dios que perdonara el genocidio. Y así,
los asuntos internacionales han ido perturbando en tal forma
nuestro ambiente nativo que, pese a que no hizo parte de sus
ofrecimientos electorales, el primer acto del actual gobierno, de
acendrada alcurnia conservadora, fue anunciar la inclusión del
país en el movimiento de los No Alineados, decisión ante la cual
la audacia de Alfonso López Michelsen, de matricular el partido
liberal en la Internacional Socialista de Willy Brandt parecería
una nonada. Y frente a las impresionantes cifras de endeudamiento
de Latinoamérica, las cuales bordean los 350.000 millones de
dólares y cuyos intereses y amortización ascienden anualmente a
70.000 millones, una sangría de capital inaguantable para
economías desfallecientes y asfixiadas por la presión estrujadora
de los poderosos emporios industriales del planeta, ¿no propuso el
ex presidente Misael Pastrana, para ponerse a tono con la moda, la
creación de un "Club de Deudores", a fin de explorar, junto a la
asociación de los prestamistas, la quimérica salida que mejor
convenga a los reclamos antagónicos de unos y de otros? ¿Y el
presidente Betancur, que no acaba de sorprender a sus
conciudadanos, no resolvió acudir inopinadamente a Contadora para
ayudar a apagar, como él mismo afirma, la casa en llamas del
vecino, persiguiendo en el extranjero la pacificación que no
obtiene con sus febriles y muníficos intentos de extinguir el
fuego en su propio lar?
I
Los moiristas no podemos más que celebrar esta
creciente internacionalización de las luchas partidistas, porque
en el país las clases ilustradas sí siguen el curso de los
acontecimientos del exterior, ante los cuales han aprendido
siempre a adecuar su conducta, mientras que al vulgo ignaro se le
procura mantener prisionero en el más estrecho parroquialismo,
alimentado únicamente con los frutos espirituales de las
concordias y las discordias domésticas de las dos banderías
sesquicentenarias. Más que airearla, a Colombia los vientos
frescos de las ingentes contradicciones internacionales la sacuden
por los cuatro costados. Y eso está bien. En adelante va a ser
casi imposible crear cauda ignorando las preocupaciones de las
gentes por las dolencias del mundo; en torno a ellas cada
agrupación habrá de formarse un criterio y debatirlo.
El tema que nos ocupa, Centroamérica, es un ejemplo típico de lo
expuesto, y nos interesa vivamente. Desde el punto de vista
general consiste, en la repetición en nuestro Hemisferio del
enfrentamiento que en otras latitudes se presenta entre Moscú y
Washington por el dominio de porciones territoriales claves. En
cuanto a la cercanía del conflicto a nuestras playas, quiérase o
no, nos veremos involucrados directamente en él. Quizá por esas
mismas circunstancias, es decir, porque la contienda se efectúa en
lo que hemos dado en llamar el "patio trasero" de los Estados
Unidos y porque las naciones del área han sufrido cual ningunas
otras en la redondez de la Tierra los vejámenes sin cuento de un
imperialismo tan próximo, la propaganda difundida entre nosotros
tiende a achacar a las autoridades norteamericanas toda la
responsabilidad por el agravamiento de la situación, exonerando a
los lejanos amos de Rusia, que actúan taimadamente a través de La
Habana y Managua, de cualquier injerencia bélica o apetito
hegemónico. Versión que alienta dichoso el coro fletado de
partidos y movimientos prosoviéticos de distinto pelambre. Pero
para desentrañar los intereses enzarzados en la pelea, descubrir
de dónde proviene la amenaza mayor, saber qué apoyar o qué no
apoyar en el momento aconsejable, prepararse para el desenlace
previsible y sobre todo a objeto de velar con eficacia por
Colombia y las naciones hermanas, no hay más remedio que, conforme
lo dejamos establecido desde el comienzo de esta disertación,
partir de un enfoque realmente amplio, universal, y abordar la
cuestión con sentido histórico.
En los últimos veintitantos años, rápidos y sustanciales cambios
han terminado por alterar totalmente el cuadro surgido en 1945 a
raíz de la victoria aliada sobre las potencias del Eje.
Las más significativas de tales modificaciones
son las siguientes:
1) Los sucesores de Lenin, de Nikita Kruschev para acá,
desterraron de su vera al marxismo, y la que fuese un día cuna de
las revoluciones socialistas triunfantes involucionó hasta
convertirse en foco de la reacción mundial. Un nuevo y tenebroso
Estado vandálico nació de la traición en el Oriente, que aunque
conserva el membrete de proletario, en lugar de acogerse al
principio de la autodeterminación de las naciones y propender a la
igualdad entre los pueblos, guerrea, invade, arrasa, esclaviza y
enfrenta unos países a otros en sus ambiciones inconfesables de
forjar un imperio jamás soñado. Los artífices de la vesánica
empresa cuentan a su haber con un sistema de gobierno despótico y
férreamente centralizado, que les permite adoptar cualquier
determinación y en el instante que sea, sin tener que explicar
nada a nadie ni consultar organismos representativos distintos a
un minúsculo, hierático y hermético buró. Han logrado así
imponerles desenfrenadamente su mayordomía a los países que giran
en su órbita, militarizar en grado sumo la producción, alcanzar y
superar a la contraparte en armas nucleares y convencionales y
desplegar a sus anchas en cancillerías y certámenes diplomáticos
aquel estilo intrigante que a los Romanov hiciera célebres. Los
dividendos rendidos por dichas ventajas hablan por sí solos. La
Unión Soviética ha asentado sus reales en Asia, África y América
Latina; a través de sus tropas y las de sus fantoches ocupa un
buen número de pequeñas o débiles naciones, y por doquier cerca
puntos, pasos y cruces de valor estratégico. Su curva es
ascendente y hasta ahora, salvo dificultades llevaderas, las cosas
le han salido a pedir de boca.
2) Para las repúblicas de Europa Occidental y el Japón quedaron
muy atrás, sepultos en la memoria, los duros períodos iniciales de
la posguerra, y hace rato ya que emergieron con sus industrias
restauradas, sus productos altamente competitivos y sus
melancólicos proyectos de demandar un papel relevante en el drama
universal protagonizado por las notabilidades del Kremlin y de la
Casa Blanca. Aun cuando con la concurrencia económica acicatean la
crisis capitalista mundial y atentan contra los rendimientos de
los Estados Unidos, la seguridad de tales países, puesta en vilo
por el acecho soviético, sigue estando del lado de Norteamérica,
su aliado reconocido. Lo cual no obsta para que de tarde en tarde
metan cuña en los pleitos entre los mandamases del Este y del
Oeste y traten de sacar tajada.
3) Las naciones del bautizado Tercer Mundo, que copan
preferentemente las regiones del Sur y albergan tres cuartas
partes de la población del orbe, atraviesan el tramo más azaroso
de sus precarias existencias: su Producto Bruto decrece antes que
incrermentarse; con el ahondamiento de la crisis económica sus
deficientes mercaderías carecen de compradores dentro y fuera de
sus fronteras, mientras los grandes consorcios foráneos redoblan
la explotación tanto de sus materias primas fundamentales como de
su trabajo nacional, y la voluminosa deuda externa, 650.000
millones de dólares según los estimativos menos alarmistas, con su
gravoso servicio y el correspondiente déficit de divisas, acaba
por diluir cualquier entelequia de prosperidad bajo las antiguas
relaciones de producción imperantes en aquellas repúblicas de
segunda clase. Las angustiosas urgencias sociales que semejantes
condiciones originan, al igual que los legítimos anhelos por una
independencia, una soberanía y una democracia efectivas y no
formales, precipitan revueltas y revoluciones como no sucede en la
otra mitad septentrional de la pelota terráquea. Sin embargo,
estas crepitaciones de genuina raigambre popular son por lo común
manipuladas por los socialimperialistas soviéticos dentro de sus
planes de expansión, para lo cual recurren a su engañosa careta
socialista y a su sibilino lenguaje en solidaridad con las luchas
libertarias de las masas insurrectas. ¡He ahí uno de los rasgos
inconfundibles de la época!
4) Finalmente, Estados Unidos, hace 35 años la estrella más
brillante del firmamento capitalista y cuya preeminencia en la
Tierra no conocía mengua, se hunde lenta pero inexorablemente en
el ocaso, pugnando en vano por evitar la disgregación de sus
vastos dominios imperiales y esforzándose en extremo para que sus
dictámenes, otrora irrecusables, sean cumplidos por sus servidores
y respetados por sus oponentes. Tres males minan de continuo su
vitalidad: los movimientos de liberación nacional de los pueblos
sometidos a su égida, la competencia económica de las repúblicas
occidentales desarrolladas y el expansionismo ruso que se nutre de
los países que le va entresacando del redil. La suma de las
transformaciones anteriormente referidas ha dado por resultado un
vuelco radical en la correlación de las fuerzas mundiales. La
Unión Soviética se ha adueñado de la supremacía y de la
iniciativa; y, como sus miras colonialistas de nuevo cuño no
llegarán a cristalizarse más que a costa de la progresiva
languidez de las viejas metrópolis, en el litigio le corresponde
la función del agresor, el agente activo que arremete con el
propósito de menoscabar las potestades extrañas a las suyas y de
arrancar poco a poco las extensiones colocadas de antemano bajo el
vasallaje de aquéllas. De no proceder, ninguna concesión le será
otorgada graciosamente. Debido a ello se ha hecho merecedora del
sambenito que en el pasado le acomodaran los chinos, de ser el
enemigo número uno de la paz mundial. Por el contrario, a Estados
Unidos lo que más le conviene, si ello fuera factible, es que se
mantenga el statu quo. Pero no. Un análisis global demostrará que
en todas partes pierde terreno y se bate en retirada. Aunque haya
enviado últimamente una controvertida cantidad de soldados al
exterior no significa que saltará de la defensiva a la ofensiva;
simplemente se esmera en preservar lo que a él, a justo título,
tampoco le pertenece.
El rompecabezas centroamericano habremos de encararlo a la luz de
las conclusiones arriba descritas, o en otras palabras, se debe
encuadrar en las realidades del mundo y de su tiempo. Las
agrupaciones políticas que por razones prácticas o motivos de
acomodación se empecinen en destacar solamente unos cuantos de los
múltiples aspectos que abarca el problema le inferirán severos
daños a la causa de la libertad y de la democracia; bien los que
sacrifiquen el futuro al presente paliando los enormes peligros
que implica la presencia del hegemonismo socialimperialista en el
área, bien los que por temor a los riesgos derivados de la
contienda maticen las penosas condiciones de vida preexistentes en
las naciones subyugadas.
II
Hasta dónde nos hallamos ligados a las
vicisitudes del quehacer internacional lo registran los propios
albores de nuestros pueblos. Luego del Descubrimiento, al Norte
del Río Grande arribó la emigración más avanzada de entonces a
colonizar unos parajes apenas habitados por aborígenes que en su
retardo evolutivo no pasaban del estadio superior del salvajismo,
de acuerdo con la sinopsis de Lewls H. Morgan, en tanto que al Sur
vinieron los representantes de las formas más atrasadas de
producción de Europa, a disponer de unas tierras cuyos bárbaros
propietarios ya habían conseguido, entre sus hazañas, cultivar.
Este hecho paradójico, el que lo aventajado del viejo mundo se
tropezara con lo rezagado del nuevo, y viceversa, selló la suerte
de las dos porciones tan dispares y tan encontradas de América. En
lo que después sería Estados Unidos, los colonos, con una mano de
obra salvaje no utilizable, tuvieron ellos mismos que descuajar
los bosques y hendir los surcos, hasta ver florecer a la postre un
capitalismo puro, exento de las interferencias de sistemas caducos
heredados a los que fuera necesario barrer, como le tocara a la
burguesía europea en sus batallas por el desarrollo. Idéntica
afirmación cabe para las normas democráticas de organización
social, cuyas embrionarias encarnaciones comenzaron allí a
manifestarse desde un principio y a facilitar las actividades
productivas. En cambio, el rancio coloniaje monárquico, de severo
molde absolutista y al que prácticamente le correspondiera fundar
a Latinoamérica, trasplantó intacto aquí el régimen feudal, dada
la feliz coincidencia de que se toparía con una abundante
población indígena apta para la agricultura y las labores
manuales, a la cual, además de evangelizar, transformaría en
siervos de la gleba. Sobre la mita, la encomienda y el resguardo
reverdecieron las obediencias jerarquizadas, los tributos y
prestaciones personales, la justicia inquisitorial y el resto de
instituciones de una sociedad que allende el océano exhibía
síntomas inequívocos de senectud, pero que bajo nuestros cielos
tendría mucho por vivir, hasta el punto de que al cabo de los
siglos aún observamos sus vestigios saboteando la marcha del
progreso.
Vertiginosamente Norteamérica adelantaría, y pronto haría sentir
también su influjo bienhechor con su Declaración de Independencia,
convenida en 1776 y enfilada en general contra la monarquía y la
divinidad de los reyes; documento consagratorio de los preceptos
de la democracia burguesa, cuyos derechos humanos, presididos por
la sonada máxima de que "todos los hombres son creados iguales",
estaban llamados a contribuir, durante decenios, con la revolución
mundial, y, de contera, con las gestas de emancipación de las
colonias españolas. Bastante transcurrida la centuria pasada la
semblanza estadinense todavía seguía infundiendo entusiasmo a las
luchas progresistas de los distintos países. La Guerra de
Secesión, concluida en 1865 con la refrendación de la libertad de
los esclavos negros, recibió el fervoroso apoyo de las corrientes
revolucionarias, especialmente de los obreros europeos.
No obstante, en vísperas del siglo XX, junto a una banca
omnipotente, reguladora de los engranajes industriales puestos a
la sazón bajo sus arbitrios, irrumpen los gigantescos monopolios,
suprema expresión de la concentración del capital, los cuales
estiman demasiado angostos sus linderos fronterizos y han de hacer
de la rapiña una divisa, renegando de las sanas tradiciones y
trastornando la mente de la gran nación de Jefferson. La guerra
contra España, en 1898, su primera confrontación netamente
imperialista, no se emprendió ya en aras de las cláusulas de "no
colonización" de la Doctrina Monroe, sino al revés, para
apropiarse de lugares ajenos, como lo llevó a cabo aquel año el
gobierno de McKinley con Filipinas, Guani y Puerto Rico. Contra
Cuba, asimismo arrancada de la corona ibérica, expidiose más tarde
la oprobiosa Enmienda Platt por la cual se coartaba su soberanía y
quedaba Estados Unidos facultado para entrometerse en los asuntos
de la Isla cuando le pluguiera. Sobrevendría de igual modo la
desmembración de Panamá de Colombia, con el propósito de construir
en el Istmo el canal interoceánico que los franceses no fueron
capaces de materializar. Y posteriormente la habilitación de las
interminables tiranías castrenses tipo Carías, Martínez, Ubico,
Somoza, Trujillo, Duvalier, respectivamente de Honduras, El
Salvador, Guatemala, Nicaragua, República Dominicana y Haití, para
sólo señalar unas pocas de las muchas que han soportado las masas
escarnecidas y apaleadas de la América Central y el Caribe. Y los
tratados leoninos sobre diversos tópicos, dirigidos a garantizar
franquicias para las inversiones, los consorcios, las mercancías o
los empréstitos procedentes de la metrópoli recién configurada. Y
las repetidas conferencias panamericanas, gestoras del sistema del
mismo nombre pero bajo la batuta de Washington, preferencialmente
la IX, celebrada en Bogotá durante los días aciagos del asesinato
de Gaitán y que diera vía a la Organización de Estados Americanos,
la inefable OEA, tildada por algunos como el ”ministerio de
colonias yanqui”. Y las intervenciones militares contabilizadas
por docenas en el Hemisferio, entre las que vale la pena recordar
la de 1914, en el puerto de Veracruz, México, a fin de presionar
la dimisión del presidente Victoriano Huerta; la de 1926, en
auxilio del títere nicaragüense Adolfo Díaz; la de 1954, para
derrocar el gobierno guatemalteco de Juan Jacobo Arbenz; la de
1961, fallidamente contra la revolución cubana, y la de 1965, tras
el objetivo de aplastar al insubordinado coronel Francisco
Caamaño, en Santo Domingo.
La metamorfosis de la república estadinense en una potencia
imperialista se había consumado definitivamente. Dejemos referir
al Washington Post, en editorial publicado preciso en los
preliminares de la guerra de 1898, cómo percibió aquella
transmutación en los momentos históricos en que se estaba
efectuando: "Una nueva conciencia parece haber surgido entre
nosotros -la conciencia de la fuerza- y junto con ella un nuevo
apetito, el anhelo de mostrar nuestra fuerza... El sabor a imperio
está en la boca de la gente, lo mismo que el sabor de la sangre
reina en la jungla".1
Los partidos vergonzantes del caudillaje estadinense acostumbran
argumentar que los humos despóticos del opulento poder del Norte,
notoriamente ostensibles en variadas fases de su ulterior etapa
hegemonista, han dependido más de las malas entrañas de
determinados mandatarios que de la índole del sistema imperante.
Censuran, por supuesto, las tropelías del "gran garrote" de
Teodoro Roosevelt, o la "diplomacia del dólar", llevada al apogeo
por la administración de William Taft, mientras se deslíen en
elogios hacia los ofrecimientos de "Buena Vecindad" del segundo
Roosevelt, los programas de la "Alianza para el Progreso" de un
John F. Kennedy e incluso hacia las intenciones de "buen socio"
esbozadas por el frustrado Richard Nixon. Sin embargo, este
aparente doble cariz, o esta duplicidad, fuera de indicarnos que
las formalidades de la democracia no simbolizan un impedimento
insalvable para la explotación económica de los monopolios, nos
confirma que los Estados Unidos se acogen con pericia y sin
reconcomios a los métodos blandos o a los duros, con tal de
sacarles jugosos gajes a sus nexos extraterritoriales.
Así como el capitalismo norteamericano nació incontaminado, sin
las trabas de modos productivos remanentes que le obstaculizaran
el crecimiento, su ciclo imperialista, desde sus preámbulos, se ha
diferenciado de los otros en la predisposición a valerse de los
instrumentos democráticos para afianzar y adornar sus expugnadoras
pretensiones. En lo transcurrido del siglo menudean las
profesiones de fe de los ocasionales inquilinos de la Casa Blanca
en los hábitos republicanos de gobierno y en las excelsitudes de
la soberanía y la autodeterminación de las naciones, a lo Woodrow
Wilson, el presidente del partido demócrata que se creía obligado
a impartir instrucción a los analfabetos políticos del Continente
sobre cómo interpretar las constituciones y escoger eficaces
estadistas; y quien, dentro de su pedagógica misión, proclamó para
Latinoamérica el advenimiento de la "Nueva Libertad", por la cual
habría de ir hasta la agresión armada contra Nicaragua, Haití y
República Dominicana, sin contar la ya mencionada contra México. Y
sus famosos Catorce Puntos sobre la paz, tras cuyos derroteros
participó Norteamérica en la primera guerra por el reparto del
globo, convocaban a un entendimiento universal que concediera
"garantías mutuas de independencia y de integridad territorial a
Estados grandes y pequeños por igual". Análogos supuestos de
convivencia civilizada y democrática entre los países se
consignaron en la Carta del Atlántico, el pacto programático con
que, dos largas décadas después, acometieron en la segunda
conflagración las fuerzas aliadas bajo el liderazgo de los Estados
Unidos. El panamericanismo no es más que el compendio de tales
postulados, entretejidos paso a paso y al compás de los vaivenes
hemisféricos, y que históricamente arrancó con la negativa inicial
de los jerarcas de Washington a reconocer los mandatos de facto
surgidos de la inobservancia de las regulaciones constitucionales,
hasta concluir en la condena expresa, por lo menos en el papel, de
cualquier intervención de una nación en los fueros de otra. Además
de responder a los designios de convertir el Caribe en un mar
norteamericano y a todo el “patio trasero” en soporte para la
dominación mundial, el corolario que adosara Teodoro Roosevelt a
la Doctrina Monroe por allá en 1904, anunciando que sus deberes de
ángel guardián de América podrían forzarlo a "ejercitar la
política de policía internacional", ha consistido asimismo, desde
los preludios del imperio hasta hoy, en el pobre intento de
encubrir la voracidad de los Estados Unidos con la cruzada
rediviva por proscribir de estas tierras de Colón los enclaves
coloniales. Intento no sólo pobre sino opcional, porque, cual
ocurrió con la cruenta andanada de Gran Bretaña contra Argentina
por la retención de las Malvinas, las autoridades estadinenses no
vacilan en terciar en beneficio de viejas formas de opresión
nacional, y reivindicadas por señoríos procedentes de otras
latitudes, cada vez que los afanes del momento así lo dictaminen.
En todo caso las relaciones expoliadoras implantadas por los
Estados Unidos fueron harto distintas a las que
consuetudinariamente rigieron en el mundo y que en la actualidad
se hallan casi extinguidas por completo. Se trata del
necolonialismo, como insistimos en denominarlo con la finalidad de
distinguirlo. Es el desvalijamiento moderno que no precisa de
virreinatos o protectorados de ninguna especie para llevar a feliz
término la labor depredadora. Aun cuando eche mano de los
cuartelazos, las invasiones y las tomas territoriales, dentro de
su inclinación natural a esgrimir escuetamente la represión
siempre que sea indispensable, tolera la independencia política,
la república y los gobiernos elegidos por sufragio, pues sus
ganancias espectaculares y especulativas, inherentes al
capitalismo monopólico, estriban antes que nada en la exportación
de capitales desde los centros desarrollados a la periferia
relegada. Mediante las inversiones directas y los empréstitos los
países pudientes despojan a los menesterosos de sus recursos
naturales, acaparan sus mercados, inspeccionan y reglamentan sus
economías. Los funcionarios, los legisladores, los magistrados
caen prisioneros en las redes del soborno, o capitulan ante las
desalmadas e ineludibles presiones pecuniarias. Si no que lo
desmienta México, cuya fachendosa burocracia posaba de libérrima y
patriótica hasta cuando el Fondo Monetario Internacional, con sus
inapelables requisitos para la renegociación de la deuda pública,
vino a postrarla de hinojos y a dejarla en cueros ante la mirada
estupefacta de los miles de millones de moradores del planeta. 0
que lo atestigüen, para no ir muy lejos, los gerentes de nuestras
entidades del ramo que no atinan a explicarle a la desfalcada y
confundida opinión colombiana los motivos de las escandalosas
alzas en las tarifas de los servicios, hechas por conminación de
las agencias prestamistas y a contrapelo de las promesas
comiciales del Movimiento Nacional.
Por eso, los portavoces de las corrientes reformistas que abogan
por la restauración de las viejas y consabidas formulaciones
democráticas, cual panacea para los padecimientos del Tercer
Mundo, aunque se sientan muy convencidos de la bondad y del
progresismo de sus reclamos, lo cierto es que no han avanzado un
ápice respecto a las recetas que de buen grado aceptarían las
oligarquías imperialistas contemporáneas y que de suyo ya han
prescrito en sus documentos más solemnes. Las libertades
ciudadanas que logren disfrutar los pueblos exaccionados les
facilitarán sus luchas por una autodeterminación auténtica y
cabal, pero por sí solas no configurarán barrera alguna que impida
la explotación económica de los conglomerados supranacionales.
Frecuentemente las metrópolis aplauden el independentismo del que
hacen alarde muchos de los gobernantes de sus neocolonias y hasta
reciben con mansa resignación las críticas que éstos expresan
sobre diversos aspectos de su conducta en el concierto
internacional, con tal que se les asegure el curso boyante de sus
negocios. Con arreglo a ello acostumbra a obrar, verbigracia, el
impredecible señor Betancur, quien en sus discursos se reserva la
licencia de reprender a su colega Ronald Reagan por uno que otro
desatino, sin dejar por eso de abrumar con prebendas a los
inversionistas extranjeros, o de tramitar, acucioso, la solicitud
de mayor injerencia del Banco Interamericano de Desarrollo, el
BID, uno de los entes directamente responsables del retraso, los
desequilibrios y el caos en la construcción material de nuestras
naciones. Y después de tantas vueltas y revueltas, la acariciada
paz de Centroamérica, como se deduce de los pronunciamientos del
Grupo de Contadora y de las intervenciones del presidente
colombiano con ocasión de su reciente viaje al exterior, resultó
que, en última instancia, depende, de un lado, del retorno a un
panamericanismo remozado, y del otro, del incremento de la "ayuda"
de la banca mundial y de una más activa participación de los
grandes trusts, dispensadores de la tecnología y de las
posibilidades de empleo, conforme al criterio de las mismas
fuentes.2 Diagnóstico que sospechosamente coincide con las
propuestas por las que viene intercediendo de tiempo atrás el
inconmovible y metalizado congreso estadinense. Dentro de
semejante contexto el discurrir de los países latinoamericanos ha
sido una pesadilla de necesidades desatendidas, de anhelos
irrealizables, de frustraciones traumáticas. No obstante que la
mayoría naciera a la vida republicana hace más de siglo y medio,
muchísimo antes que los jóvenes y depauperados Estados de Asia y
África, ni la emancipación obtenida, ni la superestructura
constitucional adoptada, se tradujeron en un efectivo desarrollo.
La organización democrático-representativa de sus sociedades,
distante de implicar la instauración del capitalismo como era de
esperarse, en lo fundamental mantuvo indemnes, bajo la corteza
burguesa, las enquistadas formas de producción peculiarmente
feudales, las cuales sólo acusan conatos de claro deterioro en las
postrimerías del siglo XIX. Empero, cuando circulan los primeros
capitales y se incuban los incipientes procesos fabriles, una
nueva y pesada carga desciende sobre los hombros de nuestras
patrias, un flagelo que comprometería indefinidamente su
bienestar, el desvalijamiento imperialista del que ya hemos
hablado. En sus informes de oficio los gobiernos estilan pintar
color de rosa cualquier conquista pírrica dentro del crecimiento
raquítico, y a debe, cual lo definiera alguien con perspicacia;
mas la constante es la parálisis, o el retroceso, a juzgar por los
datos más frescos y veraces profusamente divulgados. ¿Quién osa
rebatirlo? La inflación de dos y hasta de tres dígitos de
porcentaje, la quiebra masiva de empresas, la no utilización de
parte considerable de la poca capacidad instalada de la industria,
el decaimiento incurable de las actividades agropecuarias, la
explosiva desocupación, el déficit fiscal crónico, el
endeudamiento llegado a topes insoportables, etc., evidencian un
panorama latinoamericano nada halagüeño, luego de tantos augurios
fallidos y de tanta retórica. Y si a esto añadimos la marcada
preferencia de los epicentros del poder a descargar la crisis
económica que acogota a Occidente sobre los ciento y pico de
países desheredados de la fortuna, calaremos a plenitud la
gravedad de la hora.
De ahí que el pueblo de América Latina haya escrito las más
hermosas páginas de insumisión, pues al igual que en la novela
heroica "el hambre devoradora le persigue sobre la tierra
fecunda". Los revolucionarios, los demócratas y los patriotas
sinceros de las distintas nacionalidades le brindarán unidos el
respaldo irrestricto hasta ver coronadas por el éxito sus ansias
de libertad; no la libertad santificadora de la extorsión
económica, sino la fundada en los atributos de las naciones
soberanas que usufructúan y definen a satisfacción sobre sus
riquezas y sobre el trabajo de sus gentes.
III
Con todo y las complejidades, hasta aquí ha
habido una comprensión gradual de los entresijos de nuestra
segunda independencia. Las felonías, los excesos de confianza y
las contemporizaciones oportunistas cunden en lo tocante a las
asechanzas de la superpotencia de Oriente. Unos sectores
consideran insustituibles las emponzoñadas solidaridades del
socialimperialismo: están representados por los regímenes de este
bloque y sus epígonos. Otros se inclinan por el aprovechamiento
táctico de la intromisión rusa para obtener el triunfo: son los
ingenuos que piensan expulsar primero a los Estados Unidos y luego
deshacerse de la Unión Soviética. Y un tercer segmento busca
medrar en medio de la borrasca; lo constituyen aquellos que le
prenden una vela a Dios y otra al diablo para ganar indulgencias
políticas.
Bajo ninguna circunstancia hemos admitido que las diligentes
gestiones de Moscú y de La Habana alrededor de Centroamérica sean
catalogadas de fiables y mucho menos de fraternas. Cierto es que,
fuera de la férrea tenaza con que apercuella al gobierno cubano,
al que recompensa con miserables bonificaciones monetarias por sus
menesteres mercenarios en otras latitudes, allí, en los litorales
del Mar Caribe, la dirigencia soviética no ha tenido ni el tiempo
ni el espacio para hacer sentir ampliamente su catadura
expansionista. Lo cual desde luego no significa que sus
tejemanejes no riñan de manera tajante con las nociones más
elementales de la democracia y con los principios del socialismo.
No se puede aguardar a que esta despiadada satrapía que arrasa a
sangre y fuego a la nación afgana y empuja al ejército marioneta
de Viet Nam a exterminar a los pueblos kampucheano y laosiano,
acate la soberanía y demás derechos inalienables de guatemaltecos,
salvadoreños y nicaragüenses. ¿Acaso el despotismo se comporta de
un modo en Asia y de otro en América? ¿O los postulados
democráticos son fraccionables, diferibles y tienen un valor
contrapuesto de un meridiano a otro? ¿U obligan para todos menos
para unos? No suena coherente. Las ocupaciones de países,
efectuadas donde fuese y so pretexto de colaborarles en sus bregas
de liberación nacional, sacar avante las tareas socialistas, o
tras cualquier otro móvil, por humanitario y filantrópico que
parezca, únicamente conducen a escindir la necesaria armonía de
los pueblos y a exacerbar las tensiones internacionales. A la
inversa de cuanto han venido pregonando los adocenados partidos
comunistas, los más leves atropellos contra la independencia de
los Estados y la autodeterminación de las naciones, infligen
heridas graves a la cooperación internacionalista tan cara para
las masas trabajadoras del orbe entero.
Fidel Castro nos proporciona un testimonio bastante elocuente de
cómo se adecúa el concepto a la práctica, o mejor, de cómo se
envilece la teoría para legitimar los sanguinarios desmanes de la
Santa Rusia posmarxista. En agosto de 1968 las unidades del Pacto
de Varsovia tomaron por asalto a Checoslovaquia, y no obstante
acusarse a Occidente por los signos degenerativos detectados en
aquel miembro del bloque, era imperioso ofrecer una exculpación,
con ribetes de credibilidad, de un acto a todas luces atentatorio
de la integridad de un país supuestamente libre. El Comandante en
Jefe, que por entonces ya había escogido padrastros, lo intentó
dentro de esta lógica: "A nuestro juicio la decisión en
Checoslovaquia sólo se puede explicar desde el punto de vista
político y no desde un punto de vista legal. Visos de legalidad no
tiene francamente, absolutamente ninguno". La infracción de lo
legal, que no tuvo más remedio que reconocer, simboliza la burla
del precepto de la autodeterminación nacional de los países; y el
incentivo político, o sea la justificación, radica en los
objetivos revolucionarios. Y lo afirma expresamente: "Lo que no
cabría aquí decir es que en Checoslovaquia no se violó la
soberanía del Estado checoslovaco. ( ... ) Y que la violación
incluso ha sido flagrante". Pero aquélla -completa Castro- "tiene
que ceder ante el interés más importante del movimiento
revolucionario mundial y de la lucha de los pueblos contra el
imperialismo".3
Traemos a colación los pasajes de un litigio añejo ya de quince
años porque la doctrina sentada en él ha repercutido enormemente
en los acontecimientos posteriores, y, además, no la compartimos.
Ajustándose a ella Cuba ha enviado durante un lapso relativamente
corto alrededor de 100.000 soldados a campear en el continente
negro. En la actualidad mantiene en Angola, como se sabe, 20.000
hombres, cuyo desembarco, ocurrido en junio de 1975, marcó el
inicio propiamente dicho de la ofensiva militar estratégica de la
URSS por el apoderamiento del planeta. En el Cuerno de Africa
están instalados sólo unos pocos escuadrones menos, con la orden
de sostener el régimen de Mengistu, hostigar a Somalia y combatir
a los patriotas eritreos. Hay también asesores y contingentes
procedentes de la isla caribeña en Yemen del Sur, Mozambique,
Guinea-Bissau y el Congo, amén de los que menudean en Granada y
Nicaragua. Tamaño despliegue bélico, realizado en una extensión
tan dilatada, a tantos miles de kilómetros de distancia de su base
de origen y activado por una pequeña nación -la tercera parte de
los habitantes de Colombia y un décimo de su territorio-, que pasa
apuros en las lonjas internacionales para vender su azúcar de país
monoexportador, no se comprendería sin la asistencia financiera de
sus asistentes militares. García Márquez, en un gesto que habla
bien de su calidad de amigo pero no de su vocación por la
economía, juró que la misión expedicionaria sobre Angola "fue un
acto independiente y soberano de Cuba, y fue después y no antes de
decidirlo que se hizo la notificación correspondiente a la Unión
Soviética".4 No hubo quién tomara en serio estas frases. Ni
siquiera el escritor, que pronto las habría de olvidar, pues con
motivo de su controvertido exilio y refutando las sindicaciones de
los mandos castrenses contra La Habana acerca de la incautación de
un cargamento de armas del M-19, aclaró perentoriamente: "Los
cubanos no tienen plata para darle a nadie ni un fusil de esos que
vinieron ahí".5
La deducción es obvia e irónica. Los procónsules del "primer
territorio libre de América", con el sostén y la coyunda de los
soviéticos, se pasean por el cosmos hollando fronteras ajenas,
ungiendo gobiernos obsecuentes, disciplinando a los opositores que
se atrevan a rechistar. Insólito, por lo demás, que ese extraño
proceder se pretenda pasar con el rótulo de revolucionario.
Nosotros nos identificamos en el pasado con las pegajosas
proclamas de los vencedores de la Sierra Maestra y apoyamos en la
medida de nuestras capacidades sus desvelos por edificar una
patria digna y próspera. Dimos incluso un margen de espera
prudencial cuando desde finales de la década del sesenta nos
percatamos del giro de La Habana en honor de las apetencias del
Kremlin. Mas a mediados de 1975, consumada la invasión del Estado
africano que acababa de desembarazarse de cinco siglos de
coloniaje portugués, no había duda: la comandancia de la Isla
cumpliría su triste destino de condotiero del socialimperialismo,
más o menos como las soldadescas reclutadas en la India o Nueva
Zelanda contendían tras las enseñas de Su Majestad en los
esplendores del imperio británico. No cejaremos en la condena de
los autodenominados "socialistas reales" que se enseñorean
impunemente en suelo extranjero. Atrás recordábamos que los
presidentes norteamericanos instruían a bala a las repúblicas
inermes sobre cómo habituarse a la democracia y a la
independencia; hoy los primeros ministros del bando contrario lo
hacen para predicar y explayar el socialismo. Pero pueblo
triunfante que le impone la felicidad a otro pueblo compromete la
victoria y forja sus propias cadenas. ¡Quisling jamás será un
Martí!
Acreditan ponerse en tela de juicio los propósitos de aquellos que
protestan airadamente por la presencia estadinense en
Centroamérica pero hacen caso omiso de los crímenes cometidos por
los soviéticos y sus seguidores contra la integridad y las
intransferibles prerrogativas de las naciones débiles. Para esos
falsos apóstoles de la transformación social, llámense
revolucionarios, comunistas o socialistas, digámoslo en vía de
ilustración, no se justifica ni una nota desaprobatoria ante el
vandalismo vietnamita en Indochina, donde, de los cinco millones
de seres del pueblo de Kampuchea, cientos de miles han sido
segados sin contemplaciones. La fraternidad internacionalista
tampoco es divisible. Tanto merecen laborar en paz y decidir sin
tutorías foráneas sobre su buena o mala ventura los cuatro
millones de salvadoreños como los veinte millones de afganos. Y
convertir los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo
en mascarones de proa del expansionismo soviético, consiste, mondo
y lirondo, tal cual lo hemos venido señalando, en un trueque de
amos. La Junta Sandinista de Reconstrucción Nacional, al alinearse
con Moscú y servirle de cabeza de playa en la región, no sólo
enajena su voluntad sino que reduce a Nicaragua al lamentable
estado de ficha cambiable o comible en el ajedrez internacional.
La autocracia socialimperialista negociará la distribución de las
influencias mundiales de acuerdo con lo que aconsejen sus
maniobras políticas y militares y no conforme lo deseen sus
majaderos mandaderos.
Imaginar con pueril candidez que asordinando la denuncia y
admitiendo la peligrosa protección moscovita las agrupaciones
independentistas enfrentan los presentes desafíos sin mayores
riesgos, pues ya se darán trazas para salir de la trampa y eludir
las celadas, es desconocer supinamente las superioridades de un
imperio pujante, en formación, que cuenta por añadidura con la no
despreciable ventaja de franquear puertas y marear cabezas con su
etiqueta socialista. Hoy por hoy el Kremlin dispone de
avanzadillas muy firmes y muy dóciles en todo el globo. Además de
las indicadas, sobresalen el Estado sirio que actualmente retiene
con 60.000 soldados la mitad del Líbano, a través del cual las
huestes de Andropov ponen fuerte baza en la partida por el Medio
Oriente, y el predestinado coronel Gaddafi, en el Norte de África,
quien se adueñó de parte del Chad, alistando y armando a una
facción disidente de ese país, y quien también intriga, conspira e
interviene donde pueda, incluida Centroamérica, cual si fuera el
Robin Hood del mundo.
Si echamos una cuidadosa ojeada a los últimos veinte años
registraremos la arremetida de la URSS y su adelantamiento
respecto de Occidente en disímiles aspectos. Mientras aquella ha
militarizado su economía en grado sumo, atiborra su arsenal con
dispositivos nucleares y convencionales y se trasmuda en un
proveedor de armamentos de primer orden, a las viejas metrópolis
les toca vérselas con mil obstáculos, desde arrostrar los ruidosos
movimientos pacifistas que le coartan el poder de decisión, hasta
estirar al máximo los presupuestos minados por la recesión
económica, para conservar simplemente un precario equilibrio en la
capacidad de fuego de los dos bandos. Más de una veintena de
países, unos mediante las artes persuasivas de la maquinación y
del halago, otros como fruto de la violencia, han caído en las
zarpas del oso, y le permiten directa o indirectamente a esta
superpotencia un considerable margen de acción en su calculada y
arrasadora campaña expansionista. Tan inobjetable será la
tendencia histórica, que los Estados Unidos se muestran impotentes
para encinturar, en las inmediaciones de sus linderos, la
sublevación centroamericana, acorralados por el descontento
popular, las desavenencias políticas internas, las intromisiones
soviéticas y hasta por el peso de un pasado acusatorio que no
olvidan las gentes. Y el señor Miterrand, en detrimento de la
descabalada estampa de su socialismo pluralista, tuvo que
trasladar sus tropas en auxilio del gobierno del Chad, con el fin
de proteger los codiciados intereses franceses en el África,
siendo que no contempla muy complacido el traslado que de las
suyas ha hecho el presidente Reagan a Honduras en trance similar.
En suma, Occidente ejecuta esfuerzos más desesperados que eficaces
por mantener la cohesión y frenar a su engrandecido oponente, en
una atmósfera en la cual las contradicciones internacionales suben
de temperatura en cuestión de meses y los pueblos neocolonizados,
resueltos a romper las cadenas, no olfatean los vientos que
delatan a la fiera agazapada del Este. Por ende, postergar para un
futuro preñado de incertidumbres el esclarecimiento público y
sistemático acerca de la amenaza principal, y peor aún, unirse a
ella en la creencia de conseguir birlarle el botín, denota una
inocencia digna de tiempos menos escabrosos.
No quisiera concluir esta exposición sin referirme, así sea de
pasada, a un comportamiento político que ha venido haciendo
carrera en Colombia últimamente, sobre todo en los círculos
dominantes. Trátase del brochazo izquierdista, al que cada vez
recurren más quienes han perdido lustre en los ajetreos de la
lucha y no encuentran otro medio de recomponer su figura que
mostrándose benévolos con algún requerimiento o gesto de
intimación del gobierno cubano, obviamente después de dejar
sentada la explícita y ritual constancia del abismo ideológico que
los separa de aquél. Este artilugio, copiado de los mexicanos,
posee la milagrosa virtud de resguardar por un rato de las
críticas, aunque se haya incurrido en desafueros o se haya asumido
actitudes cavernarias en otras materias. No sabría precisar si fue
el presidente López Michelsen quien primero lo utilizó, pero sí lo
puso de moda. Cuando Fidel Castro sostiene en La Habana, como lo
hizo: "López es un burgués progresista", eso se refleja
propiciatoriamente en las urnas, o se reflejaba.
La conveniencia de recibir del campo adversario semejantes
consagraciones incide más de lo que se supone en la elaboración de
las directrices oficiales, en especial en el período que
transcurre, pues los conservadores, o por lo menos la fracción
belisarista, han redescubierto esta fórmula mágica con la que los
liberales ganaban puntos en las encuestas de opinión, defendiendo,
desde luego, el panamericanismo y demás fundamentos del mundo
occidental y cristiano, a la par que se coquetea a distancia con
las fuerzas rivales acantonadas en la otra orilla. Esto explica la
manera condescendiente como se han solido absolver las
pretensiones de los recaderos del socialimperialismo contra
Colombia, en el caso de los inesperados y contumaces reclamos de
la Junta de Nicaragua sobre San Andrés y Providencia y en las
intentonas de Cuba de sembrar nuestro territorio de destacamentos
armados, cual lo reconociera su Primer Ministro sin el menor
embozo y ante la presencia de una gloria de nuestras letras, un ex
presidente y una decena de periodistas colombianos, quienes
prácticamente asintieron con el otorgamiento de su silencio.6
De modo similar se ha venido concibiendo la inclusión de Colombia
en el grupo de los países No Alineados, no como el camino para
hacer valer una posición genuinamente independiente y neutral en
la disputa de las superpotencias, sino como el conducto de
complacerlas a ambas en lo que fuere indispensable. En nombre de
la pacificación, en San José de Costa Rica el canciller Rodrigo
Lloreda firma la Iniciativa para la Cuenca del Caribe ideada por
la Casa Blanca, y para no malquistar a la contraparte, se deposita
en la ONU un voto a favor de la candidatura de Nicaragua al
Consejo de Seguridad. Sin embargo, ni las ambigüedades, ni las
acomodaticias oscilaciones de un extremo al otro, reportarán nada
positivo para la convivencia internacional y el derecho a la
irrestricta autodeterminación de las naciones. Azuzan, por el
contrario, la codicia de los expansionistas que intuirán en tales
piruetas una disimulada e insinuante invitación a que prosigan con
sus componendas y provocaciones.
En Centroamérica, análogamente a lo que acontece en las otras
zonas en conflicto, al lado de las viejas dolencias, han surgido
problemas nuevos. Entre los primeros están la explotación
económica de los consorcios foráneos, el atraso, la miseria y la
falta de una democracia efectiva. Entre los segundos se cuenta la
irrupción de avanzadillas del expansionismo tipo Cuba. "Estos
pequeños Estados -como lo indicamos en el proyecto de convocatoria
que propusimos para este foro- no significarían una amenaza mayor
para nadie, e incluso gozarían plenamente del afecto de todas las
naciones amantes de la paz, si sus afanes de respaldar a quienes
combaten en pos de los cambios sociales no fuesen más que un
simple pretexto para sus empeños reales de crear, donde puedan,
contingentes políticos y militares dóciles a los caprichos de
Moscú". Ante las viejas dolencias existe un creciente y alentador
discernimiento; en relación con los nuevos problemas prevalecen la
prodición, la indiferencia y el oportunismo. Unámonos las fuerzas
revolucionarias, democráticas y patrióticas a fin de remediar las
unas y afrontar los otros, en el entendimiento de que el mayor
peligro proviene del socialimperialismo soviético, cuya contención
demanda el más amplio frente de batalla mundial, que se base en
los países sojuzgados y en las masas trabajadoras de todo el orbe,
abarque a las repúblicas capitalistas desarrolladas y no vete
siquiera a los Estados Unidos.
En cuanto a nosotros, seguiremos creyendo, junto a Augusto César
Sandino, el general de hombres libres, que "toda intromisión
extranjera en nuestros asuntos sólo trae la pérdida de la paz y la
ira del pueblo".
Muchas gracias.
NOTAS
1 William Miller, Nueva Historia de los Estados Unidos, Buenos
Aires, Editorial Nova, 1961, págs. 313 y 314.
2 Aprovechando su viaje al exterior, a comienzos de octubre,
Belisario Betancur pidió, tanto a los Estados Unidos como a la
Comunidad Europea, el apoyo económico para sacar a los pueblos
latinoamericanos del abandono. Ante la banca norteamericana,
durante el almuerzo que ésta le brindara en el Hotel Waldorf
Astoria de Nueva York, invitó a invertir más en Colombia y sugirió
para Centroamérica un programa de asistencia similar al Plan
Marshall que Washington ejecutó en Europa después de la Segunda
Guerra Mundial.
3 Ambas citas de Fidel Castro pertenecen a su discurso pronunciado
sobre la incursión de las tropas del bloque soviético en
Checoslovaquia, publicado en Granma, 25 de agosto de 1968.
4 Gabriel García Márquez, El Espectador, enero 9 de 1977.
5 Idem, Cromos, marzo 31 de 1981.
6 Se refiere a las declaraciones por las cuales Fidel Castro
aceptó haber entrenado guerrilleros colombianos, formuladas
delante de García Márquez, L6pez Michelsen y varios periodistas
colombianos que habían viajado a Cuba, a mediados de enero de
1983, con motivo de la entrega de una condecoración concedida por
el gobierno cubano al laureado escritor.
¿QUÉ PUSO AL
DESCUBIERTO GRANADA?
Diciembre de 1983-enero de 1984
Editorial publicado en Tribuna Roja Nº 46, de diciembre de
1983-enero de 1984.
Dos mil unidades de las fuerzas armadas
norteamericanas, con el acompañamiento más simbólico que bélico de
300 soldados de seis pequeñas repúblicas de las Antillas de habla
inglesa, comenzaron a desembarcar el 25 de octubre en la diminuta
Granada, según los despachos de prensa, a las 5 y 40, hora local.
La ocupación recuerda lo que casi todos sabemos: la eterna
historia de la omnipotente metrópoli que ha lapidado a los pueblos
débiles circunvecinos, pues cualquier determinación improcedente e
inconsulta que alguno de éstos adopte puede poner en peligro la
seguridad del imperio. Para legitimar sus invasiones, a las
autoridades de Washington les ha bastado con argüir la necesidad
de proteger a unos cuantos ciudadanos americanos residentes en el
exterior, o mostrar los pedidos de ayuda militar de la respectiva
facción intermediaria, o simplemente presentarse como cruzados de
la democracia que han de cumplir la misionera labor en tierras
extranjeras. En el caso de Granada, cuya empobrecida población
apenas bordea las 100.000 personas y habita en un perímetro de
escasos 344 kilómetros cuadrados, el presidente Ronald Reagan
esgrimió las tres disculpas. Excepto que la solicitud de apelar a
los cañones para resolver el litigio emanó, no de uno, sino de dos
pares de gobiernos de islas aledañas, integrantes de la
Organización de Estados del Caribe Oriental, OECO, un ente
espurio, improvisado y establecido en 1981 precisamente para eso,
para otorgarles un viso legal a las ilegalidades estadinenses.
Aunque Barbados y Jamaica no pertenecen a aquel organismo, sus
mandatarios prestaron el concurso a la expedición armada. El resto
de la ficticia colaboración provino de Antigua, Dominica, Santa
Lucía y San Vicente.
No sobra añadir, conforme hemos procedido en circunstancias
anteriores, que rechazamos rotundamente los atropellos contra la
soberanía y demás derechos inalienables de las naciones,
perpetrados por la superpotencia del Oeste, y sus rancias e
insaciables pretensiones de convertir al Caribe y Centroamérica en
el traspatio de su Casa Blanca. No por exiguos e indefensos, los
granadinos son menos dignos de darse la forma de república que a
bien tengan y sin intromisiones de ninguna índole, al igual que
cualquier otro pueblo respetable del planeta. Esta posición
nuestra obedece al arraigado criterio internacionalista de que la
unidad de las masas trabajadoras de todas las latitudes, tan
imprescindible para el buen suceso de la revolución mundial,
únicamente cristalizará sobre la base de la plena vigencia de la
autodeterminación de las naciones, al margen incluso de los
regímenes sociales en ellas imperantes; anhelos de libertad y de
independencia que compartimos con los demócratas sinceros,
preferencialmente en la actual coyuntura histórica de dura prueba.
Pero los acontecimientos de Granada ostentan aspectos bastante
ignorados, una especie de cara oculta de la luna que muy pocos han
visto y que a nosotros nos interesa, sobremanera, revelar. Nos
referimos al rol de los cubanos en todo este turbio asunto. En
primer término, con la llegada de los infantes de marina yanquis y
de sus grotescos refuerzos antillanos, se supo a ciencia cierta
cuántos hombres mantenía allí La Habana y cuál era su carácter,
puesto que, como acaece en muchos otros países donde interfieren,
la magnitud y el cometido de aquella intervención mimetizada
difícilmente se calcula. Algunas agencias noticiosas estimaban que
la cifra no subía de un centenar, máximo dos, y que su encargo se
circunscribía a colaborar en tareas alfabetizadoras, campañas de
sanidad y sobre todo en la construcción del moderno y grande
aeropuerto internacional de Salinas, en el borde sureño de la
isla, al cual el Pentágono le achacó muy definidos fines
belicistas, mientras la mamertería del Continente lo consideraba
el mejor aporte fraternal al turismo de Granada y del Caribe
entero. Al cabo de cuentas, la asesoría cubana rondó por el tope
de los mil efectivos, cantidad nada despreciable para una
revolución tan despoblada, y ello sin sumar la pericia de los
cincuenta soviéticos que asesoraban a los asesores.
Llegado el momento de la verdad, y sin que importe ya mantener
encubierta la naturaleza castrense de diseñadores, ingenieros,
albañiles y ayudantes rasos del aeropuerto en ejecución, Fidel
Castro envió, el 24, un día antes del abordaje enemigo, a un
oficial de alto rango, el coronel Pedro Tortoló Comas, a objeto de
que asumiera "el mando de todo el personal cubano"; el 25 impartió
a sus huestes la orden concluyente de "no rendirse bajo ningún
concepto", y el 26, cuando todo estaba prácticamente consumado,
explicó que se había obrado así para salvar "el honor, la ética y
la dignidad de nuestro país".
Durante la mañana del desembarco, los cables procedentes de Moscú
también se encaminaban a crear la impresión de que los cubanos se
batían más fieramente de lo que les tocaba. A las 9 a.m. las
fuerzas expedicionarias norteamericanas habían sufrido ya 1.200
bajas y la resistencia inmolado 800 gloriosos combatientes, de
acuerdo con aquellas informaciones que en Colombia las cadenas de
radio, particularmente Caracol, propalaban en el instante mismo en
que las iban emitiendo los lejanos e imaginativos corresponsales,
y envueltas, obviamente, en un sensacionalismo estrepitoso. A esas
alturas de las acciones realmente no se conocía aún de pérdidas
humanas, y al final de la jornada, restando sólo unos reducidos y
aislados focos de aguante, los muertos en total no pasaron de
ochenta, dieciocho de las tropas de asalto y si mucho sesenta de
los defensores. Sin embargo, y sea lo que fuese, la potencia de
fuego y la capacidad operativa de los custodios de la isla
obligaron al Pentágono a conducir el miércoles 26 otro millar de
soldados de su 82a. División Aerotransportada al campo de las
operaciones. Más tarde se especificaría que el monto global de los
infantes yanquis empleados en la maniobra ascendió a seis mil.
Pese a que el Comandante en Jefe se cuidó de instruir desde La
Habana a sus contingentes en Granada de que "si el enemigo envía
parlamentario escucharlo y transmitir de inmediato sus puntos de
vista", con dichos desplantes teatrales, órdenes categóricas de
ofrendar la vida antes de rendirse, falsas noticias, se buscaba
salvar no tanto la valentía como la justeza de la causa. Mas
resulta irrebatible que los cubanos, por encima de sus proclamas
antiyanquis y sus profesiones de fe revolucionaria, sencillamente
luchaban por una pequeña isla de la que se habían adueñado. Sus
legionarios se aproximaban a mil ante un ejército granadino de
escasos dos mil componentes mal equipados y de bajo nivel de
adiestramiento. Sus obras, sus consignas, sus dictámenes
empalagaban el alma de una sociedad indigente y relegada de las
Antillas Menores, que, con el señuelo de ayudarla, la utilizaron
de trampolín para sus apetencias expansionistas. Ellos fueron los
grandes héroes de una mini-revolución frustrada. Hasta el último
momento se robaron la escena, combatiendo para otros por el
apoderamiento de una porción del Caribe que no es suya, "abrazados
a nuestra bandera", la de la Cuba prosoviética.
Y la bandera de Granada, ¿quién la abrazó? Maurice Bishop, quien
en agosto de 1979 ascendiera al Poder mediante un golpe de Estado
y se tornara, en su calidad de Primer Ministro de la isla, en un
destacado y locuaz contribuyente político del régimen castrista,
había sido depuesto el 14 de octubre del año en curso por el
comandante de sus propias tropas, el general Hudson Austin. El 19
de octubre terminó pasado por las armas, junto a tres de sus
ministros, dos directivos sindicales y varios más de sus
adherentes. La dirigencia cubana reconoció el gobierno de sus
sucesores y victimarios, aunque, dentro de su estilo
inconfundible, se lavó las manos por la responsabilidad de los
insucesos, censurando no a los homicidas sino los "procedimientos
atroces como la eliminación física de Bishop y el grupo destacado
de honestos dirigentes muertos en el día de ayer". El Krenilin no
se tomó tantos trabajos por las apariencias. Aprobó sin rodeos la
autoridad nacida de los oscuros y cruentos incidentes.
En Granada se instauró entonces un mando sin piso democrático;
antes bien, con los métodos que le dieron origen descalificados
por sus patrocinadores de La Habana, y que se vio impelido a
sitiar a los habitantes de su capital cuando el adversario
exterior lo sitiaba a él para cortar su efímera existencia. Nos
rehusamos a creer que en los designios de esta banda enceguecida y
en entredicho reposara segura, no digamos la victoria, pero sí la
honra de la bandera granadina. Por su parte, el pueblo,
violentamente reprimido y bajo el toque de queda, estaba
imposibilitado para movilizarse; no sabía qué esperar de los
golpistas que así se comportaban como garantes de la continuación
de la revolución, ni qué pensar de un coronel Tortoló Comas que
Fidel Castro enviara la víspera para organizar y dirigir los
destacamentos encargados de repeler la agresión foránea, siendo
que esos destacamentos encontrábanse directa o indirectamente
comprometidos con el asesinato del ex Primer Ministro y de todos
modos apoyaban a los asesinos.
Demasiada candidez aceptar que los cubanos, quienes han aprendido
las malas artes de la intriga y la maquinación, tras trasegar
tanto tiempo por el mundo en su carácter de correveidiles de los
soviéticos, se hayan privado de participar o de instigar los
episodios del 14 y del 19 de octubre, con la trascendencia que
éstos tenían para el futuro de su política a escala insular y
regional, y contando, de ñapa, con cerca de mil expertos asesores,
casi la mitad del ejército nativo, susceptibles de transformarse
en cuerpos regulares de combate como se confirmó.
Hay algo más. Los socialimperialistas y sus seguidores se inclinan
a preservarle a Bishop, una vez sepultado, la aureola de
intermediario radical y dócil que lo distinguiera durante su
mandato. Sin embargo se sospecha que sus viejas lealtades
comenzaban a extenuarse. En junio de 1983 viajó a Washington con
motivo de una reunión de la OEA y traslumbró allí una posición
conciliadora con los Estados Unidos; se entrevistó muy en secreto
con William Clark, el encargado de velar por la seguridad del
imperio, y a su regreso a Saint George llegó con un préstamo en el
bolsillo de 15 millones de dólares autorizados por el Fondo
Monetario Internacional. Aun cuando estamos al tanto de esa
singular estrategia, que han tratado de instituir los "socialistas
reales", de financiar con dinero americano las revoluciones
regentadas por Moscú, y no ignoramos los empeños obligados del
expansionismo por suavizar las tensiones en Centroamérica ante la
contraofensiva del porfiado Ronald Reagan, lo curioso de este
drama granadino, para expresarnos benignamente, es que las
disensiones internas se agudizaron luego del referido viaje del
gobernante sacrificado, y los cubanos, o hicieron todo para
derrocarlo, o no hicieron nada para impedirlo. De cualquier forma,
allí y en medio de la pantomima seudorevolucionaria, las
contradicciones estatales se dirimieron a cuartelazo limpio y con
sangrienta vindicta, a la usanza de los legendarios regímenes
latinoamericanos que giran en la otra órbita.
Estos espeluznantes antecedentes coadyuvaron sin duda alguna a los
propósitos de Washington; pero han servido también para que muchos
de los desprevenidos partidarios de Cuba y de sus actividades
intervencionistas empiecen a formularse interrogantes de tremenda
incidencia.
Nosotros hemos insistido en que el socialismo auténtico no es
ocupacionista ni anexionista. Nos preocupa que este punto básico
no se comprenda a cabalidad por las fuerzas democráticas y
revolucionarias, porque la menor intromisión de una nación en los
fueros de otra, tolerada a cualquier título o propiciada bajo
cualquier pretexto por el movimiento obrero de un país, el que
fuese, le inflige más daño a la revolución mundial que todos los
atropellos juntos de los imperialistas contra la libertad y la
autodeterminación de los pueblos. Al fin y al cabo el capitalismo
de la era monopólica se sustenta del fruto de sus prácticas
colonialistas. De lo contrario no sobreviviría. Lo grave radica en
que quienes hoy se autocalifican de portadores del marxismo y de
la transformación social, en lugar de combatir los zarpazos de los
Estados Unidos y sus aliados desde posiciones y con procederes
revolucionarios, emulen con ellos en la arrebatiña del globo y
recurran a sus mismos medios. De prevalecer semejante tendencia,
las masas golpeadas y burladas de las diversas latitudes no
hallarían qué camino coger y la humanidad se perdería durante
largo rato en uno de los más fragosos pasajes de su vida
civilizada. Por eso, con todo y lo devastadora que se estime la
acción estadinense en Granada, lo importante sigue siendo que
aquella isla menesterosa, ubicada en la esquina suroriental del
Mar Caribe y puesta de pronto en los primeros planos de la
atención mundial, logre aportar con su trágica experiencia al
esclarecimiento del culminante problema planteado, por supuesto a
condición de que haya ideólogos y partidos resueltos a desafiar la
resaca y a sistematizar las enseñanzas respectivas.
Hasta algunos de los más tradicionales y connotados simpatizantes
del bloque socialimperialista acentuaron la nota de repudio contra
el general Hudson Austin y sus compinches. Entre ellos García
Márquez, siempre listo a darles una mano a sus amigos de Cuba para
sacarlos de un aprieto, quien, dos días antes de la invasión de
los infantes de marina yanquis y desde su columna dominical de El
Espectador, no perdona al jefe del Estado granadino de "matón del
peor estilo" y a los compañeros de aventura de éste no los baja de
"bandoleros en mala hora extraviados en la política". En dicho
artículo y ajustándose a un razonamiento lógico, el escritor no
puede menos que hacerse la fatal reconvención: "El día en que se
justifique con cualquier argumento que las fuerzas del progreso se
sirvan de los mismos métodos infames de la reacción, será esa la
hora -para decirlo en buen romance- de que nos vayamos todos para
el carajo". Incontrastablemente, aunque no sea en buen romance.
Pero atribuir las consecuencias de la coloquial exhortación a la
conducta aislada de uno o de varios elementos envanecidos e
inescrupulosos significaría lisamente evadir el meollo del asunto.
Examinémoslo.
¿Cómo se llama la atávica costumbre de los imperialistas de
trasladar divisiones de infantería a otros territorios distintos
de los suyos y permanecer en aquellos lugares por un lapso de
tiempo, o indefinidamente? Tiene muchos nombres: ocupación,
anexión, pillaje, colonialismo, etc. Cuando Viet Nam se introduce
en Kampuchea y Lao con cientos de miles de soldados y se instala
arrogantemente allá desde finales de 1977; o cuando Cuba desde
mediados de 1975 deposita en Angola 20.000 hombres que allá se
mantienen todavía, y distribuye un número parecido en Etiopía a
partir de ese mismo período del inicio de su intromisión en
África, ¿no es acaso ocupar países inermes, propender al
anexionismo, reivindicar el pillaje, imitar a los viejos
colonialistas? Inevitablemente tales actos generan la desconfianza
de las gentes nativas acerca de la intención de tan extraños
salvadores, desembocan en rompimientos antagónicos y acaban
incluso por prender las llamas de la guerra popular contra el
despliegue extranjero. No debiera, pues, parecer insólito el
espectáculo de desintegración brindado por los conductores de la
abortada revolución granadina, si recordamos, por ejemplo, que los
déspotas del Kremlin, preceptores de Castro y Austin, eliminaron
en septiembre de 1977 al presidente de Afganistán Mohamed Taraki,
adicto de la URSS-, para suplantarlo por Hafizullah Amín, otro
colaborador más maleable, a quien igualmente decidieron destituir
y ejecutar antes de los cuatro meses, el 27 de diciembre, fecha
desde la cual alrededor de 100.000 efectivos soviéticos huellan el
suelo de aquel lacerado país, en nombre del internacionalismo
socialimperialista y tras la complacencia de un tercer advenedizo,
el Primer Ministro Babrak Karmal.
No nos tropezamos con un caso exclusivo que se explique por
razones particulares. Desde Cuba para abajo, los países que se
hallan atrapados en el campo gravitacional de la Unión Soviética,
por simples leyes de la física, carecen de rumbo propio, y sus
luchas, la satisfacción de sus necesidades, dependen de los
albures de la empresa expansionista. La URSS ha de preocuparse por
su imagen; no obstante, jamás estropeará sus proyectos
estratégicos y tácticos por los apremios intempestivos de una
nación de unos cuantos millones de habitantes. Si en el tablero
internacional ha de sacrificar un peón para neutralizar la acción
de un alfil enemigo, no vacila. Algo de eso visualizamos en los
rápidos movimientos ejecutados por las dos superpotencias en el
Caribe. Fue notoria la inquietud de Washington por no chocar
abruptamente con Moscú mientras le sustraía a Granada. Reiteró
públicamente la seguridad de que los consejeros soviéticos
desalojados serían atendidos con "cortesía diplomática" y "eran
libres de hacer lo que quisieran". Los primeros en conocer por
boca de los invasores las miras y los alcances del desembarco
fueron los gobiernos afectados por el desahucio. Hasta los cubanos
recibieron desde un principio la promesa de que se les permitiría
abandonar tranquilamente la isla. Las zalameras gestiones del
señor Belisario Betancur en favor del feliz retorno de los
prisioneros a sus hogares estaban, de antemano, plenamente
garantizadas.
No olvidemos que la América Latina es el "patio trasero" de los
Estados Unidos y el Caribe su Mar Mediterráneo, y aunque ahí se
encuentre Cuba perturbando el sosiego de los magnates de Wall
Street, el Hemisferio escapa a las zonas de influencia
controlables fácilmente por los amos del Kremlin. Tal vez por el
régimen de Cuba, que tan buenos oficios les ha prestado en éste y
en el resto de continentes y cuya inestabilidad redundaría en su
desprestigio, por ningún otro país del área los rusos estarían
dispuestos a sacar las castañas del fuego en la eventualidad de
que los norteamericanos presionen, con la pólvora o con el
diálogo, un reparto más o menos duradero y razonable de las
injerencias mundiales. Una revolución, como la nicaragüense o la
salvadoreña, que pignora su porvenir a la superpotencia del Este
en su justa aspiración de desasirse del otro imperialismo y corre
todos los riesgos inherentes a tal deslizamiento, en la creencia
de que será tenida en cuenta por sus fiadores al momento de la
partija, pecará de ingenua.
Los principales protagonistas del conflicto de Centroamérica
ignoran las ilusiones de una paz negociada esparcida por los
platicantes de Contadora y recelan de las dulzonas palabras de los
embajadores de buena voluntad designados por la Casa Blanca, y
cada cual, a su modo, se alista para encarar el cruel augurio de
un desenlace violento de la crisis, sobre todo después de la
repentina y admonitoria caída de Granada, con la que el César, en
contra de la ira universal y por encima de las críticas de sus
aliados europeos, demostró su firme determinación de no asistir
apaciblemente al avance en sus vecindades del peligroso
adversario. Tan asustadora será la cosa, que el teniente coronel
Desi Bouterse, jefe de la Junta Militar de Surinam, visto en
Occidente como un recalcitrante izquierdista, con sólo enterarse
de la última misión de los infantes de marina, expulsó de sus
dominios al embajador cubano y a su sarta de asistentes, técnicos
y expertos, que en aquella ex colonia holandesa ya sobrepasaban el
centenar, porque el arrepentido dirigente no quería padecer el
calvario de Maurice Bishop ni soportar los infortunios de un
Hudson Austin. Jamaica, la otra oveja descarriada, había regresado
antes a su antiguo redil, sin escandalosas efusiones de sangre,
electoralmente, cuando el laborista Edward Seaga derrotara, en las
urnas, el 30 de octubre de 1980, al procubano Michael Manley.
Y así, cada país, cada Estado y cada gobernante de la región
empiezan a conturbarse por su propio pellejo y a buscar el acomodo
que mejor les convenga. Pues en estas refriegas locales de las
superpotencias las coces las reciben los más inermes y los menos
cautos. El presidente de Guatemala, el general Oscar Mejía
Víctores, una copia del muñeco del ventrílocuo, se ha encargado de
difundir la idea gestada en Washington de desempolvar el Condeca,
Consejo de Defensa de Centroamérica, un pacto militar firmado el
14 de diciembre de 1963 y del que muy pocos se acordaban, hermano
gemelo de la OECO, el ente espurio mediante el cual los Estados
Unidos procuraron legitimar su invasión a Granada. Con las
maniobras que el ejército y la marina de la metrópoli realizan
conjuntamente con Honduras, teniendo como sede la geografía de
este país y en donde las tropas americanas acamparán, tal cual se
ha admitido, por un plazo indeterminado, y simultáneo al constante
asedio bélico a que se viene sometiendo desde fuera y desde dentro
a Nicaragua, cercada por repúblicas crecientemente hostiles, lo
único que falta para completar los preparativos de un asalto en
regla, es poner en vigencia la mampara legal de que habla el
general guatemalteco.
Desde luego los yanquis habrán de pagar política y militarmente un
precio incomparablemente mayor por la patria de Augusto César
Sandino de lo que les costará la diminuta isla de Granada. Lo
delicado de la situación radica en que, por múltiples indicios, el
ex vaquero de Hollywood se halla inclinado a desembolsarlo. Por
eso causó estupor en muchos medios el tan dirigido comentario de
que si los sandinistas afrontasen una contingencia parecida, Cuba
adoptaría una actitud idéntica, es decir, no se movilizaría;
señalamiento hecho por Fidel Castro en la madrugada del miércoles
26, en rueda de prensa en el Palacio de la Revolución, reunida con
la presencia de varios periodistas norteamericanos y convocada
bajo el fulminante impacto de la noticia sobre la operación
exitosa del Pentágono en el extremo suroriental del Caribe.
Sobreentendiéndose que los cubanos no están en condiciones de
transportar tropas a los sitios y en el instante en que sus
asesores sean violentamente defenestrados por la contraparte, ni
habrán de jugarse en paro la supervivencia en aras de la de sus
coligados, sobraba en aquella noche crucial, ante la arremetida
estadinense que se vino, darle a entender con antelación a Reagan
que, de decidirse a invadir a Nicaragua, La Habana intentaría
menos de cuanto se propuso por retener su reducida posesión en la
cola de las Antillas Menores. Ya oiremos a los áulicos jurando y
perjurando que se trata de un astuto ardid de guerra. Sin embargo,
el pronunciamiento, catalogado por la prensa gringa de
"inhabitualmente moderado", deja sin remedio el vinagroso sabor de
que si fuera indispensable se concedería con lo de los demás a
efecto de preservar lo propio. Transigir en lo secundario para
resguardar lo verdaderamente clave: la integridad de Cuba.
Claro que cada quien administra libremente sus temores, pues la
Junta Sandinista, por su lado, el jueves 20 de octubre entregó a
los funcionarios de Washington, a través de su canciller Miguel D’
Escoto, un memorándum de avenimiento tendiente a descargar la
encapotada atmósfera centroamericana en el que, entre otros
enunciados, aquélla se compromete a cesar su respaldo a la
guerrilla salvadoreña, mientras la Agencia Central de
Inteligencia, la famosa CIA, haría otro tanto con los grupos
alzados en armas contra el gobierno de Nicaragua. Cuando queda
atrás la controversia verbal, y el desplazamiento continuo de las
fuerzas prosoviéticas, propiciado al socaire de las incontables
dificultades enemigas, tropieza, de pronto, con la instintiva
reacción de la fiera acorralada, apenas elemental que se desaten,
unas tras otras, fórmulas transaccionales cuya característica
común se basa en que los reclamos subalternos han de acallarse, o
si se prefiere, han de ser postergados en provecho de intereses
superiores. Y como no nos hallamos ante colectividades y países
ciertamente soberanos, sino ante una cadena de supeditaciones
escalonadas, en las que priman por sobre todas los afanes
hegemónicos de la Santa Rusia rediviva, los movimientos
independentistas que ésta lidera por intermedio de sus marionetas,
preferencialmente los más chicos y menos trascendentes,
constituyen por excelencia la materia canjeable a que recurren los
socialimperialistas cuando se ven empujados al regateo con las
potencias occidentales.
Fuera de que la lucha emancipadora del pueblo granadino se
desvirtúa al prestar su suelo como punto de apoyo de la agresión
expansionista, el irritante, permanente y provocador merodeo de
las legiones de Castro brindó la excusa exacta para la acción
corsaria de Reagan. Así haya siempre protestas por los vejámenes
de los imperialismos, las bregas libertarias que, triunfadoras o
vencidas, solamente consiguen cambiar invasores de un jaez por
otro, perderán la estima de las masas trabajadoras del orbe y se
hundirán en el aislamiento. Inexorablemente culminan con el pecado
y sin el género. Y a la inversa, sin haber podido alegar la
imperiosa urgencia de suprimir la sistemática y acrecida
penetración soviético-cubana en la zona, a Washington le hubiera
resultado muchísimo más azaroso tomarse la isla. Cierto que a los
Estados Unidos nunca les faltaron sofismas para desconocer y
pisotear las prerrogativas de sus vecinos, mas hoy se respiran
aires muy distintos a los del remoto y cercano pretérito. La
decadente metrópoli se cuece entre las brasas de mil y una
aflicciones: las crisis industrial y financiera, quizás
comparables a la bancarrota de 1929, no acaban por pasar y la
arrastran, tras la sujeción de los mercados mundiales, a una feroz
competencia con Europa y el Japón, sus aliados consuetudinarios;
Rusia la hostiga en los cinco continentes y por doquier desgarra
sus dominios; en lo interno carece de la unidad nacional que le
permita proceder desembarazadamente en la rapiña externa; a sus
neocolonias ya no les basta con los derechos y las libertades
formales y se insubordinan en pos de la plena independencia
económica, y, de remate, las tendencias democráticas de todos los
pueblos, incluido el norteamericano, incesantemente se robustecen
y se entrelazan, obstaculizando todavía más los menesteres
imperialistas. Empero, las gestas de liberación nacional que
actúen como simples cajas de resonancia del expansionismo no
lograrán sacarles el jugo a tales contradicciones. Para ello
habrán de hacer valer su libre facultad de decisión, convenciendo
además a tirios y troyanos de que contienden sin manipuleos a
control remoto.
La estepa rusa está ubicada casi en las antípodas de los Andes, y
el factor geográfico incide notablemente en la estrategia que
trace un emporio que apenas se inicia y ha de arrinconar por las
malas a quienes le precedieron en los ajetreos colonialistas;
rivales de cuidado que tienen a su haber la experiencia de
decenios y hasta de centurias de pillaje, la ventaja de unas redes
tupidas y afianzadas de probados intermediarios en los países que
manejaron o manejan y la creencia cada vez más madura de que si no
se unen se los traga la tierra. La señora Thatcher dejó sentada su
inconformidad por la displicencia de los Estados Unidos al
comportarse casi que inconsultamente en Granada, un miembro,
aunque díscolo, no menos estimable del Commonwealth, siendo que la
burguesía inglesa percibirá a la postre los dividendos de la
recuperación, cuando Paul Scoon, el gobernador nombrado por la
Corona, integre su gabinete y principie a despachar, según se
deduce de las indicaciones de la Casa Blanca. Lo cual trae a la
memoria cómo el señor Reagan, después de agotar las discusiones
con los argentinos, también terció, abiertamente y en medio de la
cólera de Latinoamérica, a favor de la invasión británica de Las
Malvinas. Por mucho que la Unión Soviética se obstine en separar a
sus contrarios, sus éxitos surten el efecto contrario de unirlos.
Merced a estas tres o cuatro complicaciones, comprendida la
lejanía, los nuevos zares del Kremlin deben andar con tacto en
cuanto concierna al Hemisferio americano, hasta donde no
alcanzarán a llegar tan expeditamente sus batallones como en el
limítrofe Afganistán. Acá, sin perjuicio de ir sembrando poco a
poco sus asistentes cubanos, que los hay en Nicaragua y los hubo
en Jamaica, Granada y Surinam, la prudencia les aconseja arreglar,
componer, convenir, a objeto de salirle al paso al inevitable
contraataque estadinense. Entre más hagan rechinar sus armas en
América los Estados Unidos, más sermonearán sobre los dones del
diálogo y de la pacificación los mandaderos de la Unión Soviética.
Jamás revoluciones que estuvieron tan cerca de la guerra clamaron
tanto por la paz. Son los viceversas de un trayecto histórico en
el cual el socialismo de una poderosa república traiciona
tornándose anexionista, y los movimientos nacionales de los países
secularmente sometidos, en particular los más débiles y pequeños,
le sirven de punta de lanza en sus acometidas por la supremacía
universal. Y en esa cadena de supeditaciones escalonadas a que nos
referíamos arriba, la isla granadina representaba el eslabón menos
importante. El Pentágono así lo comprendió; la escogió
precisamente a ella con el objetivo de escarmentar y de medir el
ánimo y las disponibilidades de sus contrincantes, sin exponerse a
prender una conflagración generalizada. Siguiendo el orden, los
insurgentes salvadoreños han de hacer sus sacrificios por la
estabilidad de Nicaragua, ésta a su vez por la supervivencia de
Cuba y los tres por la feliz culminación de los planes
estratégicos y tácticos del hegemonismo soviético. Tales las
prioridades que se desprenden de algunas de las fórmulas de
acuerdo elaboradas y de algunos de los pronunciamientos emitidos;
relación que corresponde a un conflicto que desafortunadamente a
diario deja de ser menos una batalla por la emancipación de las
naciones para degenerar en el consabido pleito entre las
superpotencias.
Confiemos en que los pueblos puedan a la larga destramar el
embrollo y corregir. Por lo pronto, Granada lo ha puesto al
descubierto.
¡VIVA LA GLORIOSA
RESISTENCIA AFGANA!
Diciembre 12 de 1984
Discurso pronunciado por Francisco Mosquera en el Teatro Libre de
Bogotá, en homenaje a la delegación afgana, el 12 de diciembre de
1984.
Para nosotros constituye motivo de inmenso placer
y orgullo recibir en Colombia a una delegación del Frente Unido
Nacional de Afganistán. De un lado, podemos testimoniar el cálido
apoyo que los trabajadores y el pueblo colombianos le brindan a la
valerosa lucha libertaria del pueblo afgano; y del otro, tenemos
la feliz oportunidad de departir con nuestros queridos visitantes
acerca de sus apreciables aportaciones a la causa de la revolución
mundial y aprender de ellas.
La lógica de la historia ciertamente es extraña. Hace alrededor de
ochenta años que las principales fuerzas animadoras del progreso
humano se hallaban ubicadas en las vastedades de Asia, África y
América Latina, zonas por lo general relegadas en su desarrollo y
oprimidas nacionalmente. Mientras que Europa, Estados Unidos, el
resto de las boyantes repúblicas capitalistas y últimamente la
Unión Soviética juegan en conjunto un papel regresivo, no obstante
existir entre estos poderes, desde luego, diferencias de
supremacía e intereses. Aquello obedece a que las metrópolis
imperialistas, para preservar su esplendor, no encuentran otro
medio que el saqueo y la sojuzgación de más de un centenar de
países, condenando a miles de millones de habitantes a la
indigencia y el marginamiento. En romper tan ignominiosa relación
estriba el venturoso futuro de la especie, lo mismo en el Norte
que en el Sur de la pelota terráquea. Es decir, en el siglo XX, lo
que ha sido atrasado y débil se ha puesto a la vanguardia del
progreso y sin duda obtendrá la victoria final; entretanto lo
materialmente avanzado y poderoso representa el estancamiento y
marcha hacia el fracaso. He ahí una curiosidad histórica.
Pero hay otra paradoja aún más trascendente. Al principio de la
centuria los destacamentos democráticos del orbe hubieron de
enfilar sus baterías contra las grandes potencias europeas, y a
partir de la Segunda Guerra Mundial de modo preferente contra los
Estados Unidos. De esas memorables batallas por la libertad
emergió y se consolidó la Unión Soviética, forjada por Lenin, y el
llamado campo socialista. Sin embargo, Krushev y seguidores
abandonaron la senda del socialismo, se comprometieron en la
aventura de conquistar el planeta y sometieron a su autocrática
voluntad, en primer término, a las naciones de Europa Oriental que
se hallaban bajo su influencia. Esta transmutación de la
naturaleza del gigante socialista, junto a la decadencia de lo que
se conoce como Occidente, particularmente en Norteamérica, a causa
de las crisis económicas, las riñas interimperialistas y el auge
del movimiento de liberación nacional del Tercer Mundo,
ocasionaron un giro inusitado de las condiciones internacionales.
Desde entonces los combatientes por la emancipación, la democracia
y el bienestar, de las naciones pobres han de cuidarse ante todo
de los zarpazos del oso ruso. Esta ha sido otra enorme ironía
universal: el que a finales del milenio los pueblos hayan de
enfrentar como a su principal enemigo a quien por definición y
legado debiera encarnar los principios del respeto mutuo y el
beneficio recíproco característicos de las relaciones entre países
soberanos. Siendo esta lucha más difícil de llevar a cabo, por lo
menos en sus fases preliminares, puesto que los nuevos zares del
Kremlin se embozan en falsas banderas socialistas y democráticas.
Y digo falsas porque la verdadera democracia y el verdadero
socialismo nunca han propendido a la anexión o a la ocupación de
territorios ajenos, sino que han rechazado siempre, en la forma
más enérgica, la mínima interferencia de una nación en los asuntos
internos de otra. Por eso cuando los soviéticos huellan el sagrado
suelo de Afganistán con sus propias tropas, o invaden a Kampuchea
y Lao a través de los fantoches vietnamitas, o controlan a Angola
con los mercenarios cubanos, no hacen otra cosa que sumar el
crimen de la traición a su vandalismo de piratas internacionales.
Por los daños que el socialimperialismo soviético le ha propinado
a la gesta revolucionaria, por la sevicia y el salvajismo de que
han hecho gala en los países sometidos a su despótico dominio, por
haberse constituido en el primer peligro para la paz mundial, la
tarea prioritaria de los pueblos y movimientos de avanzada
consiste en desenmascararlo y combatirlo hasta la tumba. Las
organizaciones y partidos que contiendan en las áreas de hegemonía
de los viejos imperialismos deben persistir, por supuesto, en
alcanzar la autodeterminación nacional para sus propios pueblos,
pero precaviéndose de no caer en las celadas de la superpotencia
del Este. En Colombia sostenemos una gran pelea ideológica y
política en torno a este asunto fundamental. El MOIR jamás ha
participado del criterio de que para librarnos de la coyunda
norteamericana les tengamos que abrir las puertas a los vándalos
de Moscú. Y en nuestro continente existen numerosos grupos y
tendencias seudorrevolucionarios que pretenden compaginar la
defensa de la soberanía de Centroamérica con la colaboración
directa o indirecta que les prestan a los amos soviéticos. Pero
quienes no trepiden, ni se indignen, ni protesten vehementemente
por las atrocidades socialimperialistas en Afganistán, por mucho
que hablen de democracia y liberación, no pueden ser creídos en su
fe de demócratas ni en sus ansias de libertad. Serán acaso lobos
con piel de ovejas, o mercenarios en potencia.
Todo esto es para concluir, queridos compañeros del Frente Unido
Nacional de Afganistán, que la presencia de ustedes en Colombia
representa para nuestro pueblo y nuestro Partido una ayuda
valiosa. Ustedes son los embajadores de una nación que se halla en
el primer frente de batalla y que ha asombrado al mundo por sus
cinco años de gloriosa resistencia contra un adversario
sanguinario e infinitamente más fuerte. Afganistán está
demostrando que cuando se ama más la patria que la vida no hay
poder en la Tierra que impida el triunfo de una nación resuelta a
ser libre, por más pequeña y pobre que ésta fuere. Por ello
Afganistán ha recibido la solidaridad de todas las fuerzas
revolucionarias, democráticas y progresistas de los cinco
continentes, y en el campo internacional ha conseguido acorralar a
la intrigante diplomacia de los Romanov del "socialismo real". El
que ustedes, en nombre de esa valerosa nación, lleguen a nuestras
playas a contar las duras y heroicas experiencias de la
resistencia afgana, no sólo contribuye a la contienda ideológica y
política que estamos manteniendo, sino que templa además nuestros
espíritus de luchadores revolucionarios.
¡Muchas gracias, queridos visitantes!
CUBA, O LA BURLA A
LA NO INTERVENCIÓN
Febrero 8 de 1989
Carta de Francisco Mosquera a Darío Arizmendi
Posada, director de El Mundo, publicada en El Tiempo el18 de
febrero de 1989.
Señor Doctor
Darío Arizmendi Posada
Director de El Mundo
E. S. D.
Apreciado doctor:
El editorial de El Mundo del 13 de enero pasado plantea con
razonada firmeza: "Hay que defender a toda costa el principio de
no intervención y la libre autodeterminación de los pueblos". A
tan definitivo convencimiento llega su periódico al reparar sobre
los frutos amargos de más de trece años de intromisión bélica de
Cuba en Angola. Después de haberlo madurado bien, y si me permite,
deseo expresarle mi complacencia por tales deducciones, que, fuera
de recoger una arraigada inquietud de los demócratas de las
distintas latitudes, refleja la necesidad de que la prensa
colombiana, por lo menos al nivel del solar patrio, ayude a
corregir las falsedades sustentadas al respecto durante lustros.
Se censuran reiteradamente las injerencias norteamericanas en los
ámbitos propios de los países débiles, mas se toman como de buena
tinta las explicaciones que sobre las tropelías internacionales de
la Santa Rusia socialista divulgan los agitadores prosoviéticos.
Hasta ahora ésta ha sido una constante histórica, pese a que la
escenificación del agresor en el gran tablado del mundo le ha
correspondido última y principalmente a Moscú, así se trate de la
intriga diplomática o de la invasión armada. Desde el ángulo
particular de Colombia lo registramos con lujo de detalles. A
aquel que de cualquier modo justifique o embellezca las
pretensiones del socialimperialismo, y sea quien fuere, burgués u
obrero, progresista o retrógrado, letrado o iletrado, se le
disculpan sus deslealtades con la causa del pueblo y de la nación,
si las ha tenido, y se le reconoce cual heraldo del avance social.
Y a quienes desafinen dentro del coro, cuando corren con suerte,
se les destina al castigo de Eróstrato.
Que nos hallamos ante una tendencia, no existe duda. Lo viene a
corroborar el júbilo que desata la "perestroika", ese impulso a la
involución política que los recientes líderes del Kremlin acometen
pensando en un mejor ejercicio económico, tanto en la órbita
doméstica como en el terreno de la rebatiña universal por el
reparto del globo. En Occidente se festeja el cabal retorno al
comercio y a la inversión privada. Pero el que la superpotencia
del Este emule con las armas pacíficas o les otorgue mayor
importancia a los negocios financieros dentro de la rivalidad con
los Estados Unidos, la Comunidad Europea y el Japón, sus tres
poderosos competidores, no significa que haya renunciado por
entero a la expansión violenta. El enigma del escueto
restablecimiento de los antiguos ídolos derrocados lo acaba de
revelar en parte Mijail Gorbachov, al admitir una quiebra y un
déficit del Soviet Supremo superiores a lo previsto y que lo
obligan a un recorte de los gastos de guerra, con la consiguiente
aprobación del control armamentístico y el desmantelamiento
gradual de los enclaves colonialistas en África y Asia.
Es cuestión de un repliegue, o respiro, determinado por las
limitaciones materiales y propuesto dentro de la hipótesis de que
se le respeten al vasto imperio las zonas de influencia ganadas
tras la ofensiva militar del período que concluye. Cuba no se
retirará totalmente de Angola hasta 1992, y supeditado a cuanto
suceda en Namibia. Se evacúan los regimientos de Afganistán pero
se persiste con frenesí en el refuerzo del gobierno títere. Algo
análogo ocurre en Indochina. Y el aplaudido anuncio hecho
oficialmente ante la última asamblea general de la ONU, acerca de
una voluntaria reducción, a partir de 1991, de las unidades
apostadas en Europa Oriental, no suprimiría, de llevarse a cabo,
la desventaja en que se han mantenido las tropas de la OTAN frente
al Pacto de Varsovia. En resumidas cuentas, estamos en medio de la
calma que sigue y precede a la tempestad, aun cuando el entusiasmo
por el "crepúsculo del comunismo leninista", al que aludiera en
Medellín el misericordioso lazarillo de la UP, Misael Pastrana
Borrero, no dé lugar a estos análisis, tomados si acaso cual
extrañas premoniciones todavía no vistas.
Sin embargo, doctor Arizmendi, las disparidades que aparezcan en
cuanto a la apreciación del porvenir no lograrán ocultar las
coincidencias surgidas en torno a los acontecimientos ya
cumplidos. Me guío por los alcances de la nota editorial que ha
motivado la presente carta. Enorme servicio se le presta a
Colombia aclarando que "la presencia cubana en Angola es uno de
los tantos aberrantes capítulos de intervención militar extranjera
con que se han adobado y se siguen adobando muchos conflictos
regionales o internos de otros países y que, más que ayudar a
conseguir la paz, han servido para intensificar y mantener las
acciones bélicas". Muy importante también que las gentes se
pregunten: "¿Fue la presencia de las tropas cubanas en Angola un
acto de solidaridad revolucionaria, como se predica, o un simple
negocio casi mercenario por el que el gobierno de La Habana
recibía una paga del país africano?". Y vale, finalmente, la
"moraleja" que se saca y de la cual se parte: "Toda intervención
extranjera en otro país es injustificada y debe repudiarse".
Ningún órgano publicitario entre nosotros había hablado con tal
certidumbre sobre tema tan acuciante. ¡A todo señor, todo honor!
Para bien o para mal, la revolución cubana hizo época en la
América Latina. Los observadores que han conocido su errático
curso podrán señalarle cuando menos tres hitos muy marcados. El de
las nobles intenciones refrendadas a través del plebiscito
soberano de la victoria; el del alineamiento ideológico con Moscú
en las postrimerías de la década de los sesentas, y el del
cipayismo, iniciado precisamente en junio de 1975 con el "negocio
casi mercenario" de la ocupación de Angola. Yo le quitaría el
"casi", porque este tránsito no obedece a meras maniobras del
momento sino a una transmutación o desnaturalización de la cosa.
Al colaborar con los planes hegemónicos de los anexionistas rusos,
facilitándoles su prestigio y su ejército, Fidel Castro perdió no
solamente la independencia sino la gracia. Malgastaron asimismo
energías quienes, como nuestro premio Nobel de literatura, han
pretendido demostrar que el abordaje pirático de Cuba en África
corresponde a un arranque económica y políticamente autónomo. Ni
soñado siquiera. No hay que olvidar que se trata de la pequeña
república antillana, cuyo territorio apenas es un 70% más grande
que el área del departamento de Antioquia y cuya población no
alcanza a la mitad de los habitantes colombianos; que carece de
recursos naturales básicos y aún se encuentra en el monocultivo,
endeudada hasta las heces, bajo bloqueo y consumida por una crisis
crónica que cada vez esconde menos. A los dirigentes de una nación
de tales dimensiones y en circunstancias semejantes jamás se les
ocurriría sostener en el exterior, con sus propios ahorros,
decenas de miles de soldados durante trece años, por mucho que sea
el amor profesado a la libertad de los hombres o de las razas. La
Isla no vive para su misión; vive de su misión. El dinero y las
órdenes vienen desde las distantes vecindades de la Plaza Roja. Y
hoy, tras los replanteamientos soviéticos y sin alternativa,
empieza el desmonte de su aventura angoleña por las mismas razones
que ayer la iniciara.
El penoso caso de Cuba constituye hasta cierto punto una norma
extraída de los prolijos recuentos de la opresión entre Estados de
la era moderna. Las viejas metrópolis han sabido siempre enrumbar
los jóvenes movimientos nacionales hacia la cristalización de sus
propósitos de conquista. Inglaterra, dentro de los feroces
antagonismos del siglo XIX, no hubiera ascendido a la supremacía
mundial sin el apoyo de los cipayos indios. Antes se agredía en
pro de los "beneficios" de la civilización burguesa y ahora en
nombre del "socialismo". He ahí la única diferencia. El sello de
los tiempos.
Los imperialistas se disfrazan a menudo de redentores sociales.
Pero ninguna merced, ficticia o real; ningún favor de carácter
político o económico; ninguna consideración filosófica, religiosa
o científica debe aceptarse como excusa para promover el
enfrentamiento entre los pueblos. Si lo que preocupa es la
emancipación de las masas indigentes de cualquier Estado, a ella
conduce sólo la senda de la democracia, cuyo primer mandamiento,
sin el cual el resto de las libertades se torna nulo, consiste en
la autodeterminación de las naciones. Justamente al cometido de
este postulado responde uno de los cuatro puntos de convergencia
propuestos por el MOIR con el ánimo de conformar un frente único
que saque indemne a Colombia de la encrucijada actual. Una
condición que une y no divide a las fuerzas patrióticas y
democráticas. Un enfoque del problema colombiano, el más amplio,
que terminará poniendo al desnudo las conexiones existentes entre
la martingala internacional y la conjura interna, tan necesario en
estos días, y sobre todo después del fracasado matute de cuarenta
toneladas de armas procedentes de las costas portuguesas y
atribuido por el gobierno a las Farc.
El oficioso concurso de La Habana, y últimamente el de Managua,
han salido a relucir en varios de los trágicos lances
protagonizados por los terroristas criollos, como en las tomas de
la Embajada Dominicana y del Palacio de Justicia. Castro ha
interpuesto sus efectivas gestiones para el rescate de notables
colombianos secuestrados. Tampoco ha tenido inconveniente en
reconocer ante la prensa la participación de su régimen en el
aleccionamiento de las guerrillas, incluidas las nuestras. Ante
los repetidos abusos, la administración Turbay, en gesto de
singular entereza, lo conminó a la ruptura de relaciones en 1981,
el año del hundimiento del Karina. Durante su estancia en Caracas,
con motivo de la posesión de Carlos Andrés Pérez, les dijo a los
reporteros, entre confidente y magnánimo, que había ayudado a
efectuar el encuentro en Madrid de Belisario Betancur e Iván
Marino Ospina, y que estaba dispuesto a seguir contribuyendo al
logro de la concordia en Colombia.
Así, a los azares de esta trama internacional, se han subordinado
muchas veces las decisiones de los poderes gubernamentales,
especialmente en cuanto atañe a las agotadoras diligencias de la
pacificación dialogada. El mandato belisarista miraba hacia el
Caribe antes de formalizar sus entendimientos con las agrupaciones
insurrectas; y volvía el rostro hacia el rincón al oír los agrios
reclamos de Nicaragua sobre el Archipiélago de San Andrés y
Providencia. Eso pasa cuando se posee un criterio muy pobre acerca
de las prerrogativas nacionales, o del respeto que los Estados han
de guardar por los asuntos privativos de las demás naciones.
Creo, no obstante, que la situación evoluciona de manera
favorable.
La opinión pública viene aprendiendo a punta de palo. Numerosos
sectores dejaron de tomar a la ligera el influjo que ejercen las
contradicciones mundiales sobre nuestras bregas políticas. A
arrojar luz coadyuvará incluso la "perestroika", por aquello de
que la mejor refutación es el desarrollo mismo de lo refutado,
cual lo concebía Hegel. El disgusto creciente de las repúblicas
subalternas de Europa Oriental ya delata la índole imperialista de
la Unión Soviética. Sus retiradas tácticas se traducirán en
derrotas estratégicas. Y si no ha sido tan acelerada la
rusificación del orbe a través de unas guerras restringidas que
tambalearon por la insuficiencia de los caudales e instrumentos
indispensables, cabe esperar que se empantane también el
predominio ruso mediante la monopolización de los mercados y las
monedas extranjeros. Se abre, en fin, la perspectiva de contener a
los zares redivivos y a sus estipendiarios.
En Colombia todo depende de un cambio de mentalidad, de una
revolución ideológica que coloque en la picota las posiciones de
quienes rechazan las exigencias del FMI mientras alaban el
aniquilamiento de los pueblos de Eritrea, Chad y Afganistán, o se
muestran internacionalistas ante los centroamericanos y
chovinistas ante los indochinos. El editorial de El Mundo
simboliza un paso en aquella dirección. Que el país lo sepa.
Cordialmente,
Francisco Mosquera.