Causas y
Efectos de la Ultima Crisis (*)
En el decurso de su agitada
existencia Colombia pocas veces presenció un período
tan convulsionado como el que actualmente vive. De
seguro la frase la hemos leído por ahí y de pronto
algunos de nosotros hasta la hemos escrito. Su
vigencia se mide ante todo en el hecho de que los
voceros de las más disímiles corrientes la pronuncian,
desde luego con matices e intenciones varios, pero la
pronuncian. La audiencia ya no se limita a la opinión
insular de quienes desde las filas del MOIR, fieles a
las enseñanzas y al espíritu del marxismo, recalcan
con tenaz persistencia sobre la imposibilidad de un
progreso valedero bajo las relaciones neocoloniales y
semifeudales imperantes desde los albores del siglo, o
al arraigado convencimiento, también moirista, de que
la descomposición no se detendrá sin tocar fondo; en
la fecha cualquier testimonio más o menos serio sobre.
la coyuntura histórica parte obligatoriamente de la
apreciación de que el desastre es el signo de la hora.
Podría imaginarse que semejante confirmación de sus
valoraciones constituye motivo suficiente de
complacencia y tranquilidad para el Partido. Empero, y
con el objeto de comprender mejor hasta dónde va el
desconcierto, señalemos que, si evidentemente el país
asiste al triste espectáculo de su disolución, nunca
como en el presente se insistió en la abyecta defensa
de las concepciones y de los dictámenes causantes de
los letales trastornos. Miremos lo uno y lo otro.
LOS
CHOQUES ENTRE EL AMO Y SUS COLABORADORES
A medida
que se cosechan los fracasos de la retardataria y
antipatriótica gestión de los habituales
usufructuarios del Poder, el pugilato entre las
distintas posiciones de clase, la fundamental
discrepancia de la nación entera con los Estados
Unidos, en suma, las contradicciones que animan la
vida de la sociedad y definen su porvenir, adquieren
visos de virulento antagonismo en cuestión de meses y
hasta de días.
Basta,
por ejemplo, que los despachos de Nueva York traigan
la noticia de un aumento de medio punto en el llamado
prime rate, tasa preferencial que sirve de referencia
al interés bancario, para que el entorno nacional se
llene de inmediato con el alboroto de los dómines de
los negocios y de la política. Ante el último
-incremento, reportado el 25 de junio, el cuarto que
durante el año han decidido los financistas norte
americanos y que como se sabe afecta enormemente la
deuda del Tercer Mundo, el risueño señor Pastrana, con
todo y su reputación de ser el consueta de Palacio y
pese a su cultivada parsimonia, anotó sin rodeos: "No
creo que haya acto más grande de cinismo internacional
en un momento en que precisamente en la cumbre de
Londres se había hablado de que facilitarían las
fórmulas para que los países en desarrollo,
especialmente América Latina, pudieran cumplir sus
compromisos."1 A su turno, el presidente, valiéndose
de la infalible ceremonia con que se reconsagra la
descarrilada república al Sagrado Corazón, proclamó
acusatoriamente que los acreedores del Norte están
"enceguecidos en una sórdida expoliación que asfixia
las economías de nuestros pueblos."2
¿"Una
sórdida empresa de expoliación"? ¿"El acto más grande
de cinismo internacional"? ¿No son acaso palabras
demasiado duras en boca de los ujieres del imperio?
Aunque se sospeche que en las declaraciones
transcritas, o en las otras muchas proferidas en igual
tono por encumbradas figuras, haya algo de pantomima
belisarista para distraer el descontento,
innegablemente reflejan el disgusto de una oligarquía
que ve disminuidos sus beneficios y amenazada su
estabilidad ante los recargos automáticos e
inconsultos de los compromisos contraídos. Un par de
años atrás ni soñar siquiera que los comisionados de
contratar y de responder por los empréstitos externos
se expresaran en términos tan descomedidos de los
prestamistas. Muy delicada ha de estar la situación,
asuntos de suprema importancia han de hallarse en
juego y serios peligros deben cernirse sobre el viejo
orden, para que las discordias entre patronos y
caporales se agríen en tal forma, y, de remate, se
meneen en público, como si los más esmerados en
preservar la calma fuesen los menos dispuestos a
guardar compostura. De por sí, una cosa es el pedir
prestado y otra muy distinta el pagar el préstamo,
según lo registra la crónica universal de la usura. El
dinero se recibe con risas y se devuelve con llanto. A
Latinoamérica no sólo se le empezaron a vencer los
plazos de cancelación, sino que los vencimientos han
coincidido con el atasco bastante prolongado de la
economía mundial, la consiguiente instauración de
rigurosas medidas proteccionistas por parte de casi
todos los Estados, la escasez y el encarecimiento de
los flujos financieros, amén de las estrecheces
derivadas de las caducas estructuras de los regímenes
de la región. Y si a lo anterior le encimamos los
volúmenes adicionales de crédito que demanda la
cacareada reactivación prometida de consuno por los
gobiernos, completaremos un magnífico cuadro de los
azares por los cuales los deudores de 350.000 millones
de dólares ni quieren ni tienen con qué cumplir sus
obligaciones.Unas exigencias de tamañas magnitudes,
que drenan sin intermisión los magros presupuestos
fiscales y acaparan los dividendos de un sinnúmero de
compañías particulares puestas en pignoración, no
pueden menos que ocasionar daños arrasadores a los
países del Sur del Río Grande; y a sus mandatarios,
por peleles que sean, colocarlos en encrucijadas
insoslayables e insolubles. Con contadas excepciones
éstos han incurrido en moratorias y solicitado
prórrogas de los desembolsos, ventilando ante el Fondo
Monetario Internacional trámites especiales que en
lugar de un infarto fulminante les deparan una agonía
lenta por ahogamiento. Algunos, como el afligido Siles
Suazo, de Bolivia, resolvieron por decreto:
"¡Aplázanse los plazos!".
Carecería
por tanto de sentido reducir las quejumbres de la
reacción colombiana a los afanes publicitarios y
demagógicos con que,, desde el primer instante de su
advenimiento, sorprendió a sus electores el prohombre
que ocupa eventualmente el Solio de Bolívar. La
vinculación a los No Alineados, los paseos en Renault
4, el reparto de los formularios para las casas sin
cuota inicial los ataques almibarados a Ronald Reagan,
la amnistía a la guerrilla, las madrugadas a
Corabastos, el nombramiento de artistas en las
legaciones diplomáticas, la cruzada pacifista de
Contadora, los golpes a unos banqueros para recompensa
de otros, las conversaciones en Madrid con el M-19,
los metálicos respaldos a la provincia natal, el pacto
de La Uribe, etc., son episodios de la tramoya aún en
escena y que tanto emocionan a los actores de la
televisión, a los folicularios de la gran prensa y a
los mamertos de la "oposición democrática". Cada uno
de tales desplantes tragicómicos posee la mágica
virtud de restablecer la popularidad del primer
magistrado cuando ésta declina por los nefastos
efectos del ejercicio del mando. En lugar de pan,
circo. La sustitución de Landazábal por Matamoros y un
discurso sobre las preeminencias de la civilidad
curaron como por ensalmo el creciente resquemor
originado en el recrudecimiento de la violencia. Los
críticos que comenzaban a atribuir a la ingenuidad de
Betancur la proliferación de los secuestros y demás
eclosiones delictivas, al otro día ensalzaron su amor
por la Constitución y su "humanitaria" insistencia en
la paz. Los titulares fueron de nuevo: "Tenemos
presidente". Lo mismo aconteció antes y después de la
firma de los acuerdos del gobierno con las Farc. Los
que quieran comprobarlo solo deben tomarse la molestia
de repasar los periódicos de abril, mayo y junio.
Lejos de
interpretarlos como una anormalidad inaudita, nuestro
Partido ve en dichos altibajos la expresión natural de
una democracia enfermiza, cuyo rezago económico
provoca la profusión de las capas medias y su notable
incidencia en las bregas del pueblo. Las ilusiones o
frustraciones por los relevos de guardia y a veces por
los simples cambios de ademán de los dignatarios de
turno, los entusiasmos momentáneos y los intempestivos
desalientos no dejarán de ejercer influencia decisiva
en las lides políticas, mientras el proletariado no
alcance a hacer valer su lucha de clases, en una vasta
escala y con todo lo que ella significa en cuanto a
combatir los planes de la coalición gobernante,
salvaguardar la independencia frente a la burguesía y
allanar la senda de la revolución. La habilidad de los
dirigentes de las colectividades oligárquicas se
concreta en saber pulsar las fibras del pequeño
burgués. Antaño era éste un arte casi que de exclusivo
dominio de los liberales. Luego de la abrumadora
victoria del Movimiento Nacional del 30 de mayo, lo
practican también los conservadores, y en honor a la
verdad, han llegado a superar a sus maestros. En una
disertación en torno a la conveniencia de desenterrar
el tema de la reforma agraria, López Michelsen aceptó
ante un auditorio de ganaderos que ni él mismo hubiese
obtenido el éxito cosechado por la actual
administración en sus tratos con los alzados en armas.
El milagro estaba reservado, según sus cavilaciones, a
un caudillo de la divisa azul, que gozara, por su
filiación, de la ventaja de despertar menos
prevenciones y resistencias dentro de los círculos
pudientes.3 No hay duda de que el artificio de renovar
el repertorio, promover caras distintas, sugerir
variantes ante el desgaste de las fracasadas
entelequias, el poder de crear la expectativa
prometiéndolo todo sin entregar nada, en síntesis, la
capacidad de maniobra, se ha desplazado de uno a otro
socio del hipartidismo constitucional, por lo menos
durante el interregno del "sí se puede".
Sin
embargo, los copiosos eventos de los últimos dos años,
en los cuales han desempeñado una función protagónica,
no sólo el portador de la máxima investidura, sino
ciertos miembros del gabinete, antier insignificantes
rapavelas como su jefe, no responden únicamente a las
ansias de vitrina del Ejecutivo. La ineludible
intervención y hasta la estatización de las entidades
bancarias luego del festín financiero; la urgencia de
auxiliar a las industrias de mayor categoría colocadas
al borde del abismo; los conflictos acarreados por las
crepitaciones del narcotráfico y con los cuales se
liga fatalmente el asesinato del ministro Lara
Bonilla, y ahora la demoníaca alza de los intereses de
la deuda externa que precipita la reprobación
mancomunada de los gobiernos latinoamericanos, han
conformado un panorama tormentoso cuyos truenos y
centellas acaban desarreglando la república y
alterando los patrones de comportamiento de sus
administradores. El Plan de Acción de Quito, la
declaración de los presidentes del 19 de mayo, la
carta enviada a la cumbre de Londres y el Consenso de
Cartagena son memorandos nada ordinarios que, fuera de
exteriorizar la zozobra de las burguesías prestatarias
por sus detrimentos y de, compendiar los pedidos
perentorios de un reordenarniento económico mundial,
revelan hasta dónde han llegado las chispeantes
fricciones entre el imperialismo y sus intermediarios.
Una rareza, de recordarse las aguas menos procelosas
de los finales de la década del cincuenta, en los
inicios del Frente Nacional. Lenguaje y maneras
inusuales para estas latitudes, que fuerzan a los
bandos involucrados en la batalla a emitir sus juicios
y verificar su táctica.
¿Redundarán
tales reclamos. y recomendaciones en un
robustecimiento de la irresistible tendencia
emancipadora de la época? ¿Habremos de ofrecerles
nuestro concurso? ¿Facilitan o no la configuración del
frente único antiimperialista? ¿De qué modo sacaremos
beneficio de la situación planteada? Preguntas
realmente inquietantes y a las cuales habremos de
encontrarles la contestación justa. Debemos partir del
hecho de bulto de que el sistema capitalista atraviesa
en el globo entero por una de las peores crisis. Como
todas las suyas, procede de las distorsiones del
engranaje productivo y revienta en las anomalías
monetarias, en la interrupción de los créditos, en la
supresión de los mercados. Lo cual incide asimismo en
el resquebrajamiento de las relaciones entre los
grandes emporios y la periferia exaccionada y sometida
nacionalmente. Con base en estas repercusiones y
viendo cómo el horizonte se iba encapotando,
advertimos a principios de 1983 sobre las inclemencias
que sobrevendrían. "Todas las contradicciones
-señalamos- se ahondarán: la existente entre las
superpotencias, la de los países sojuzgados con las
metrópolis, la de Colombia con el imperialismo
norteamericano, la de los monopolios fordneos con sus
interniediarios vendepatria, la de las diferentes
clases entre sí, la de los trabajadores con sus
explotadores, la del marxismo con el revisionismo."4
LA
QUIEBRA ECONÓMICA
A
caldear el ambiente convergen los arrumes de libros,
ensayos y comentarios referentes al quebradero de
cabeza en que se ha convertido el endeudamiento
externo; y de los cuales, lógicamente, también forman
parte las cáusticas denuncias de los mandatarios
latinoamericanos, cuyo último grito de dolor se oyó en
las plácidas playas de la Ciudad Heroica. La manzana
de la discordia radica en que el asunto se ha vuelto
inmanejable. Para el cubrimiento de los intereses los
países de la región han de destinar más de un tercio
de sus ingresos por concepto de exportaciones. Y
éstas, en vez de ampliarse, tienden a contraerse, en
volumen y sobre todo en valor, a causa de las medidas
arancelarias y discriminatorias de las naciones
expoliadoras. Nudo gordiano que tampoco se puede
deshacer, ni siquiera con la espada de Alejandro
Magno, debido a la arrebatiña comercial entre las
potencias, acicateada por la depresión. Los deudores
no sólo incumplen sino que han entrado en el círculo
vicioso de prestar para pagar. Todo se ha
experimentado. Hasta la risible ocurrencia de que
México, Brasil, Venezuela y Colombia, exhaustas por
las mismas gravosas responsabilidades, le facilitaran,
de apuro, trescientos millones de dólares a Argentina,
a fin de que la endeble democracia austral cancelara a
tiempo un abono inminente.
Al Fondo
Monetario Internacional, nacido en julio de 1944, en
Bretton Woods, del acuerdo entre los poderes
vencedores de la Segunda Guerra Mundial y mediante el
cual se estableció un nuevo sistema financiero y
monetario bajo la égida del dólar, le compete velar
porque se observen las reglas y los negocios de los
imperialismos no se salgan de madre. Sin su visto
bueno no obtendrán prórrogas ni créditos de
contingencia quienes precisen un alivio en sus
desequilibrios de balanza. Pero antes han de retraerse
a rigurosos programas de austeridad que comprenden
devaluaciones, encarecimiento de las tarifas de los
servicios públicos, generación de impuestos,
restricciones presupuestarias, eliminación de
subsidios, recortes salariales y otros correctivos, de
irritante y complicada aplicación, que en Santo
Domingo culminaron en coléricos desmanes callejeros
purificados con la sangre del pueblo. El repudio cada
vez más extendido y consciente contra tales medidas ha
llevado incluso a los peritos de Wall Street a
reflexionar sobre la conveniencia de otorgarles a los
problemas económicos un tratamiento político. Por su
lado las masas populares del Continente ya se los
están otorgando. Muestra de ello son las huelgas
generales de la Central Obrera Boliviana encaminadas a
desconocer una a una las estipulaciones del Fondo. En
ese tire y afloje respecto a la necesidad de acoger
los sacrificios con cristiana mansedumbre, la nota
irónica corre por cuenta del gobierno estadinense cuyo
tremendo desajuste fiscal se revierte en un ritmo
creciente de las tasas de interés, con las secuelas
indicadas. Es más, algunos bancos norteamericanos se
han saltado igualmente las recomendaciones,
renegociando, al margen o en contra de ellas,
mecanismos y fórmulas dispares con sus clientes
insolutos, ante el temor de que a éstos se les
arrastre hacia una suspensión unilateral de sus giros,
como lo han contemplado Ecuador y Bolivia.
Desde el
decenio de los setentas vienen derruyéndose así cada
uno de los pilotes sobre los que descansa la
plataforma de Bretton Woods, máximo esfuerzo por
regular y tender hacia un sostenido florecimiento de
la civilización capitalista occidental. Sus pautas ya
no determinan el flujo de los capitales y de los
productos, ni permiten un nivel estable de las
ganancias. Sus signatarios más ilustres huyen a
refugiarse en un proteccionismo acérrimo, depositando
mejor su confianza en la seguridad arancelaria que en
la reglamentación de los mercados, y, de distinto
modo, subvencionan los renglones fabriles y agrícolas
menos afortunados. El 15 de agosto de 1971 el mundo se
notifica que ha cesado la convertibilidad del dólar en
oro. La consolidación económica de los aliados, los
mordisqueos sucesivos a su firme superávit, la costosa
agresión a Viet Nam y las alegres emisiones impulsaron
a los Estados Unidos a promulgar aquella peregrina
medida, junto con la congelación por noventa días de
los salarios y los precios, la aminoración de los
egresos federales, la sobrecarga del 10 por ciento a
los gravámenes de aduana y la rebaja de la
autodenominada "ayuda externa" de las respectivas
agencias estatales. Antes de la culminación de aquel
año los "diez grandes" convinieron en Washington la
primera de las, devaluaciones de la divisa
norteamericana en la postguerra. El oro ya no valdría
US$ 35 la onza troy, como se votó ocho lustros atrás
en la Conferencia de las 44 naciones; su coste en las
bolsas internacionales superó hace mucho la barrera de
los US$ 300.
Mas no
serían estos los únicos sacudimientos. Los ideales de
unas finanzas sólidas y de unas consistentes reglas
cambiarias acabarían por desvanecerse ante tres
acontecimientos extraordinarios: la fiebre del
petróleo de 1973, cuyo exagerado encarecimiento
produjo la acumulación de ingentes cantidades de
capital flotante que incitaron al veloz y temerario
endeudamiento del Tercer Mundo; la parálisis de 1974 y
1975, a la sazón la más profunda y extendida desde el
crac del 29, que envolvió, a sectores vitales de
Japón, Europa y Norteamérica, con la correspondiente
contracción del mercado mundial, y el receso con que
se inició el nuevo decenio, de mayor durabilidad y de
más demoledores efectos que las dos primeras
perturbaciones señaladas, del cual no termina de salir
aún la economía capitalista. Para colmo de males, al
síncope recesivo se yuxtapone ahora el caos
financiero, estimulado constantemente por el
insaciable apetito de la especulación bancaria; una
circunstancia explosiva, cuyo detonante podría ser
activado por cualquier gobierno enloquecido con Sus
débitos. Con que sólo Brasil, México, u otra de las
principales naciones hipotecadas, por razones internas
de presión social y carácter político, o merced a un
tropiezo fortuito en su tambaleante marcha económica,
cosa no del todo descartable a juzgar por las
complejidades de la crisis prevaleciente, tuviera que
romper ese tipo de anticresis que la ata a los bancos
internacionales, el edificio entero se desplomaría. A
raíz de la propalación de especies semejantes, el
Manufacturers Hanover Trust, el cuarto establecimiento
bancario de los Estados Unidos, recientemente, el 24
de mayo, sufrió una caída vertical del 11 por ciento
en el valor de sus acciones. El campanazo de alerta
precisó de estímulos y de la mediación personal del
presidente Ronald Reagan, quien hubo de declarar "sin
fundamento" los insistentes comentarios acerca de las
atribulaciones de la mencionada entidad. Una semana
antes el redimido había sido el Continental Illinois
Bank. Se le arrojó un salvavidas de 6.500 millones de
dólares, de los cuales 4.500 millones provinieron de
una línea de crédito -la más grande a un banco en la
historia de USA- avalada por dieciséis poderosos
consorcios financieros, y el resto, a cargo de la
Reserva Federal.
Dentro
de este contexto, sumariamente recogido, habremos de
encajar la baraúnda de la deuda latinoamericana. Se
descarta que los países entrampados sean capaces,
antes del próximo siglo, de cubrir sus pasivos,
emprender el desarrollo y suavizar las tensiones
sociales. Si no progresaron mientras recibieron los
empréstitos, mucho menos a la hora de restituirlos. El
dilema se ha reducido a lo siguiente: si cancelan, no
comen; y si no comen, ¿quién cancela? Esto en cuanto a
los prestatarios. Desde la perspectiva de los
prestamistas surgen preocupaciones adicionales. Los
créditos simbolizan un vehículo insustituible, tanto
para no dejar en reposo capitales gigantescos que
irrogarían pérdidas, como para garantizarles el
tráfico a sus manufacturas y excedentes agrícolas. De
menguarse la acostumbrada y libre corriente de
divisas, en las metrópolis la producción se resentiría
y la rentabilidad se iría a pique. Pero si a las
neocolonias morosas se les continúa soltando dólares y
no se les exige el pleno y puntual desembolso de sus
compromisos vencidos, estaríamos ante el hundimiento
de la Atlántida financiera. ¿A quiénes rescatar?
¿Primero a los industriales o a los financistas? ¿A
las mercancías o al dinero? ¿Al producto concreto o a
su expresión abstracta? ¿Y a quiénes condenar? ¿A las
metrópolis o a las neocolonias? ¿A los acreedores o a
sus víctimas? ¿No depende la usura de la solvencia del
deudor? ¿Pudo acaso el cuchillo de Shylock cortar las
carnes de Antonio?
He ahí
las sinrazones y contrasentidos propios de la índole
del imperialismo. Gérmenes que siempre han estado
latentes, minando su biología, pese y debido a sus
destellos de esplendor, y que sólo en sus recaídas
cíclicas afloran con tal intensidad, como lo estamos
contemplando. Todos esos rudimentos claves urgen
complementarse recíprocamente pero se contraponen. El
crédito aplasta la producción, y al hacerlo, se
sentencia a sí mismo. Y viceversa, ésta necesita de
aquél, mas su ayuda le resulta fatal. Tampoco hay
concordancia entre la actividad agraria y la fabril,
ni entre las diferentes ramas industriales, ni entre
los bienes creados y el consumo. Y cuando la
inconexidad se torna insoportable, el organismo social
padece una muerte chiquita, su anárquico
funcionamiento se abre paso turbulentamente a través
de la crisis.
Algo
análogo se presenta en el plano de las relaciones
interestatales. La prosperidad de las potencias
imperialistas en última instancia se erige sobre la
extorsión de las naciones débiles. Lo certifica la
elocuente cifra de 750.000 millones de dólares
adeudados por el Tercer Mundo, sin hablar de la
sustracción de los recursos naturales, el mangoneo de
los mercados, etc. Esta ley, tan cierta y tan
interesadamente ignorada cual lo fuera en su época el
principio heliocéntrico descubierto por Copérnico, se
pone en evidencia en los períodos críticos del
sistema. Los ideólogos y estrategas de la reacción se
devanan los sesos buscando la explicación teórica a
las mortales paradojas e inventando las enmiendas y
los instrumentos idóneos para subsanarlas. Pero entre
más corrigen menos ocultable se hace que tales
contradicciones, en la era del imperialismo, asumen
una impetuosidad y una ampliación inusitadas, y se
compendian en que los monopolios prolongan su vida
negándoles a miles de millones de seres el derecho a
la suya; los prodigiosos adelantos técnicos y
materiales de un puñado de privilegiados requieren de
la progresiva indigencia del resto del planeta.
Para
percibirlo, a los colombianos no nos hace falta mirar
la casa del vecino. Nuestra patria, una de las ciento
y pico de naciones subalternas, está, al igual que sus
hermanas de infortunio, lesivamente hipotecada al
extranjero, así Belisario Betancur se ufane porque
debamos menos que los argentinos o los venezolanos.
"Mal de muchos, consuelo de tontos", ha sido
generalmente el parte de victoria de nuestros
mandatarios. Las fuerzas productivas del país no
registran en años avances dignos de señalarse, salvo
uno que otro cuantioso proyecto que, como el de la
Exxon, destinado a explotar el carbón de La Guajira,
responde a las operaciones supercontinentales de los
conglomerados, del imperio. Sus efímeros y esporádicos
lapsos de "bonanza", imputables al potosí de los
narcóticos, o atribuibles a las heladas brasileñas que
por lo regular redundan en un alza de las cotizaciones
del café, jamás se concretan en plantas fabriles de
alguna prominencia, y en el mejor de los casos no
pasan de cierta animación mercantil, particularmente
de artículos importados. Los intentos autóctonos y
autónomos de los pequeños y medianos empresarios por
suplir las carencias del atraso, muy raras veces
terminan siendo compensados con el éxito.
Desde el
cuatrienio de Misael Pastrana se insiste en que el
punto de apoyo de la palanca económica reside en la
construcción de vivienda. Este artilugio no solo elude
acometer los aspectos vitales del desarrollo
industrial y agrícola, sino que significa la confesión
del fracaso de la oligarquía rodillona que, en
ausencia de mejores alternativas, tiene que asilarse
en una de las pocas actividades en donde todavía se lo
permite el entrometimiento de los amos foráneos, y, de
añadidura, designarla como el motor del progreso de
Colombia. La publicitada "estrategia de la vivienda"
fue desmentida contundentemente por los avatares de
más de una década, con todo y que los financistas, los
cementeros, los pulpos urbanizadores, es decir, los
principales responsables de dicho sector, han gozado
permanentemente de las benevolencias, de los
respectivos gobiernos, incluido el actual. A manos del
Estado han pasado por completo las riendas de la
economía de la desfalcada república. Actúa de puente y
garante de los empréstitos de las entidades
internacionales de crédito, destinados en una holgada
proporción a atender las obras de infraestructura, por
lo demás indispensables para que los monopolios
venidos del exterior realicen sus inversiones. El
órgano ejecutivo, y en definitiva su cabeza visible,
define cual juez inapelable lo que se ejecuta o no se
ejecuta en el campo de los negocios, al extremo de que
con una sola de sus draconianas providencias puede
sacar a flote a un capitalista quebrado o quebrar a
otro boyante. Y ese rey Midas de nuestros dominios,
paño de lágrimas de todos y cada uno de los estamentos
productivos y que fija por edicto hasta el costo de
las auyamas, no cuenta ni con qué pagarles a sus
maestros. En efecto, el aparato gubernamental,
administrador por antonomasia de la riqueza pública,
el ente jurídico encargado, a título constitucional,
de diseñar los "programas de desarrollo" y de velar
por el "bienestar comunitario", fuera de ser un
apéndice de intereses extraterritoriales, se ha
constituido, por sus quebrantos, sus torpezas y sus
venalidades, en la primera causa del desorden
imperante y en un obstáculo mayúsculo para la
prosperidad de la nación.
El
rosario de afecciones se y diagnosticó mucho antes de
la despedida del mandato de Turbay Ayala. La
reelección de López no logró cuajar, entre otros
motivos, porque para entonces el oleaje de la última
depresión mundial ya había retumbado en nuestras
frágiles riberas. Y los sufragantes, en lugar de ver
en el expresidente el bálsamo para las dolencias del
país, lo tomaron como el chivo expiatorio de las
mismas. Mientras tanto el genio gestor del "cambio con
equidad" infundía la creencia de que las seculares
penurias y los desfases repentinos debían achacarse,
no a las amarras neocolonialistas ni mucho menos a la
propiedad monopólica de la tierra y de los demás
medios y recursos fundamentales, sino a los
"chamboneos" de los funcionarios, que él corregiría,
si se le daba la oportunidad de hacerlo desde el
palacio de Nariño. Pues bien, lleva dos años
corrigiendo. No se le desconoce que ha pasado sus
trabajos, especialmente en los talleres de impresión
del Banco de la República. Hemos asistido a un
abigarrado cartel de cabriolas y piruetas, con
requisición de bancos, reformas tributarias, dos o más
adaptaciones al canon de arrendamientos, cortapisas
aduaneras, tres o cuatro enmendaduras a la Upac,
subvenciones a granel para los magnates en
dificultades y hasta contenciosas licitaciones
públicas. Sin embargo, una investigación menos
circunstancial indicará que los desvelos del
belisarismo han girado en torno a un espinoso asunto:
cómo acrecer el erario con el objeto de enfrentar los
percances de la crisis. De otro lado, saldrá a relucir
que los dos partidos tradicionales, por encima de sus
ruidosas escaramuzas, cierran filas tan pronto entra
en peligro el lucro de clase, olvidándose de sus
desemejanzas doctrinarias sobre el modo de gobernar.
El
abandono del propósito de suprimir los alcances del
fisco saliéndole al paso a la evasión mediante el
perfeccionamiento de los controles administrativos,
sin necesidad de implantar nuevos impuestos, tal vez
ha sido la mofa más inicua del Movimiento Nacional a
su electorado. Fena1co, la federación de los
comerciantes, exteriorizando su enojo por la
instauración del IVA, elaboró en febrero una "canasta"
de 19 gravámenes sobre los cuales se decretaron
incrementos que oscilan entre el 30 y el 500 por
ciento, demostrativa del desespero fiscalista que
embarga al Ejecutivo. Haciendo salvedad de los alivios
para las sociedades anónimas y la gran propiedad
terrateniente, y de las franquicias para la inversión
extranjera, prácticamente se elevaron todos los
tributos, de preferencia los indirectos, comprendidos
cigarrillos y licores, avisos y tableros, circulación
y tránsito, industria y comercio, gasolina y
automotores, predial y arancelario. Los alcabaleros
agotaron su ingenio sacándole el jugo a cada item; y
agotaron también la tolerancia exprimible del pueblo.
Lo inverosímil del relato estriba en que a la postre
las carencias que se quisieron taponar, en cambio de
angostarse, se ensancharon. No valió la cascada
impositiva, ni mantener la progresión ascendente de
las tarifas de los servicios públicos, ni acentuarle
la cadencia a la devaluación, otra exacción más,
enderezada a contrarrestar el saldo en rojo; a la otra
orilla de la charca, a técnicos y expertos del
Ministerio de Hacienda los esperaban, con las fauces
abiertas, los mismos apremios presupuestarios que
tanto perjudican y encolerizan a los contratistas del
Estado, que soliviantan a los empleados, públicos y a
los trabajadores oficiales y que amenazan seriamente a
la totalidad del rodaje económico.
Ahí es
cuando las clases dominantes, apoyándose en sus dos
muletas políticas, el liberalismo y el conservatismo,
se deciden a echar por la calle del medio y resolver
el acertijo merced al único procedimiento que les
queda: la emisión. La emisión a través de los cupos
ordinarios y extraordinarios del Banco de la
República, de la colocación de los Títulos de Ahorro
Nacional (TAN), o deuda interna, y de los empréstitos
externos. Modalidades distintas, pero, al fin y al
cabo, emisión; el exclusivo y verdadero aporte del
grandilocuente hijo de Amagá al desenvolvimiento
económico del país, efectuado en una coyuntura en la
cual la sociedad oligárquica no sólo se declara inepta
para financiar a su Estado, sino que éste ha de
sostenerla pecuniariamente. Huelga decir que el
engendro espoleará las deformidades. No obstante, a la
burguesía entera, sin distingos de bando, le suena
ajustado a la más pura hermenéutica que su presidente
imprima billetes de lo lindo, con tal de cubrir los
desfalcos de los agiotistas, auxiliar a los dueños del
Banco de Bogotá, evitar el cierre de Fabricato,
apuntalar el Idema y sus precios de sustentación,
"democratizar" los monopolios, solventar el
Inscredial. A este tácito avenimiento han llegado los
más reputados portaestandartes de la reacción, dentro
del espíritu del artículo 120 de la Carta, que
estatuye la responsabilidad compartida
liberal-conservadora en el manejo de la república, y
atizados por las conmociones de un tramo en el que los
lamentos cunden por doquier y la desesperanza se
propaga con la velocidad de una epidemia. Y quizás sea
también un entendimiento excepcional y hasta
aleatorio, porque muchos de quienes en 1982 pusieron
su alma en el ritmo de la administración recién
inaugurada ahora predicen terribles desenlaces si no
se adoptan de urgencia éstos o aquellos correctivos.
No hay más que escuchar a los gremios de la industria,
el comercio, la construcción, la agricultura y hasta
de la cima privilegiada de las finanzas, que sólo
comentan de "parálisis", "caos", "crisis",
"catástrofe", y no atinan a explicarse un eclipse tan
pronunciado y largo.
Las
cuentas nacionales arrojan datos ciertamente
escalofriantes. En lo transcurrido del decenio la
superficie de los cultivos ha descendido en 500.000
hectáreas y la dependencia del exterior en materia de
alimentos se acerca al millón y medio de toneladas
anuales. Las fábricas de importancia que han concluido
en bancarrota, agregadas a las que se encuentran en
concordato preventivo, más las que operan muy por
debajo de su capacidad instalada o simplemente
reportan pérdidas balance tras balance, suman ya
varios centenares. La descompensación entre las
exportaciones y las importaciones viene ocasionando un
remanente negativo en la balanza comercial del país,
que las autoridades últimamente ubicaron en 1.500
millones de dólares, luego de imponer rigurosas
medidas restrictivas, muchas de las cuales han
recibido el rechazo de la burguesía empresarial y
mercantil. Los niveles elevados de desempleo, que en
las naciones sojuzgadas, a distinción de lo que ocurre
en las metrópolis, configuran un mal crónico y no
típico de las épocas recesivas, en Colombia, hoy por
hoy, asustan incluso a comentaristas de librea y
áulicos de oficio. Para las cuatro principales
ciudades el paro forzoso se estima ya en 13.5 por
ciento. Sin embargo, los muestreos del Dane resultan
menos estrictos y menos impresionantes que el drama en
vivo. Porciones considerables de hambrientos no
aparecen por lo común contabilizados entre los
cesantes, así no sean más que eso, en razón a que
tales muchedumbres de parias absolutos, sin destino ni
protección social alguna, se refugian, muy de vez en
cuando y para no lanzarse al Salto, en quehaceres
marginales o faenas improductivas. La deuda externa
ronda los US$ 11.000 millones y demanda cada año
abonos por US $1.700 millones, de los cuales más del
60% en sólo intereses. Raudales respetables si se
aprecia la merma vertical de las divisas, debida
asimismo al deterioro acelerado del conjunto de la
economía colombiana y en particular de sus ventas en
las lonjas internacionales. En lo concerniente al
déficit fiscal de 1984, que se le encima al de 1983,
de ingrata recordación, ni las dependencia!
especializadas coinciden en precisar su monto; si en
90, 135 o quizá -250.000 millones de pesos. Mas hay
coincidencia en varias cosas: que el descubierto rompe
todas las marcas anteriores, crece descomunalmente y
no se vislumbra otro remedio que el del fraude
monetario para sufragarlo.
Entre
las ejecutorias reivindicadas por el régimen descuella
el repliegue de la inflación a un arribae inferior al
15 por ciento y que el ministro de Hacienda saliente
cotejaba orgulloso con las congojas de las naciones
latinoamericanas donde la carestía aún mantiene
índices de tres dígitos. Aquí cabe también una
observación imprescindible. Para nadie constituye un
secreto que la caída de los precios tipifica los
intervalos depresivos del capitalismo. Indicábamos
arriba que la anarquía en la producción, propia de
este sistema, lleva, de tiempo en tiempo, a que
terminen entrabándose unas a otras las diversas ramas
industriales, además del choque entre un continuo
aumento de los géneros elaborados y un consumo cada
vez más reducido, fruto de la depauperación incesante
de las masas populares. Su cometido, a diferencia de
las sociedades anteriores, se compendia en la
obtención de un progreso constante; pero como, a
semejanza de aquéllas, lo sigue realizando por
intermedio de la apropiación privada, la tendencia
hacia la alta especialización y división del trabajo,
que supone una exigente proporcionalidad de las
múltiples áreas y derivaciones industriales, confluye,
al contrario, en una menor armonía o acoplamiento
entre ellas. La permanente tecnificación y el acervo
de la riqueza desembocan sin escapatoria en severas
obstrucciones, hasta cuando las quiebras en cadena
reparan los desajustes entre las múltiples y distintas
empresas y dan arranque a una fase de recuperación que
a su turno gestará el siguiente colapso, repitiéndose
el proceso indefinidamente. Durante la depresión todos
quieren vender pero muy pocos compran; entonces las
mercancías, englobada la fuerza de trabajo, se
abaratan en la búsqueda afanosa de una salida que no
siempre logran. El trágico desenvolvimiento conduce
desde luego al naufragio a muchos potentados, y a los
asalariados los sume en una postración centuplicada.
Con todo, a la larga el fenómeno lo aprovechan los
capitalistas más poderosos para sacar de la liza a sus
competidores y reacomodar el margen de ganancia,
restringido por el fortalecimiento de la capacidad
productiva, o sea por la mengua del factor laboral
respecto a la mejora y ampliación de las maquinarias y
materias primas gastadas. En otras palabras, el
capitalismo sale de sus traumas periódicos blandiendo
sus armas predilectas: la concentración económica y la
degradación del proletariado. Lo que pierda por la
menor cantidad relativa de trabajo puesto en
movimiento procurará compensarlo con una mayor
intensidad en la explotación del mismo. De ahí que la
burguesía estadinense haya arrancado, a principios de
los años ochentas, en el peor y más sostenido declive
de su industria desde la posguerra, un descuento
sustancial en la remuneración de los obreros.
En fin,
a Colombia la lesiona directamente la crisis de
Occidente en cuyo ámbito gravita; salvo que en nuestro
medio los aniquiladores efectos de aquélla se
manifiestan con redoblada furia, gracias a la
supervivencia de formas atrasadas de producción y
preferencialmente al desvalijamiento de los monopolios
imperialistas, causas ambas, ya ancestrales, del
raquítico desarrollo del país y de su espantosa
pobreza. A las cargas heredadas del pasado se nos
añaden los fardos transferidos por los depredadores
extranjeros. Sobre las gentes tradicionalmente
confinadas a las ruinosas labores artesanales, sobre
los venteros ambulantes que por cientos de miles
pululan en las vías de los cascos urbanos, sobre el
éxodo de los campesinos desprovistos de sus parcelas,
sobre los tugurios, se abate la concurrencia de los
declarados insubsistentes tras las extinciones
parciales o completas de las pequeñas, medianas y
grandes factorías. A los colombianos nos corroen las
plagas del apogeo del capitalismo sin haber superado
las escaseces que implica la insuficiencia de éste. No
construimos nuestros telares y ya soportamos el agio y
la usura de una complejísima organización bancaria,
los desafueros de un Estado oligárquico altamente
intervencionista, el perjuicio de las mínimas
fluctuaciones del comercio mundial y, a las claras,
las desastrosas consecuencias del crac. No debiera por
ende maravillar la declinación de la curva
inflacionaria que la cúpula burocrática ostenta cual
una proeza nunca vista y jamás bien ponderada; lo
incongruente está en que en medio del cielo
contraccionista el costo de la vida no aminore en
realidad y puje hacia arriba, con menor impulso sí,
pero de todas maneras con sesgo ascendente. Los
ricachos no se entusiasman con el pírrico triunfo
divulgado a tambor batiente por los hacendistas del
gabinete, pues palpan la inmovilidad, le toman a
diario el languideciente pulso a las transacciones y
se percatan de cómo sus mercancías, sus apartamentos,
sus tierras, no circulan o lo hacen muy lentamente,
así reduzcan los importes. Muchos de ellos coinciden
en echarle la culpa a la atrofia de la demanda, aunque
al tiempo promuevan o patrocinen los despidos masivos
y el menoscabo de los salarios. Otra muestra de los
inefables enredos del sistema. Como hay ausencia de
compradores los capitalistas se las arreglan para
expulsar de la plaza a los que queden. Cuando los
almacenes se repletan, se envilecen a la vez las
cotizaciones y los negocios cierran; con los cierres,
el envilecimiento y el almacenaje de los productos
empeoran. A la depreciación de las mercancías
corresponde una valorización proporcional del dinero,
que induce a todo el mundo a pugnar por deshacerse de
los objetos que nadie solicita y que difícilmente se
truecan en efectivo, a querer aprisionar la moneda
contante y sonante, a desear poseer, no valores de uso
inutilizados, sino el valor de cambio y el medio de
pago por -excelencia, con el cual tener acceso a los
vericuetos del mercado y medrar en las pocas
oportunidades que éste brinde.. Naturalmente los
intereses se trepan, el financiamiento escasea y las
inversiones disminuyen, hasta tanto el péndulo no
retorne al punto en el que vuelva a ser atractivo
soltar el circulante y prender los hornos apagados. En
Colombia nos tropezamos sin embargo con el insólito
caso de que en medio de la más cruda parálisis lo que
predomina es el desmoronamiento del peso, en virtud de
las anomalías fiscales, el febril dinamismo de los
impresores de la banca central, la devaluación
galopante y las tasas crecientes de los préstamos
internacionales, revirtiéndose en un
sobreencarecimiento artificial del crédito, Elementos
que, tras de influirse mutuamente, deprimen aún más la
economía y alejan las probabilidades de recuperación.
Claro está que los desgreños financieros y monetarios
han acompañado a las dos últimas depresiones del
imperialismo, tanto en 1975 como en la actualidad,
notándose también en los países "avanzados" la
persistencia de la espiral alcista dentro del tumbo
descendente. Pero semejante deformación de la
deformación estropea ante todo a las naciones
avasalladas del Tercer Mundo. Por eso López Michelsen,
sin desentrañar el meollo, mas procurando refutar a su
antiguo antagonista, hizo hincapié en que antes -vale
decir durante el "mandato caro"- "no se confundía
recesión con baja de inflación como ocurre ahora."5 De
cualquier modo, en estas heredades de Colón no
disfrutamos ni del abaratamiento característico de las
estaciones, críticas.
No hay
pues qué aplaudir en el informe del Ejecutivo, y si
prolifera la , incertidumbre sé debe precisamente a
que se angosta el espacio para sus martingalas y sus
carantoñas. El Estado no se halla en circunstancias de
acudir con la largueza inicial en auxilio de los
sectores emproblemados, y, al revés, se ha decidido a
apretar la clavija, como cuando eleva el rendimiento
de las Upacs en casi 6 puntos y de 8 a 15 por ciento
el de los títulos agropecuarios clase A que las
instituciones financieras privadas subscriben
obligatoriamente, o reitera el propósito de mantener
la progresión de las cuotas de los usuarios del ICT y
de las tarifas de los servicios públicos.
Determinaciones que se mueven en contravía de sus
planes de vivienda y de sus ofrecimientos de
desencarecer el crédito, rehabilitar las actividades
productivas y redistribuir el ingreso. Resta poco qué
escoger. Las adversidades de los empresarios se
trasladan inevitable y tumultuariamente a los
financistas, ratificándose de paso que el bazar
especulativo, aunque se efectúe eludiendo los riesgos
de la construcción material, descansa sobre ella y
ésta le traza sus límites. Los banqueros han tenido
que aceptar en dación de pagos bienes muebles e
inmuebles por varias decenas de miles de millones de
pesos; las deudas a su favor, vencidas y de difícil
cobro, bordean los $ 130.000 millones, cuantía que
equivale a una vez y media el capital y las reservas
del ramo, y se prevé que 19 de los 23 bancos con sede
en Colombia, después de lustros de consecutiva
opulencia, no consignarán utilidades en el ejercicio
contable de 1984. A la proverbial inopia de los
institutos descentralizados se adosan ahora las
erogaciones que algunos de ellos han de hacer para.
cubrir los réditos de los papeles con que captaron
gruesas sumas dentro de los particulares, mientras la
Contraloría calcula que el gobierno central ha de
desembolsar por los suyos más de $ 40.000 millones
durante el año, estrechándose angustiosamente el
círculo. A Raphael, el atormentado personaje de
Balzac, cada vez que saciaba una de sus irrefrenables
pasiones, se le encogía la piel de onagro, fuente
mágica de sus placeres y de su existencia; al
protagonista del Movimiento Nacional con cada uno de
sus impostergables decretos se le agota el "sí se
puede", el talismán con que electrizara a las
multitudes y abriera los portalones del poder.6
Nos
hemos hecho una idea del mar de los sargazos que surca
la nave colombiana, cuyas vicisitudes exasperan los
roces y choques entre las diferentes clases y que a no
pocos burgueses les ofusca la visión y les nubla la
mente. "Ya se ha socializado las pérdidas",
recapacitaba uno de esos oficiosos comentadores de la
cosa pública; "ahora lo que falta es que se socialice
las ganancias", concluía. Significando así los
movedizos terrenos que se pisa con los infructíferos
estímulos concedidos de mogollón a las élites en
quiebra por parte de un régimen igualmente
descaudalado. De la fallida intentona de revivir las
rentas mediante la subvención oficial, a invertir las
relaciones sociales con el objeto de establecer un
Estado realmente holgado y capaz de ver por el
engrandecimiento de la nación, no habría mucho trecho
si se contempla el asunto desde un ángulo global e
histórico y las masas trabajadoras pueden influir
decisivamente. En todo caso las recetas de alguna
incidencia se desechan tan pronto salen a la luz y la
confusión ha sido la reina del carnaval. Dentro de tal
clima se sucede la reunión de Cartagena de los
cancilleres y ministros de Hacienda de las morosas e
insolubles repúblicas latinoamericanas.
Allí el
comediógrafo fue de nuevo el olímpico mandatario de
Macondo, quien acaparó los destellos de las cámaras y
se robó las palmas de la galería, retocando con
prudencia su imagen de veleidoso contradictor de los
regidores del imperio e instalando la conferencia con
un discurso que anticipaba los párrafos primordiales
del documento finalmente aprobado por unanimidad.
Aboquemos el examen del contenido de las postulaciones
del encuentro, no olvidando que el desafío consiste,
de un lado, en poner sobre el tapete los motivos del
enfrentamiento entre los emisarios de los regímenes
del Sur escarnecido y los filibusteros del Norte, y
del otro, en abogar por las orientaciones que al
respecto más le convengan a la revolución. El temario
abarcó tres tópicos: lo que se denuncia, lo que se
pide y lo que se promete.
LA
BANCARROTA TORICA
Dentro
del primer aspecto el Consenso da por sentado que "la
región atraviesa una crisis sin precedentes", con
ilustrativas referencias a que el producto por
habitante sigue siendo similar al de hace una década,
el desempleo afecta a más de la cuarta parte de la
población activa y los salarios reales han caído
sustancialmente. "Lo cual puede traer graves
consecuencias políticas y sociales". Del estropicio se
acusa a 'factores externos ajenos al control de los
países de América Latina", tales como la recesión
internacional, el estancamiento de los países
industrializados, el deterioro de los términos de
intercambio y el resurgimiento del proteccionismo.
Anótase que el servicio de la deuda pasó a ser "casi
el doble del aumento de las exportaciones" y que "en
los últimos 8 años el pago de intereses representó más
de US$ 173 mil millones". Los delegatarios llamaron
asimismo la atención sobre la conversión de
Latinoamérica en "exportadora neta de recursos
financieros", avaluando dicha "pérdida" en US$ 30 mil
millones para 1983; y se quejaron de los "cambios
drásticos en las condiciones en que originalmente se
contrataron los créditos", enmendaduras que atañen a
la "liquidez", a las "tasas", a la "participación de
los organismos multilaterales" y a la "perspectiva de
crecimiento económico". El lamento siguiente lo
recapitula todo: "Mientras existen manifestaciones de
recuperación económica en los países industriales,
América Latina se ve forzada a aminorar y en algunos
casos a paralizar su proceso de desarrollo."
Una
convergencia extraña y polémica por provenir de quien
proviene, los canes guardianes del patio trasero de la
Casa Blanca. Pronunciamientos pungentes que borran de
un plumazo los otros muchos eventos convocados por los
Estados Unidos, en donde siempre se predicó, dentro de
los lineamientos del panamericanismo, la conjunción de
designios y la identidad de pareceres de los
pobladores del Hemisferio, desde Alaska hasta la
Tierra del Fuego. Refundidas en la memoria quedan las
rondas de Punta del Este que, bajo la batuta de
Kermedy en 1961 y de Johnson en 1967, les dibujaron a
los pueblos zaheridos un engañoso futuro de
realizaciones sin par y de dichas compartidas con el
odiado usurpador. Habiendo la rueda de la fortuna
girado muy al contrario de lo previsto por aquellos
falsos profetas, sus sucesores, al cabo de los
almanaques y luego de reconocer sin disyuntivas el
severo mentís corroborado por la práctica, se atreven
a bosquejar un replanteamiento, en un acto que huele
más a memorial de agravios que a reposada sugerencia.
El que las autoridades del Continente, tanto las
ungidas con los votos como las consagradas por las
bayonetas, hayan admitido el rotundo descalabro de los
programas, las "ayudas" y los convenios basados en los
nexos neocolonialistas así no les guste el vocablo, ni
lo mascullen por equivocación, no puede menos que
simbolizar un ¡al fin! para las fuerzas
revolucionarias y en especial para el
marxismoleninismo, que libran una ardua lucha
ideológica y política contra un enemigo cuya
supremacía se la debe en gran parte al hecho de
ejercer un dominio omnímodo sobre los medios de
información y, a través de ellos, asegurarse la
esclavitud mental de las gentes desposeídas y
explotadas. No obstante, el triunfo no les será
entregado gratuitamente a los adalides de la nueva
Colombia, ni nada les reportaria si no lo afianzan con
una paciente e infatigable campaña de educación y
propaganda, enderezada a destruir la quimera de un
cabal desarrollo del país en las condiciones de saqueo
imperialista y de prevalencia de las formas
monopólicas de apropiación. No hay que esperar que
este absurdo criterio sea dejado expósito por el
pensamiento predominante de la reacción, por mucho que
las estadísticas hablen en su contra, aun la de los
organismos estatales. Ni lo abandonará el oportunismo,
que en sus diversas expresiones revisionistas viene
desde antaño apostando por él, y menos hoy que juega
al juego de transformar la república mediante el
diálogo pacificador con el gobierno. Ahí tienen, pues,
material de sobra y ocasión feliz nuestros
investigadores, ante todo los compañeros y amigos de
Cedetrabajo, para enriquecer los fundamentos de la
revolución democrática de liberación nacional
defendida fielmente por el Partido desde su fundación.
Y nuestros instructores de las escuelas para cuadros
conseguirán hacer más comprensibles sus pláticas
acerca de la génesis de la crisis capitalista, ahora
que indagamos por el método de la enseñanza
partidaria, y que no puede ser otro que el de ligar
vivamente los justos conocimientos extraídos de los
libros con las multifacéticas y mudables realidades
del momento.
Tampoco
habremos de permitir que cuaje impunemente la especie,
montada con sagacidad, de que sean preciso los
estipendiarios del imperialismo los primeros
propugnadores del bienestar social, en cuyo nombre
peroraron los ministros en la capital bolivarense,
tratando de proporcionarles un sentido cariz a sus
reclamos y de atraer la solidaridad de las mayorías
apaleadas de Latinoamérica. Abundan los relatos sobre
las iniquidades y traiciones perpetradas, por los
Berbeos de la época, especialmente aquellos que
destapan los desfalcos; despilfarros y demás
corruptelas administrativas de sus exponentes
burocráticos. Enumerarlos seria de nunca acabar. Pero
todos se parecen en algo al trance de Argentina, en
donde los militares sin dejar rastro, no solamente
desaparecieron a los hijos de las manifestantes de la
Plaza de Mayo, sino también los giros enviados por las
agencias prestamistas internacionales. Si se nos
replica que acudimos a las perfidias de las dictaduras
castrenses para enlodar la fachada de los regímenes
representativos latinoamericanos, recordemos entonces
el caso del más institucionalizado de ellos, el de
México. Vencido el mandato de López Portillo,
reventaron una serie de escándalos en torno a onerosas
defraudaciones cometidas contra los fondos oficiales,
en las que aparecían incursos pesados funcionarios,
sin omitirse al propio Presidente. La
cuasinacionalización de la banca de ese país, decidida
en 1982, fue más bien una asepsia que una innovación
económica, puesto que la burguesía financiera sacaba
al exterior con una mano los dólares prestados que
recibía con la otra. Motivo de recurrentes querellas
entre los imperialistas y sus recaderos ha sido la
destinación de los empréstitos y, más aún, la
dilapidación de éstos.
De ahí
también la rigurosa vigilancia del Fondo Monetario
Internacional, a sabiendas de que está de por medio la
capacidad de pago de los prestatarios y la concreción
de las ganancias. Según cómputos de la revista
estadinense Time, del pasado 2 de julio, a partir de
1979 han salido de América Latina US$ 70 mil millones,
designados a compras de tierras, inversiones privadas
o depósitos bancarios en el extranjero; monto que
contrasta patéticamente con la iliquidez, los gravosos
desembolsos y la sinsalida a que alude el Consenso de
Cartagena. En cuanto a prodigalidades nuestra
descabalada democracia tampoco escatima. El 12 de
julio las emisoras de la Radio Cadena Nacional
transmitieron: "El Banco de la Reserva Federal de los
Estados Unidos reveló ayer que entre 1981 y 1983
Colombia registró fuga de divisas con destino al
mercado financiero norteamericano por 2.500 millones
de dólares."7 Y si se completara el paisaje con los
hurtos detectados en Haití, la compra de armamentos
del Perú, las ostentaciones de la cleptocracia
venezolana, los derroches de Brasil, el ingenio
colombiano para rapiñar las partidas de la deuda
inclusive antes de su ingreso legal al país y el resto
de los ardides con que se limpian las arcas estatales,
no sería aventurado aseverar que el cruce de
impugnaciones entre el césar y sus procónsules, lejos
de generarse en la penuria de los niveles de vida de
la región, se circunscribe al regateo del botín. Este
tipo de disensiones podrá agudizarse, sí, sobre todo
con el ahondamiento de la crisis, mas no adoptará un
carácter irreconciliable o de ruptura total. El
imperialismo repara en el agua que lo moja y luciría
torpe al pretender extremar sus exigencias, tanto por
los ahogos en que se debaten sus irreemplazables
alzafuelles, como por las impredecibles consecuencias
de un cataclismo en la retaguardia. Jamás se había
hecho tan patente que los grandes emporios
capitalistas superviven gracias al despojo de sus
neocolonias; su suerte se define no en Londres,
Washington o Tokio, sino en las vastedades mancilladas
de Asia, Africa y América Latina. Los intermediarios
también tienden hacia la contemporización, porque en
proporciones determinantes derivan su peculio de las
entendederas con los monopolios del imperio y a la
sombra de éste se refugian, como cualquier José
Napoleón Duarte, cada que los infortunios los
traspasan o la repulsa popular los apercuella.
Por
dicha causa la conferencia estuvo rodeada de episodios
hasta cierto punto desconcertantes. El país sede se
vanagloria de haber sido, entre sus congéneres, el más
cauto en endeudarse y de ser ahora el único con
posibilidades de seguir hipotecándose; y en su
oración, Belisario Betancur impacta a los concurrentes
al poner en conocimiento que "algunos bancos
internacionales privados han resuelto agredirnos...
han llegado al extremo de amenazarnos si servíamos de
anfitriones a esta reunión." No obstante, mientras
intervenía el oferente, aquel mismo 21 de junio, los
cables teleguiados desde Nueva York reseñaban que el
Chase Manhattan Bank le había ofrecido a Colombia
coordinar, por intermedio de un pool de entidades
financieras, un crédito de US$ 700 millones, y cinco
días después, por corresponsalía originada en esta
ocasión desde París, se supo de otro empréstito de US$
375 millones, adjudicado a la Federación Eléctrica
Nacional por el BIRF y una treintena de consorcios
crediticios europeos, japoneses y norteamericanos.
Entre tanto el Departamento de Estado, en
declaraciones de su asesor económico, Martin Bailey,
se apresuró a corregir el malentendido presidencial,
ratificando a su vez lo que se desprendía de los
despachos noticiosos, que "los bancos grandes y más
importantes del mundo son conscientes de la
importancia y papel que Colombia está cumpliendo al
facilitar un acuerdo responsable entre las naciones
deudoras y la banca internacional acreedora."8
Incuestionablemente
el atascamiento de los negocios y la declinación de su
rentabilidad agrietan las otrora lucrativas y
cordiales afinidades de los accionistas de la hazaña
expoliadora. Empero, como los asustan los mismos
fantasmas, pondrán a funcionar a una voz y a todo
vapor, los complejos engranajes gubernamentales;
exprimirán hasta las heces los denarios públicos, y
les darán largas, en tanto las circunstancias lo
permitan, a las definiciones espinosas y
controvertibles, propendiendo a soluciones de
transacción, las que menos perjudiquen a unos y otros.
Moraleja: hay quienes se insultan en las avenidas y se
reconcilian en las callejuelas. En cuanto ataña a la
voluntad, o sea al terreno subjetivo, los
imperialistas y sus espoliques preferirán un mal
arreglo que un buen pleito; falta ver qué opina la
otra premisa, la objetiva, al fin y al cabo la
variable decisoria.
Ahora
toquemos el segundo aspecto. ¿Qué se pidió en
Cartagena? Extractemos del texto del acuerdo las
solicitudes de mayor enjundia cursadas a los
mandamases de Occidente. Antes que nada se machaca en
"la redacción de las tasas de interés", y "sin
perjuicio de los objetivos antiinflacionarios". Dos
metas contradictorias que aguardan por la reanimación
de la economía mundial y más específicamente por el
acortamiento del abultado déficit fiscal de los
Estados Unidos. Aun cuando se haya insistido en que
1984 marca el arranque de la tan anhelada
convalecencia del sistema, no se oculta que ésta
demoró, o viene demorándose más que la de 1976-77, y
que son en particular muy inquietantes los
coeficientes de Europa, cuyos países han llevado la
peor parte y en los cuales la reconversión industrial
demanda sumas gigantescas y sacrificios sociales sin
cuento. Pero incluso asintiendo que la reactivación
sea una realidad tangible y no un espejismo del
desierto, cabría todavía preguntarse si durará lo
suficiente, o se circunfiere a una mejoría pasajera,
premonitoria de un letargo más profundo y traumático.
Algo parecido acontece con el embrollo presupuestario
estadinense; su saldo adverso amaga romper la barrera
de los US$ 200.000 millones, enfriando el alma hasta
de los pocos optimistas que presagian un efectivo
saneamiento durante el período constitucional a
iniciarse en 1985, Esperar a que los zascandiles de
Wall Street o de la Oficina Oval reciten el
"¡levántate y anda!" ante la desfalleciente
producción, a fin de que se satisfagan las peticiones
de quienes, además de haber protestado sus pagarés,
aspiran a franquicias que se contraponen a elementales
preceptos económicos, es pecar de ingenuos o pasarse
de astutos. O cual dirían los colombianos, hacer
belisarismo.
Nuestro
peripatético gobernante todavía cree, por lo menos de
dientes afuera, que las ratas del ingreso capitalista,
el costo del crédito bancario, los índices de
desempleo y de concentración de la propiedad deberían
regularse por las eternas reglas de la equidad y de la
ética. Con catequesis de moral, o mejor, de afectada
moral, ha querido poner coto a los descarríos de una
sociedad guiada por el Norte de la máxima ganancia.
Como había jurado en vano torcerles el pescuezo a los
réditos usurarios, una noche salió por las pantallas
de la televisión a aleccionar en lenguaje pastoral a
su grey acerca de los torvos y recónditos alicientes
tras los que actúa la banca, y debido a los cuales no
ha sido factible la disminución de los intereses.
"¿Por qué cada día los suben más?", interpeló al
auditorio nacional; y al rompe respondió: "por
egoísmo". Renovando a renglón seguido el ultimátum de
que "eso se va a terminar".9
Unicamente
a causa del intensivo tratamiento de cretinización a
que se ha sometido al país, tales delirios de orante u
orate podrán ser tomados en serio. Sin embargo, el
legajo firmado en la Costa Atlántica por los ministros
de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia,
Ecuador, México, Perú, República Dominicana, Uruguay y
Venezuela, recoge el "aporte fundamental" de la
palabra iluminada del presidente Betancur, no
refiriéndose desde luego al pasaje televisivo, pero sí
al convencimiento vertido en su alocución inaugural de
que todas aquellas injusticias y abominaciones que
aquejan a la especie, se curan con contrición de
corazón y propósitos de enmienda. Con que los
imperialistas se resignaran a embolsarse menos en aras
de sostener las cotas de enriquecimiento de las
oligarquías antinacionales -el tan trillado
reordenamiento mundial-, la tempestad amainaría y el
sol volvería a sonreírnos por igual a ricos y a
pobres. Las peticiones bailan todas alrededor de tal
consideración; a ello se reducen las contribuciones en
el análisis económico.
A las
potencias se les recomienda, o suplica, "el acceso a
sus mercados de las exportaciones de los países en
desarrollo", "condiciones que permitan la reanudación
de corrientes de financiamiento", "alivio continuado y
significativo de la carga del servicio de la deuda",
"reducción al mínimo de los márgenes de intermediación
y otros gastos", "eliminación de las comisiones",
"abolición de los intereses de mora", supresión de la
"exigencia" de transferir al sector público, en forma
indiscriminada e involuntaria, el riesgo comercial del
sector privado", terminación de las "rigideces
regulatorias de algunos centros financieros
internacionales", "nuevos financiamientos",
"reconocimiento de la calidad especial que tienen los
países soberanos como deudores de la comunidad
financiera internacional", "reactivación de las
corrientes crediticias hacia los países deudores",
"asignación de un volumen mayorWe' recursos",
'fortalecimiento de la capacidad crediticia de los
organismos financieros internacionales", "nueva
asignación de Derechos Especiales de Giro", etc.
Si se
exceptúa el acápite atinente a un trato benigno para
las exportaciones, la interminable retahila de
plegarias se condensa en la consigna de: ¡Dinero,
dinero y más dinero! Que no se interrumpa su flujo,
que mane a borbotones y sin recargos de ninguna
índole. Y si es regalado, ¡excelente! Que los
gobiernos latinoamericanos no tengan que responder por
los débitos externos de sus burgueses, aunque se
reserven el tan practicado derecho de enjugar las
bancarrotas de éstos. Que el FMI, el BIRF y la Reserva
Federal norteamericana tomen las medidas del caso para
desinflar el valor de los créditos internacionales,
así los países prestatarios no logren ni les importe
constreñir los sobrecostos de los que facilitan
internamente. Que Reagan haga lo que ellos no hacen:
cauterizar el déficit, precautelar la inflación y
descongestionar el mercado financiero. Pero el
accidental inquilino de la Casa Blanca puede tanto
como Prometeo en el peñón del Cáucaso. Pese a que los
apologistas del imperialismo, matriculados en diversas
escuelas y subescuelas, debatan y achaquen los
atoramientos en el comercio, la industria y las
finanzas mundiales al descuido o a la negativa de
adoptar tal o cual política por parte de los
conductores de la superpotencia, los cimbronazos de la
crisis se sienten a menudo más fuertemente en las
latitudes septentrionales de Washington, y dan allá
menos lugar a los virajes bruscos que en una pequeña
nación, supongamos la República de Chile.
A
Augusto Pinochet, no obstante deber US$ 19.000
millones, de pronto un empujón de 400 ó 600 millones
más lo saque momentáneamente de penurias, y apenas
lógico que el general esté dispuesto a intentar
cualquier timonazo y a profesar cualquier tesis con
tal de complacer a sus financistas y de que éstos lo
complazcan a él. Mas a la administración
norteamericana, que vela por Occidente, por el sistema
monetario internacional y por el general Pinochet,
ningún Grupo de Consulta o profesor universitario lo
resguardará de sus cuatro jinetes del apocalipsis: los
exorbitantes gastos de la defensa, ante las asechanzas
del expansionismo soviético; el hostigamiento
económico de las potencias aliadas; la explosiva
penuria de sus zonas de influencia, y el veloz
debilitamiento de sus fondos federales. Mientras no
concluya la recesión todas estas acucias tenderán a
agigantarse con su deplorable cola de coartaciones al
comercio, y junto a ellas, los correspondientes
obstáculos a la compra, de las contadas mercaderías
procedentes del Tercer Mundo. Así que los implorados
incentivos para las exportaciones latinoamericanas muy
tangencialmente serán satisfechos.
La
encerrona habrá llegado a tal extremo, que el
candidato demócrata, Walter Mondale, sin reflexionar
mucho en cuánto afectarán su campana sus escuetas
alegaciones, retó osadamente a la contraparte:
"Digamos la verdad... Reagan aumentará los impuestos,
y yo también."10 Aunque el ex actor no recogió el
guante y se mantuvo por lo menos, verbalmente en la
posición de proseguir con los amortiguamientos
tributarios con que se privilegia a los trusts, y con
las talas a la asistencia social con que se golpea al
pueblo, el Tesoro de la poderosa nación sufre el peor
quebranto de su meteórica carrera. El debate hará
manifiestos los fiascos económicos de la última
gestión de los republicanos. Ignoramos en qué grado
incidirá sobre las expectativas reeleccionistas;
empero, no nos cabe duda de que, sea cual fuere el
resultado de los comicios de noviembre, la
controversia, además de definir el sino de una
facción, acabará sepultando casi media centuria de
elucubraciones académicas sobre la anulación de la
crisis capitalista mediante el incremento del empleo y
del consumo a cargo de las múltiples irrigaciones del
erario.
El crac
de 1929 les había mudado el pellejo a las nociones
teóricas de los economistas burgueses. Antes de la
fatídica calenda sus connotados pontífices se
empecinaban en disimular los fenómenos de
superproducción y de paro dentro del capitalismo,
aferrándose con fe púnica a las anacrónicas conjeturas
de que el mercado nivelaba la una e impedía el otro; y
volteándole cerrilmente la espalda a más de un siglo
de palmarias refutaciones, incluida la remembranza que
Engels inserta en su prólogo de El Capital acerca de
los ciclos decenales desde 1825 hasta 1867. Ni el
pánico financiero de 1907, causante del despeño de
trece bancos neoyorkinos y de otras compañías
ferroviarias más; ni los años críticos de 1914 a 1916
que terminaron inmiscuyendo a Norteamérica en la
primera conflagración mundial y entronizando allí
definitivamente el capitalismo monopolista de Estado;
ni el corto pero nocivo receso de 1920-1921; ni
siquiera el estruendoso derrumbe de la Nueva Era en
las postrimerías de la década de los veintes,
convencieron a los rectores de la economía estadinense
de abandonar los rígidos criterios, plantados en el
"espíritu nacional" yanqui, de que una administración
admirable era aquella cuya injerencia brillara por lo
discreta y austera. 0 como lo proponía el lema
electoral del malhadado presidente Warren G. Harding:
"Menos intervención del gobierno en los negocios y más
intervención de los negocios en el gobierno."11 O como
lo preconizara Franklin D. Roosevelt en medio de la
hecatombe de los treintas, meses antes de asumir la
presidencia y a manera de crítica a los desequilibrios
presupuestales que Herbert Hoover no acertaba a
recomponer: "Tengamos la valentía de dejar de pedir
préstamos para hacer frente a los continuos déficit.
Basta de déficit."12 De pronto el brujuleo cambió
abruptamente. No sólo se reconocieron las turbaciones
cíclicas, sino que se proclamó una forma infalible de
neutralizarlas. El nuevo e improvisado esquema
doctrinario se distinguiría por sus ínfulas. Sin
conmiseraciones botó a la basura los amarillentos e
inservibles tratados y propagose a toda prisa por el
orbe, cautivando a catedráticos y estadistas, quienes
ipso facto retocaron sus axiomas y políticas para
ponerlos a tono con la moda. Sobra referir que también
la intelectualidad simiesca de la neocolonizada
Colombia gesticuló a la par con sus preceptores
extranjeros.
De aquí
en adelante el Estado, cual supremo regulador, habrá
de interferir con el objeto de acrecentar la demanda y
promover las inversiones, sin pararse en pelillos o
reparar en faltantes y descubiertos. El fundamento de
toda esta "revolución" se halla en que, ante los
incesantes progresos de la producción que se traducen
en una merma relativa del trabajo explotado y del
promedio de las utilidades, el imperialismo se había
decidido a apelar abiertamente a los instrumentos y
beneficios públicos para reponer las declinaciones de
la rentabilidad, ya fuese a través de la moderación de
los gravámenes, las adiciones al gasto oficial, el
endeudamiento estatal, las emisiones monetarias, la
devaluación, o por los procedimientos directos de los
subsidios y los rescates para las empresas entradas en
barrena. A tamaña defraudación de la confianza
ciudadana en pro de los dueños y señores de las tres
cuartas partes del globo, se la invistió de la
dignidad de una ciencia, y como a su héroe epónimo se
nombró al señor Keynes, el hombrecillo de Cambridge,
al que "la lucha de clases lo encontró siempre del
lado de la burguesía culta", y quien fuera en Bretton
Woods coartífice del realinderamiento económico
refrendado con las bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki. Si en los convulsos períodos anteriores se
consideraba conceptualmente prioritario mantener
incólume el soporte estatal, última garantía de la
sociedad explotadora, después de la Gran Depresión, lo
primero que habría que hacer era desangrarlo, y sin
contemplaciones, con tal de contener la crisis. Pero
los presupuestos deficitarios estadinenses que
comenzaron bajo Kennedy como estrategia consolidativa,
al cabo de veinte años de prescripción de mercados y
de extravío de posesiones neocoloniales, amén de las
otras calamidades sucintamente narradas atrás, se han
tornado con Reagan en una pesadilla que en lugar de
coadyuvar al restablecimiento se constituye en uno de
los mayores inconvenientes. La burguesía autónoma de
Europa, Japón y Canadá, así como los testaferros del
Tercer Mundo, ya han constatado empíricamente que este
falseamiento de las apropiaciones y destinaciones
presupuestarias, cuando lo ejecuta el proveedor de la
divisa mundial, en el presente caso Estados Unidos con
su patrón dólar, es un sutil y engañoso mecanismo para
soliviar los decaídos dividendos de Norteamérica, a
expensas del despojamiento y del naufragio de sus
rivales comerciales.
Hay que
pertenecer a la cofradía de Fedesarrollo, los masters
del keynesianismo criollo, para pensar con el disco
rayado de que el país urge aún de emitir y prestar más
para rehabilitarse, cuando hasta los parlamentarios
intuyen que semejantes expedientes tocan a su fin. U
ostentar la banda presidencial en el pecho para
insistirle a Washington que, de una parte, subvencione
la deuda latinoamericana y suelte los dólares, y de la
otra, controle el déficit y reduzca el prime rate o
interés preferencial. El interponer unificadamente los
buenos oficios de las investiduras ministeriales para
forzar mayores anticipos, los cuales requieren de
cualquier modo ser autorizados y avalados por la
Tesorería del imperio, denota la ciega inclinación de
unas clases parasitarias y fletadas a las que no se
les ocurre ninguna línea estratégica distinta a la
rauda e irreflexible enajenación de las
seudorrepúblicas puestas bajo su custodia; haciéndoles
no sólo el esguince a los candentes problemas sino
recrudeciéndolos con su comportamiento. A los
quebrantos materiales de la burguesía los sigue la
ruina ideológica de sus teóricos. El memorando de
Cartagena refleja esta histriónica verdad al proponer
como cura de los males que agobian al Hemisferio las
causas que los originan.
Aunque
surgidos de la libre concurrencia y cual negación de
ésta, lo cierto es que los monopolios no consiguen
obviarla del todo; entre ellos las contiendas,
enmascaradas tras los pendones nacionales de las
grandes potencias, abarcan los cinco continentes,
tienden hacia la hegemonía universal y, hacen de las
ciento y pico de naciones subyugadas el trofeo
predilecto de los vencedores. El imperialismo, antes
que extirpar las crisis capitalistas, las vuelve más
extensas, profundas y cataclísmicas. Lo aseveran las
dos confrontaciones bélicas mundiales que redujeron a
escombros y cenizas muchos de los medios de producción
sobrantes, e inmolaron en los campos de batalla a
decenas de millones de desempleados embutidos en sus
trajes de fatiga. La ulterior reconstrucción, la
iniciada en 1945, junto con el advenimiento del
moderno modelo de vasallaje nacional, de apariencia
democrática y rostro bonachón pero de más jugosas
retribuciones que el burdo y repudiado colonialismo de
viejo corte, permitieron temporadas de acompasado y
hasta cierto punto de tranquilo esplendor,
singularmente en los Estados Unidos, a cuyo firme
liderazgo sólo empañaban escollos superables y
llevaderas fricciones. Mas a estas alturas del
proceso, descartada la efectividad de las soluciones
transaccionales, el imperialismo se ve abocado, para
vivir, a otro masivo aniquilamiento de la riqueza por
él engendrada. No obstante, la destrucción de bienes y
hombres será a una escala infinitamente superior a las
precedentes, puesto que con la plétora de las armas
nucleares la vigencia histórica de la guerra
convencional ha concluido, y con ella, las
limitaciones de la devastación; Norteamérica, al
contrario de 1914 y 1939, no podrá eximir su
territorio y habrá de arrostrar directamente y desde
el primer instante los riesgos del holocausto, y el
conflicto, que enfrentará a Occidente con la Santa
Rusia rediviva, inevitablemente repercutirá en la
conciencia de los pueblos del mundo, tanto de las
naciones oprimidas como de las opresoras, que querrán
sacudirse de una vez y para siempre los yugos de la
usura, la crisis y la guerra. Tales las perspectivas
finiseculares del modo capitalista de producción.
Y para
evacuar nuestro examen, una plumada respecto a qué se
comprometieron los lugartenientes políticos de las
oligarquías latinoamericanas. Precavidamente
"reiteraron que la conducción de las negociaciones en
materia de deuda externa es responsabilidad de cada
país". Esta declaración, pese a que la complementaron
o adobaron con la sugerencia de estatuir unos
"lineamientos generales" que "sirvan de marco de
referencia" a las impugnaciones "individuales" de los
Estados prestatarios, se redactó con el deliberado
propósito de desprevenir al Grupo de los 7 Grandes,
que ya desde la cumbre de Williamsburg, en mayo de
1983, tomó nota del clamoreo del Sur e hizo votos, por
lo menos en el papel, de moderar los déficit fiscales,
sofocar la inflación y encinturar los intereses, y que
en la capital británica, en junio del corriente año,
exteriorizó de diversas maneras su enojo por la
eventual conformación de lo que se viene denominando
el "club de los deudores"13 No habrá pues, según
Cartagena, las conversaciones colectivas rechazadas
por Londres. Los gobiernos en bancarrota, que son sin
salvedad los tributarios de los emporios industriales,
rehusaron voluntariamente arremeter con la fundación
formal de un bloque de mendicantes. Continuarán
buscando uno a uno y por separado, de acuerdo con el
monto de sus compromisos y capacidades, las
correspondientes prórrogas y mitigaciones para los
inmódicos pasivos. Zanjándose así, y aun cuando fuere
temporalmente, un lío que amagaba con complicarlo
todo.
Asimismo,
prometieron pagar con puntual exactitud, despejando
otra incógnita que traía en ascuas a la comunidad
financiera internacional, cuyas entradas, y hasta su
propia permanencia, cual se indicó arriba, penden de
la seriedad y, lógicamente, de la holgura de sus
clientes de América Latina. Por aquella fecha los
medios informativos alarmaban a los lectores con los
cálculos sobre los estragos que, en miles de millones
de dólares y en cientos de miles de empleos, les
reportaría a los Estados Unidos una reprobación
oficial de los débitos de Brasil, Argentina o México.
Se hacía inminente una aquietadora mención al
respecto, y por eso los ministros suscribieron "la
decisión ampliamente demostrada por sus países de
cumplir con los compromisos derivados de su
endeudamiento externo y la determinación de proseguir
con los esfuerzos de reordenamiento monetario, fiscal
y cambiario de sus economías". Promesas éstas que
buscan subsanar las discordias surgidas en las
relaciones inveteradamente afables entre el
imperialismo y los regímenes fantoches y que con
certeza serán de muy accidentada realización; sin
embargo, tal y como han sido proferidas dentro de las
solemnidades de una misiva de esa índole, y dado el
atolladero de remitentes y destinatarios, no pueden
menos que copar las satisfacciones de los jerarcas del
Norte. Ante las inobservancias e irregularidades
registradas un juramento escrito no significa nada,
pero sería peor no tenerlo. El dilema aquí no consiste
en averiguar si los signatarios le harán honor o no a
la palabra empeñada, máxime cuando la tierra tiembla
incluso bajo los tronos menos accesibles y nadie está
seguro de qué sucederá al día siguiente.
En una
caliginosa mañana de otoño, los peruanos, por ejemplo,
se quedaron súpitos al enterarse de que los
plenipotenciarios de Belaúnde Terry, por un crédito
puente de US$ 300 millones, habían concertado una
carta de intención mediante la cual el gobierno se
obligaba a recortar en varios puntos porcentuales sus
erogaciones, reducir en otros cuantos su déficit,
incrementar los ingresos tributarios en un equivalente
al 2% del Producto Interno Bruto, subir las tarifas
del agua, la energía eléctrica y el transporte,
reajustar los precios del arroz y de los
hidrocarburos, disminuir las partidas de fomento
estatal, nivelar las tasas nominales del interés
bancario con las de la inflación, devaluar el sol en
un 20%, suprimir los subsidios a determinados
artículos de primera necesidad y, por supuesto,
dedicar anualmente a la cancelación de los empréstitos
vencidos el 50% del total de las exportaciones. Y el
premier Sandro Mariátegui, cabeza del gabinete, quien
el 26 y 27 de abril, en distintos diálogos con los
periodistas comentara jubiloso que el convenio, "un
éxito personal del presidente", viabilizaría "la
renegociación de la deuda en el Club de París" y se
sintetizaría en la reactivación económica del Perú "en
un lapso de tres meses a un año", no tuvo el menor
sonrojo de manifestar, menos de una semana después y
ante las objeciones de los empresarios quebrados y de
los sindicalistas enfurecidos, que el gobierno
propugnaría la revisión de los mencionados pactos de
emergencia con el FMI.14 En cosa de horas el tornadizo
parecer de las autoridades peruanas había pasado de la
impúdica euforia a la taimada discreción. Son los
imponderables de la crisis que en Santo Domingo se
patentizaron violentamente con 52 muertos, 140 heridos
y 4.000 detenciones, al conocerse de la firma de los
mismos irritantes acuerdos. Luego no nos referimos en
este capítulo de nuestro análisis a las proyecciones
cuantitativas, a los márgenes reales de aplicación de
los protocolos. Si Williamsburg no tradujo o no pudo
traducir en obras sus ofrecimientos, ¿por qué entonces
Cartagena? No. De lo que se trata es de la soberanía
nacional, de la actitud frente a los infamantes y
perentorios requisitos de las agencias prestamistas
cuyos mensajeros vagan por las covachuelas de la
administración, husmean en las carteras ministeriales,
hurgan en los archivos de los institutos bancarios,
meten la mano en las contabilidades de las empresas
públicas, toman asiento en el Congreso y en los
concejos municipales, en suma, se pasean por la
república como Pedro por su casa. Para la banca
mundial ha resultado inaplazable que los gobiernos
pongan freno al desorden, se disciplinen, no dejen por
desidia o ineficacia escapar un denario. En ello va la
concreción de sus acreencias. Y esto, unido a los
apuros financieros de las marionetas, ha trastrocado a
las naciones latinoamericanas, al principio en forma
lenta e imperceptible y más tarde rápida y
descarnadamente, en simples sucursales de unos,
hiperbóreos pulpos matrices, los tentaculares
consorcios del imperio. Al punto de que ya no gozan de
autonomía ni para fijarle el precio al arroz. Y en
medio de la escalada capitulacionista, los heraldos de
la democracia oligárquica, fuera de disparar unos
cuantos cartuchos de fogueo contra los extorsionadores
foráneos, apenas si atinan a reunirse para esclarecer
en común las incomprensiones surgidas acerca de su
dificultoso acatamiento a las requisitorias del Fondo
Monetario Internacional.
USAS Y
EFECTOS DE LA ÚLTIMA CRISIS*
Septiembre de 1984
En el decurso de su agitada existencia Colombia pocas
veces presenció un período tan convulsionado como el
que actualmente vive. De seguro la frase la hemos
leído por ahí y de pronto algunos de nosotros hasta la
hemos escrito. Su vigencia se mide ante todo en el
hecho de que los voceros de las más disímiles
corrientes la pronuncian, desde luego con matices e
intenciones varios, pero la pronuncian. La audiencia
ya no se limita a la opinión insular de quienes desde
las filas del MOIR, fieles a las enseñanzas y al
espíritu del marxismo, recalcan con tenaz persistencia
sobre la imposibilidad de un progreso valedero bajo
las relaciones neocoloniales y semifeudales imperantes
desde los albores del siglo, o al arraigado
convencimiento, también moirista, de que la
descomposición no se detendrá sin tocar fondo; en la
fecha cualquier testimonio más o menos serio sobre. la
coyuntura histórica parte obligatoriamente de la
apreciación de que el desastre es el signo de la hora.
Podría imaginarse que semejante confirmación de sus
valoraciones constituye motivo suficiente de
complacencia y tranquilidad para el Partido. Empero, y
con el objeto de comprender mejor hasta dónde va el
desconcierto, señalemos que, si evidentemente el país
asiste al triste espectáculo de su disolución, nunca
como en el presente se insistió en la abyecta defensa
de las concepciones y de los dictámenes causantes de
los letales trastornos. Miremos lo uno y lo otro.
LOS CHOQUES ENTRE EL AMO Y SUS COLABORADORES
A medida que se cosechan los fracasos de la
retardataria y antipatriótica gestión de los
habituales usufructuarios del Poder, el pugilato entre
las distintas posiciones de clase, la fundamental
discrepancia de la nación entera con los Estados
Unidos, en suma, las contradicciones que animan la
vida de la sociedad y definen su porvenir, adquieren
visos de virulento antagonismo en cuestión de meses y
hasta de días.
Basta, por ejemplo, que los despachos de Nueva York
traigan la noticia de un aumento de medio punto en el
llamado prime rate, tasa preferencial que sirve de
referencia al interés bancario, para que el entorno
nacional se llene de inmediato con el alboroto de los
dómines de los negocios y de la política. Ante el
último -incremento, reportado el 25 de junio, el
cuarto que durante el año han decidido los financistas
norte americanos y que como se sabe afecta enormemente
la deuda del Tercer Mundo, el risueño señor Pastrana,
con todo y su reputación de ser el consueta de Palacio
y pese a su cultivada parsimonia, anotó sin rodeos:
"No creo que haya acto más grande de cinismo
internacional en un momento en que precisamente en la
cumbre de Londres se había hablado de que facilitarían
las fórmulas para que los países en desarrollo,
especialmente América Latina, pudieran cumplir sus
compromisos."1 A su turno, el presidente, valiéndose
de la infalible ceremonia con que se reconsagra la
descarrilada república al Sagrado Corazón, proclamó
acusatoriamente que los acreedores del Norte están
"enceguecidos en una sórdida expoliación que asfixia
las economías de nuestros pueblos."2
¿"Una sórdida empresa de expoliación"? ¿"El acto más
grande de cinismo internacional"? ¿No son acaso
palabras demasiado duras en boca de los ujieres del
imperio? Aunque se sospeche que en las declaraciones
transcritas, o en las otras muchas proferidas en igual
tono por encumbradas figuras, haya algo de pantomima
belisarista para distraer el descontento,
innegablemente reflejan el disgusto de una oligarquía
que ve disminuidos sus beneficios y amenazada su
estabilidad ante los recargos automáticos e
inconsultos de los compromisos contraídos. Un par de
años atrás ni soñar siquiera que los comisionados de
contratar y de responder por los empréstitos externos
se expresaran en términos tan descomedidos de los
prestamistas. Muy delicada ha de estar la situación,
asuntos de suprema importancia han de hallarse en
juego y serios peligros deben cernirse sobre el viejo
orden, para que las discordias entre patronos y
caporales se agríen en tal forma, y, de remate, se
meneen en público, como si los más esmerados en
preservar la calma fuesen los menos dispuestos a
guardar compostura. De por sí, una cosa es el pedir
prestado y otra muy distinta el pagar el préstamo,
según lo registra la crónica universal de la usura. El
dinero se recibe con risas y se devuelve con llanto. A
Latinoamérica no sólo se le empezaron a vencer los
plazos de cancelación, sino que los vencimientos han
coincidido con el atasco bastante prolongado de la
economía mundial, la consiguiente instauración de
rigurosas medidas proteccionistas por parte de casi
todos los Estados, la escasez y el encarecimiento de
los flujos financieros, amén de las estrecheces
derivadas de las caducas estructuras de los regímenes
de la región. Y si a lo anterior le encimamos los
volúmenes adicionales de crédito que demanda la
cacareada reactivación prometida de consuno por los
gobiernos, completaremos un magnífico cuadro de los
azares por los cuales los deudores de 350.000 millones
de dólares ni quieren ni tienen con qué cumplir sus
obligaciones.Unas exigencias de tamañas magnitudes,
que drenan sin intermisión los magros presupuestos
fiscales y acaparan los dividendos de un sinnúmero de
compañías particulares puestas en pignoración, no
pueden menos que ocasionar daños arrasadores a los
países del Sur del Río Grande; y a sus mandatarios,
por peleles que sean, colocarlos en encrucijadas
insoslayables e insolubles. Con contadas excepciones
éstos han incurrido en moratorias y solicitado
prórrogas de los desembolsos, ventilando ante el Fondo
Monetario Internacional trámites especiales que en
lugar de un infarto fulminante les deparan una agonía
lenta por ahogamiento. Algunos, como el afligido Siles
Suazo, de Bolivia, resolvieron por decreto:
"¡Aplázanse los plazos!".
Carecería por tanto de sentido reducir las quejumbres
de la reacción colombiana a los afanes publicitarios y
demagógicos con que,, desde el primer instante de su
advenimiento, sorprendió a sus electores el prohombre
que ocupa eventualmente el Solio de Bolívar. La
vinculación a los No Alineados, los paseos en Renault
4, el reparto de los formularios para las casas sin
cuota inicial los ataques almibarados a Ronald Reagan,
la amnistía a la guerrilla, las madrugadas a
Corabastos, el nombramiento de artistas en las
legaciones diplomáticas, la cruzada pacifista de
Contadora, los golpes a unos banqueros para recompensa
de otros, las conversaciones en Madrid con el M-19,
los metálicos respaldos a la provincia natal, el pacto
de La Uribe, etc., son episodios de la tramoya aún en
escena y que tanto emocionan a los actores de la
televisión, a los folicularios de la gran prensa y a
los mamertos de la "oposición democrática". Cada uno
de tales desplantes tragicómicos posee la mágica
virtud de restablecer la popularidad del primer
magistrado cuando ésta declina por los nefastos
efectos del ejercicio del mando. En lugar de pan,
circo. La sustitución de Landazábal por Matamoros y un
discurso sobre las preeminencias de la civilidad
curaron como por ensalmo el creciente resquemor
originado en el recrudecimiento de la violencia. Los
críticos que comenzaban a atribuir a la ingenuidad de
Betancur la proliferación de los secuestros y demás
eclosiones delictivas, al otro día ensalzaron su amor
por la Constitución y su "humanitaria" insistencia en
la paz. Los titulares fueron de nuevo: "Tenemos
presidente". Lo mismo aconteció antes y después de la
firma de los acuerdos del gobierno con las Farc. Los
que quieran comprobarlo solo deben tomarse la molestia
de repasar los periódicos de abril, mayo y junio.
Lejos de interpretarlos como una anormalidad inaudita,
nuestro Partido ve en dichos altibajos la expresión
natural de una democracia enfermiza, cuyo rezago
económico provoca la profusión de las capas medias y
su notable incidencia en las bregas del pueblo. Las
ilusiones o frustraciones por los relevos de guardia y
a veces por los simples cambios de ademán de los
dignatarios de turno, los entusiasmos momentáneos y
los intempestivos desalientos no dejarán de ejercer
influencia decisiva en las lides políticas, mientras
el proletariado no alcance a hacer valer su lucha de
clases, en una vasta escala y con todo lo que ella
significa en cuanto a combatir los planes de la
coalición gobernante, salvaguardar la independencia
frente a la burguesía y allanar la senda de la
revolución. La habilidad de los dirigentes de las
colectividades oligárquicas se concreta en saber
pulsar las fibras del pequeño burgués. Antaño era éste
un arte casi que de exclusivo dominio de los
liberales. Luego de la abrumadora victoria del
Movimiento Nacional del 30 de mayo, lo practican
también los conservadores, y en honor a la verdad, han
llegado a superar a sus maestros. En una disertación
en torno a la conveniencia de desenterrar el tema de
la reforma agraria, López Michelsen aceptó ante un
auditorio de ganaderos que ni él mismo hubiese
obtenido el éxito cosechado por la actual
administración en sus tratos con los alzados en armas.
El milagro estaba reservado, según sus cavilaciones, a
un caudillo de la divisa azul, que gozara, por su
filiación, de la ventaja de despertar menos
prevenciones y resistencias dentro de los círculos
pudientes.3 No hay duda de que el artificio de renovar
el repertorio, promover caras distintas, sugerir
variantes ante el desgaste de las fracasadas
entelequias, el poder de crear la expectativa
prometiéndolo todo sin entregar nada, en síntesis, la
capacidad de maniobra, se ha desplazado de uno a otro
socio del hipartidismo constitucional, por lo menos
durante el interregno del "sí se puede".
Sin embargo, los copiosos eventos de los últimos dos
años, en los cuales han desempeñado una función
protagónica, no sólo el portador de la máxima
investidura, sino ciertos miembros del gabinete,
antier insignificantes rapavelas como su jefe, no
responden únicamente a las ansias de vitrina del
Ejecutivo. La ineludible intervención y hasta la
estatización de las entidades bancarias luego del
festín financiero; la urgencia de auxiliar a las
industrias de mayor categoría colocadas al borde del
abismo; los conflictos acarreados por las
crepitaciones del narcotráfico y con los cuales se
liga fatalmente el asesinato del ministro Lara
Bonilla, y ahora la demoníaca alza de los intereses de
la deuda externa que precipita la reprobación
mancomunada de los gobiernos latinoamericanos, han
conformado un panorama tormentoso cuyos truenos y
centellas acaban desarreglando la república y
alterando los patrones de comportamiento de sus
administradores. El Plan de Acción de Quito, la
declaración de los presidentes del 19 de mayo, la
carta enviada a la cumbre de Londres y el Consenso de
Cartagena son memorandos nada ordinarios que, fuera de
exteriorizar la zozobra de las burguesías prestatarias
por sus detrimentos y de, compendiar los pedidos
perentorios de un reordenarniento económico mundial,
revelan hasta dónde han llegado las chispeantes
fricciones entre el imperialismo y sus intermediarios.
Una rareza, de recordarse las aguas menos procelosas
de los finales de la década del cincuenta, en los
inicios del Frente Nacional. Lenguaje y maneras
inusuales para estas latitudes, que fuerzan a los
bandos involucrados en la batalla a emitir sus juicios
y verificar su táctica.
¿Redundarán tales reclamos. y recomendaciones en un
robustecimiento de la irresistible tendencia
emancipadora de la época? ¿Habremos de ofrecerles
nuestro concurso? ¿Facilitan o no la configuración del
frente único antiimperialista? ¿De qué modo sacaremos
beneficio de la situación planteada? Preguntas
realmente inquietantes y a las cuales habremos de
encontrarles la contestación justa. Debemos partir del
hecho de bulto de que el sistema capitalista atraviesa
en el globo entero por una de las peores crisis. Como
todas las suyas, procede de las distorsiones del
engranaje productivo y revienta en las anomalías
monetarias, en la interrupción de los créditos, en la
supresión de los mercados. Lo cual incide asimismo en
el resquebrajamiento de las relaciones entre los
grandes emporios y la periferia exaccionada y sometida
nacionalmente. Con base en estas repercusiones y
viendo cómo el horizonte se iba encapotando,
advertimos a principios de 1983 sobre las inclemencias
que sobrevendrían. "Todas las contradicciones
-señalamos- se ahondarán: la existente entre las
superpotencias, la de los países sojuzgados con las
metrópolis, la de Colombia con el imperialismo
norteamericano, la de los monopolios fordneos con sus
interniediarios vendepatria, la de las diferentes
clases entre sí, la de los trabajadores con sus
explotadores, la del marxismo con el revisionismo."4
LA QUIEBRA ECONÓMICA
A caldear el ambiente convergen los arrumes de libros,
ensayos y comentarios referentes al quebradero de
cabeza en que se ha convertido el endeudamiento
externo; y de los cuales, lógicamente, también forman
parte las cáusticas denuncias de los mandatarios
latinoamericanos, cuyo último grito de dolor se oyó en
las plácidas playas de la Ciudad Heroica. La manzana
de la discordia radica en que el asunto se ha vuelto
inmanejable. Para el cubrimiento de los intereses los
países de la región han de destinar más de un tercio
de sus ingresos por concepto de exportaciones. Y
éstas, en vez de ampliarse, tienden a contraerse, en
volumen y sobre todo en valor, a causa de las medidas
arancelarias y discriminatorias de las naciones
expoliadoras. Nudo gordiano que tampoco se puede
deshacer, ni siquiera con la espada de Alejandro
Magno, debido a la arrebatiña comercial entre las
potencias, acicateada por la depresión. Los deudores
no sólo incumplen sino que han entrado en el círculo
vicioso de prestar para pagar. Todo se ha
experimentado. Hasta la risible ocurrencia de que
México, Brasil, Venezuela y Colombia, exhaustas por
las mismas gravosas responsabilidades, le facilitaran,
de apuro, trescientos millones de dólares a Argentina,
a fin de que la endeble democracia austral cancelara a
tiempo un abono inminente.
Al Fondo Monetario Internacional, nacido en julio de
1944, en Bretton Woods, del acuerdo entre los poderes
vencedores de la Segunda Guerra Mundial y mediante el
cual se estableció un nuevo sistema financiero y
monetario bajo la égida del dólar, le compete velar
porque se observen las reglas y los negocios de los
imperialismos no se salgan de madre. Sin su visto
bueno no obtendrán prórrogas ni créditos de
contingencia quienes precisen un alivio en sus
desequilibrios de balanza. Pero antes han de retraerse
a rigurosos programas de austeridad que comprenden
devaluaciones, encarecimiento de las tarifas de los
servicios públicos, generación de impuestos,
restricciones presupuestarias, eliminación de
subsidios, recortes salariales y otros correctivos, de
irritante y complicada aplicación, que en Santo
Domingo culminaron en coléricos desmanes callejeros
purificados con la sangre del pueblo. El repudio cada
vez más extendido y consciente contra tales medidas ha
llevado incluso a los peritos de Wall Street a
reflexionar sobre la conveniencia de otorgarles a los
problemas económicos un tratamiento político. Por su
lado las masas populares del Continente ya se los
están otorgando. Muestra de ello son las huelgas
generales de la Central Obrera Boliviana encaminadas a
desconocer una a una las estipulaciones del Fondo. En
ese tire y afloje respecto a la necesidad de acoger
los sacrificios con cristiana mansedumbre, la nota
irónica corre por cuenta del gobierno estadinense cuyo
tremendo desajuste fiscal se revierte en un ritmo
creciente de las tasas de interés, con las secuelas
indicadas. Es más, algunos bancos norteamericanos se
han saltado igualmente las recomendaciones,
renegociando, al margen o en contra de ellas,
mecanismos y fórmulas dispares con sus clientes
insolutos, ante el temor de que a éstos se les
arrastre hacia una suspensión unilateral de sus giros,
como lo han contemplado Ecuador y Bolivia.
Desde el decenio de los setentas vienen derruyéndose
así cada uno de los pilotes sobre los que descansa la
plataforma de Bretton Woods, máximo esfuerzo por
regular y tender hacia un sostenido florecimiento de
la civilización capitalista occidental. Sus pautas ya
no determinan el flujo de los capitales y de los
productos, ni permiten un nivel estable de las
ganancias. Sus signatarios más ilustres huyen a
refugiarse en un proteccionismo acérrimo, depositando
mejor su confianza en la seguridad arancelaria que en
la reglamentación de los mercados, y, de distinto
modo, subvencionan los renglones fabriles y agrícolas
menos afortunados. El 15 de agosto de 1971 el mundo se
notifica que ha cesado la convertibilidad del dólar en
oro. La consolidación económica de los aliados, los
mordisqueos sucesivos a su firme superávit, la costosa
agresión a Viet Nam y las alegres emisiones impulsaron
a los Estados Unidos a promulgar aquella peregrina
medida, junto con la congelación por noventa días de
los salarios y los precios, la aminoración de los
egresos federales, la sobrecarga del 10 por ciento a
los gravámenes de aduana y la rebaja de la
autodenominada "ayuda externa" de las respectivas
agencias estatales. Antes de la culminación de aquel
año los "diez grandes" convinieron en Washington la
primera de las, devaluaciones de la divisa
norteamericana en la postguerra. El oro ya no valdría
US$ 35 la onza troy, como se votó ocho lustros atrás
en la Conferencia de las 44 naciones; su coste en las
bolsas internacionales superó hace mucho la barrera de
los US$ 300.
Mas no serían estos los únicos sacudimientos. Los
ideales de unas finanzas sólidas y de unas
consistentes reglas cambiarias acabarían por
desvanecerse ante tres acontecimientos
extraordinarios: la fiebre del petróleo de 1973, cuyo
exagerado encarecimiento produjo la acumulación de
ingentes cantidades de capital flotante que incitaron
al veloz y temerario endeudamiento del Tercer Mundo;
la parálisis de 1974 y 1975, a la sazón la más
profunda y extendida desde el crac del 29, que
envolvió, a sectores vitales de Japón, Europa y
Norteamérica, con la correspondiente contracción del
mercado mundial, y el receso con que se inició el
nuevo decenio, de mayor durabilidad y de más
demoledores efectos que las dos primeras
perturbaciones señaladas, del cual no termina de salir
aún la economía capitalista. Para colmo de males, al
síncope recesivo se yuxtapone ahora el caos
financiero, estimulado constantemente por el
insaciable apetito de la especulación bancaria; una
circunstancia explosiva, cuyo detonante podría ser
activado por cualquier gobierno enloquecido con Sus
débitos. Con que sólo Brasil, México, u otra de las
principales naciones hipotecadas, por razones internas
de presión social y carácter político, o merced a un
tropiezo fortuito en su tambaleante marcha económica,
cosa no del todo descartable a juzgar por las
complejidades de la crisis prevaleciente, tuviera que
romper ese tipo de anticresis que la ata a los bancos
internacionales, el edificio entero se desplomaría. A
raíz de la propalación de especies semejantes, el
Manufacturers Hanover Trust, el cuarto establecimiento
bancario de los Estados Unidos, recientemente, el 24
de mayo, sufrió una caída vertical del 11 por ciento
en el valor de sus acciones. El campanazo de alerta
precisó de estímulos y de la mediación personal del
presidente Ronald Reagan, quien hubo de declarar "sin
fundamento" los insistentes comentarios acerca de las
atribulaciones de la mencionada entidad. Una semana
antes el redimido había sido el Continental Illinois
Bank. Se le arrojó un salvavidas de 6.500 millones de
dólares, de los cuales 4.500 millones provinieron de
una línea de crédito -la más grande a un banco en la
historia de USA- avalada por dieciséis poderosos
consorcios financieros, y el resto, a cargo de la
Reserva Federal.
Dentro de este contexto, sumariamente recogido,
habremos de encajar la baraúnda de la deuda
latinoamericana. Se descarta que los países
entrampados sean capaces, antes del próximo siglo, de
cubrir sus pasivos, emprender el desarrollo y suavizar
las tensiones sociales. Si no progresaron mientras
recibieron los empréstitos, mucho menos a la hora de
restituirlos. El dilema se ha reducido a lo siguiente:
si cancelan, no comen; y si no comen, ¿quién cancela?
Esto en cuanto a los prestatarios. Desde la
perspectiva de los prestamistas surgen preocupaciones
adicionales. Los créditos simbolizan un vehículo
insustituible, tanto para no dejar en reposo capitales
gigantescos que irrogarían pérdidas, como para
garantizarles el tráfico a sus manufacturas y
excedentes agrícolas. De menguarse la acostumbrada y
libre corriente de divisas, en las metrópolis la
producción se resentiría y la rentabilidad se iría a
pique. Pero si a las neocolonias morosas se les
continúa soltando dólares y no se les exige el pleno y
puntual desembolso de sus compromisos vencidos,
estaríamos ante el hundimiento de la Atlántida
financiera. ¿A quiénes rescatar? ¿Primero a los
industriales o a los financistas? ¿A las mercancías o
al dinero? ¿Al producto concreto o a su expresión
abstracta? ¿Y a quiénes condenar? ¿A las metrópolis o
a las neocolonias? ¿A los acreedores o a sus víctimas?
¿No depende la usura de la solvencia del deudor? ¿Pudo
acaso el cuchillo de Shylock cortar las carnes de
Antonio?
He ahí las sinrazones y contrasentidos propios de la
índole del imperialismo. Gérmenes que siempre han
estado latentes, minando su biología, pese y debido a
sus destellos de esplendor, y que sólo en sus recaídas
cíclicas afloran con tal intensidad, como lo estamos
contemplando. Todos esos rudimentos claves urgen
complementarse recíprocamente pero se contraponen. El
crédito aplasta la producción, y al hacerlo, se
sentencia a sí mismo. Y viceversa, ésta necesita de
aquél, mas su ayuda le resulta fatal. Tampoco hay
concordancia entre la actividad agraria y la fabril,
ni entre las diferentes ramas industriales, ni entre
los bienes creados y el consumo. Y cuando la
inconexidad se torna insoportable, el organismo social
padece una muerte chiquita, su anárquico
funcionamiento se abre paso turbulentamente a través
de la crisis.
Algo análogo se presenta en el plano de las relaciones
interestatales. La prosperidad de las potencias
imperialistas en última instancia se erige sobre la
extorsión de las naciones débiles. Lo certifica la
elocuente cifra de 750.000 millones de dólares
adeudados por el Tercer Mundo, sin hablar de la
sustracción de los recursos naturales, el mangoneo de
los mercados, etc. Esta ley, tan cierta y tan
interesadamente ignorada cual lo fuera en su época el
principio heliocéntrico descubierto por Copérnico, se
pone en evidencia en los períodos críticos del
sistema. Los ideólogos y estrategas de la reacción se
devanan los sesos buscando la explicación teórica a
las mortales paradojas e inventando las enmiendas y
los instrumentos idóneos para subsanarlas. Pero entre
más corrigen menos ocultable se hace que tales
contradicciones, en la era del imperialismo, asumen
una impetuosidad y una ampliación inusitadas, y se
compendian en que los monopolios prolongan su vida
negándoles a miles de millones de seres el derecho a
la suya; los prodigiosos adelantos técnicos y
materiales de un puñado de privilegiados requieren de
la progresiva indigencia del resto del planeta.
Para percibirlo, a los colombianos no nos hace falta
mirar la casa del vecino. Nuestra patria, una de las
ciento y pico de naciones subalternas, está, al igual
que sus hermanas de infortunio, lesivamente hipotecada
al extranjero, así Belisario Betancur se ufane porque
debamos menos que los argentinos o los venezolanos.
"Mal de muchos, consuelo de tontos", ha sido
generalmente el parte de victoria de nuestros
mandatarios. Las fuerzas productivas del país no
registran en años avances dignos de señalarse, salvo
uno que otro cuantioso proyecto que, como el de la
Exxon, destinado a explotar el carbón de La Guajira,
responde a las operaciones supercontinentales de los
conglomerados, del imperio. Sus efímeros y esporádicos
lapsos de "bonanza", imputables al potosí de los
narcóticos, o atribuibles a las heladas brasileñas que
por lo regular redundan en un alza de las cotizaciones
del café, jamás se concretan en plantas fabriles de
alguna prominencia, y en el mejor de los casos no
pasan de cierta animación mercantil, particularmente
de artículos importados. Los intentos autóctonos y
autónomos de los pequeños y medianos empresarios por
suplir las carencias del atraso, muy raras veces
terminan siendo compensados con el éxito.
Desde el cuatrienio de Misael Pastrana se insiste en
que el punto de apoyo de la palanca económica reside
en la construcción de vivienda. Este artilugio no solo
elude acometer los aspectos vitales del desarrollo
industrial y agrícola, sino que significa la confesión
del fracaso de la oligarquía rodillona que, en
ausencia de mejores alternativas, tiene que asilarse
en una de las pocas actividades en donde todavía se lo
permite el entrometimiento de los amos foráneos, y, de
añadidura, designarla como el motor del progreso de
Colombia. La publicitada "estrategia de la vivienda"
fue desmentida contundentemente por los avatares de
más de una década, con todo y que los financistas, los
cementeros, los pulpos urbanizadores, es decir, los
principales responsables de dicho sector, han gozado
permanentemente de las benevolencias, de los
respectivos gobiernos, incluido el actual. A manos del
Estado han pasado por completo las riendas de la
economía de la desfalcada república. Actúa de puente y
garante de los empréstitos de las entidades
internacionales de crédito, destinados en una holgada
proporción a atender las obras de infraestructura, por
lo demás indispensables para que los monopolios
venidos del exterior realicen sus inversiones. El
órgano ejecutivo, y en definitiva su cabeza visible,
define cual juez inapelable lo que se ejecuta o no se
ejecuta en el campo de los negocios, al extremo de que
con una sola de sus draconianas providencias puede
sacar a flote a un capitalista quebrado o quebrar a
otro boyante. Y ese rey Midas de nuestros dominios,
paño de lágrimas de todos y cada uno de los estamentos
productivos y que fija por edicto hasta el costo de
las auyamas, no cuenta ni con qué pagarles a sus
maestros. En efecto, el aparato gubernamental,
administrador por antonomasia de la riqueza pública,
el ente jurídico encargado, a título constitucional,
de diseñar los "programas de desarrollo" y de velar
por el "bienestar comunitario", fuera de ser un
apéndice de intereses extraterritoriales, se ha
constituido, por sus quebrantos, sus torpezas y sus
venalidades, en la primera causa del desorden
imperante y en un obstáculo mayúsculo para la
prosperidad de la nación.
El rosario de afecciones se y diagnosticó mucho antes
de la despedida del mandato de Turbay Ayala. La
reelección de López no logró cuajar, entre otros
motivos, porque para entonces el oleaje de la última
depresión mundial ya había retumbado en nuestras
frágiles riberas. Y los sufragantes, en lugar de ver
en el expresidente el bálsamo para las dolencias del
país, lo tomaron como el chivo expiatorio de las
mismas. Mientras tanto el genio gestor del "cambio con
equidad" infundía la creencia de que las seculares
penurias y los desfases repentinos debían achacarse,
no a las amarras neocolonialistas ni mucho menos a la
propiedad monopólica de la tierra y de los demás
medios y recursos fundamentales, sino a los
"chamboneos" de los funcionarios, que él corregiría,
si se le daba la oportunidad de hacerlo desde el
palacio de Nariño. Pues bien, lleva dos años
corrigiendo. No se le desconoce que ha pasado sus
trabajos, especialmente en los talleres de impresión
del Banco de la República. Hemos asistido a un
abigarrado cartel de cabriolas y piruetas, con
requisición de bancos, reformas tributarias, dos o más
adaptaciones al canon de arrendamientos, cortapisas
aduaneras, tres o cuatro enmendaduras a la Upac,
subvenciones a granel para los magnates en
dificultades y hasta contenciosas licitaciones
públicas. Sin embargo, una investigación menos
circunstancial indicará que los desvelos del
belisarismo han girado en torno a un espinoso asunto:
cómo acrecer el erario con el objeto de enfrentar los
percances de la crisis. De otro lado, saldrá a relucir
que los dos partidos tradicionales, por encima de sus
ruidosas escaramuzas, cierran filas tan pronto entra
en peligro el lucro de clase, olvidándose de sus
desemejanzas doctrinarias sobre el modo de gobernar.
El abandono del propósito de suprimir los alcances del
fisco saliéndole al paso a la evasión mediante el
perfeccionamiento de los controles administrativos,
sin necesidad de implantar nuevos impuestos, tal vez
ha sido la mofa más inicua del Movimiento Nacional a
su electorado. Fena1co, la federación de los
comerciantes, exteriorizando su enojo por la
instauración del IVA, elaboró en febrero una "canasta"
de 19 gravámenes sobre los cuales se decretaron
incrementos que oscilan entre el 30 y el 500 por
ciento, demostrativa del desespero fiscalista que
embarga al Ejecutivo. Haciendo salvedad de los alivios
para las sociedades anónimas y la gran propiedad
terrateniente, y de las franquicias para la inversión
extranjera, prácticamente se elevaron todos los
tributos, de preferencia los indirectos, comprendidos
cigarrillos y licores, avisos y tableros, circulación
y tránsito, industria y comercio, gasolina y
automotores, predial y arancelario. Los alcabaleros
agotaron su ingenio sacándole el jugo a cada item; y
agotaron también la tolerancia exprimible del pueblo.
Lo inverosímil del relato estriba en que a la postre
las carencias que se quisieron taponar, en cambio de
angostarse, se ensancharon. No valió la cascada
impositiva, ni mantener la progresión ascendente de
las tarifas de los servicios públicos, ni acentuarle
la cadencia a la devaluación, otra exacción más,
enderezada a contrarrestar el saldo en rojo; a la otra
orilla de la charca, a técnicos y expertos del
Ministerio de Hacienda los esperaban, con las fauces
abiertas, los mismos apremios presupuestarios que
tanto perjudican y encolerizan a los contratistas del
Estado, que soliviantan a los empleados, públicos y a
los trabajadores oficiales y que amenazan seriamente a
la totalidad del rodaje económico.
Ahí es cuando las clases dominantes, apoyándose en sus
dos muletas políticas, el liberalismo y el
conservatismo, se deciden a echar por la calle del
medio y resolver el acertijo merced al único
procedimiento que les queda: la emisión. La emisión a
través de los cupos ordinarios y extraordinarios del
Banco de la República, de la colocación de los Títulos
de Ahorro Nacional (TAN), o deuda interna, y de los
empréstitos externos. Modalidades distintas, pero, al
fin y al cabo, emisión; el exclusivo y verdadero
aporte del grandilocuente hijo de Amagá al
desenvolvimiento económico del país, efectuado en una
coyuntura en la cual la sociedad oligárquica no sólo
se declara inepta para financiar a su Estado, sino que
éste ha de sostenerla pecuniariamente. Huelga decir
que el engendro espoleará las deformidades. No
obstante, a la burguesía entera, sin distingos de
bando, le suena ajustado a la más pura hermenéutica
que su presidente imprima billetes de lo lindo, con
tal de cubrir los desfalcos de los agiotistas,
auxiliar a los dueños del Banco de Bogotá, evitar el
cierre de Fabricato, apuntalar el Idema y sus precios
de sustentación, "democratizar" los monopolios,
solventar el Inscredial. A este tácito avenimiento han
llegado los más reputados portaestandartes de la
reacción, dentro del espíritu del artículo 120 de la
Carta, que estatuye la responsabilidad compartida
liberal-conservadora en el manejo de la república, y
atizados por las conmociones de un tramo en el que los
lamentos cunden por doquier y la desesperanza se
propaga con la velocidad de una epidemia. Y quizás sea
también un entendimiento excepcional y hasta
aleatorio, porque muchos de quienes en 1982 pusieron
su alma en el ritmo de la administración recién
inaugurada ahora predicen terribles desenlaces si no
se adoptan de urgencia éstos o aquellos correctivos.
No hay más que escuchar a los gremios de la industria,
el comercio, la construcción, la agricultura y hasta
de la cima privilegiada de las finanzas, que sólo
comentan de "parálisis", "caos", "crisis",
"catástrofe", y no atinan a explicarse un eclipse tan
pronunciado y largo.
Las cuentas nacionales arrojan datos ciertamente
escalofriantes. En lo transcurrido del decenio la
superficie de los cultivos ha descendido en 500.000
hectáreas y la dependencia del exterior en materia de
alimentos se acerca al millón y medio de toneladas
anuales. Las fábricas de importancia que han concluido
en bancarrota, agregadas a las que se encuentran en
concordato preventivo, más las que operan muy por
debajo de su capacidad instalada o simplemente
reportan pérdidas balance tras balance, suman ya
varios centenares. La descompensación entre las
exportaciones y las importaciones viene ocasionando un
remanente negativo en la balanza comercial del país,
que las autoridades últimamente ubicaron en 1.500
millones de dólares, luego de imponer rigurosas
medidas restrictivas, muchas de las cuales han
recibido el rechazo de la burguesía empresarial y
mercantil. Los niveles elevados de desempleo, que en
las naciones sojuzgadas, a distinción de lo que ocurre
en las metrópolis, configuran un mal crónico y no
típico de las épocas recesivas, en Colombia, hoy por
hoy, asustan incluso a comentaristas de librea y
áulicos de oficio. Para las cuatro principales
ciudades el paro forzoso se estima ya en 13.5 por
ciento. Sin embargo, los muestreos del Dane resultan
menos estrictos y menos impresionantes que el drama en
vivo. Porciones considerables de hambrientos no
aparecen por lo común contabilizados entre los
cesantes, así no sean más que eso, en razón a que
tales muchedumbres de parias absolutos, sin destino ni
protección social alguna, se refugian, muy de vez en
cuando y para no lanzarse al Salto, en quehaceres
marginales o faenas improductivas. La deuda externa
ronda los US$ 11.000 millones y demanda cada año
abonos por US $1.700 millones, de los cuales más del
60% en sólo intereses. Raudales respetables si se
aprecia la merma vertical de las divisas, debida
asimismo al deterioro acelerado del conjunto de la
economía colombiana y en particular de sus ventas en
las lonjas internacionales. En lo concerniente al
déficit fiscal de 1984, que se le encima al de 1983,
de ingrata recordación, ni las dependencia!
especializadas coinciden en precisar su monto; si en
90, 135 o quizá -250.000 millones de pesos. Mas hay
coincidencia en varias cosas: que el descubierto rompe
todas las marcas anteriores, crece descomunalmente y
no se vislumbra otro remedio que el del fraude
monetario para sufragarlo.
Entre las ejecutorias reivindicadas por el régimen
descuella el repliegue de la inflación a un arribae
inferior al 15 por ciento y que el ministro de
Hacienda saliente cotejaba orgulloso con las congojas
de las naciones latinoamericanas donde la carestía aún
mantiene índices de tres dígitos. Aquí cabe también
una observación imprescindible. Para nadie constituye
un secreto que la caída de los precios tipifica los
intervalos depresivos del capitalismo. Indicábamos
arriba que la anarquía en la producción, propia de
este sistema, lleva, de tiempo en tiempo, a que
terminen entrabándose unas a otras las diversas ramas
industriales, además del choque entre un continuo
aumento de los géneros elaborados y un consumo cada
vez más reducido, fruto de la depauperación incesante
de las masas populares. Su cometido, a diferencia de
las sociedades anteriores, se compendia en la
obtención de un progreso constante; pero como, a
semejanza de aquéllas, lo sigue realizando por
intermedio de la apropiación privada, la tendencia
hacia la alta especialización y división del trabajo,
que supone una exigente proporcionalidad de las
múltiples áreas y derivaciones industriales, confluye,
al contrario, en una menor armonía o acoplamiento
entre ellas. La permanente tecnificación y el acervo
de la riqueza desembocan sin escapatoria en severas
obstrucciones, hasta cuando las quiebras en cadena
reparan los desajustes entre las múltiples y distintas
empresas y dan arranque a una fase de recuperación que
a su turno gestará el siguiente colapso, repitiéndose
el proceso indefinidamente. Durante la depresión todos
quieren vender pero muy pocos compran; entonces las
mercancías, englobada la fuerza de trabajo, se
abaratan en la búsqueda afanosa de una salida que no
siempre logran. El trágico desenvolvimiento conduce
desde luego al naufragio a muchos potentados, y a los
asalariados los sume en una postración centuplicada.
Con todo, a la larga el fenómeno lo aprovechan los
capitalistas más poderosos para sacar de la liza a sus
competidores y reacomodar el margen de ganancia,
restringido por el fortalecimiento de la capacidad
productiva, o sea por la mengua del factor laboral
respecto a la mejora y ampliación de las maquinarias y
materias primas gastadas. En otras palabras, el
capitalismo sale de sus traumas periódicos blandiendo
sus armas predilectas: la concentración económica y la
degradación del proletariado. Lo que pierda por la
menor cantidad relativa de trabajo puesto en
movimiento procurará compensarlo con una mayor
intensidad en la explotación del mismo. De ahí que la
burguesía estadinense haya arrancado, a principios de
los años ochentas, en el peor y más sostenido declive
de su industria desde la posguerra, un descuento
sustancial en la remuneración de los obreros.
En fin, a Colombia la lesiona directamente la crisis
de Occidente en cuyo ámbito gravita; salvo que en
nuestro medio los aniquiladores efectos de aquélla se
manifiestan con redoblada furia, gracias a la
supervivencia de formas atrasadas de producción y
preferencialmente al desvalijamiento de los monopolios
imperialistas, causas ambas, ya ancestrales, del
raquítico desarrollo del país y de su espantosa
pobreza. A las cargas heredadas del pasado se nos
añaden los fardos transferidos por los depredadores
extranjeros. Sobre las gentes tradicionalmente
confinadas a las ruinosas labores artesanales, sobre
los venteros ambulantes que por cientos de miles
pululan en las vías de los cascos urbanos, sobre el
éxodo de los campesinos desprovistos de sus parcelas,
sobre los tugurios, se abate la concurrencia de los
declarados insubsistentes tras las extinciones
parciales o completas de las pequeñas, medianas y
grandes factorías. A los colombianos nos corroen las
plagas del apogeo del capitalismo sin haber superado
las escaseces que implica la insuficiencia de éste. No
construimos nuestros telares y ya soportamos el agio y
la usura de una complejísima organización bancaria,
los desafueros de un Estado oligárquico altamente
intervencionista, el perjuicio de las mínimas
fluctuaciones del comercio mundial y, a las claras,
las desastrosas consecuencias del crac. No debiera por
ende maravillar la declinación de la curva
inflacionaria que la cúpula burocrática ostenta cual
una proeza nunca vista y jamás bien ponderada; lo
incongruente está en que en medio del cielo
contraccionista el costo de la vida no aminore en
realidad y puje hacia arriba, con menor impulso sí,
pero de todas maneras con sesgo ascendente. Los
ricachos no se entusiasman con el pírrico triunfo
divulgado a tambor batiente por los hacendistas del
gabinete, pues palpan la inmovilidad, le toman a
diario el languideciente pulso a las transacciones y
se percatan de cómo sus mercancías, sus apartamentos,
sus tierras, no circulan o lo hacen muy lentamente,
así reduzcan los importes. Muchos de ellos coinciden
en echarle la culpa a la atrofia de la demanda, aunque
al tiempo promuevan o patrocinen los despidos masivos
y el menoscabo de los salarios. Otra muestra de los
inefables enredos del sistema. Como hay ausencia de
compradores los capitalistas se las arreglan para
expulsar de la plaza a los que queden. Cuando los
almacenes se repletan, se envilecen a la vez las
cotizaciones y los negocios cierran; con los cierres,
el envilecimiento y el almacenaje de los productos
empeoran. A la depreciación de las mercancías
corresponde una valorización proporcional del dinero,
que induce a todo el mundo a pugnar por deshacerse de
los objetos que nadie solicita y que difícilmente se
truecan en efectivo, a querer aprisionar la moneda
contante y sonante, a desear poseer, no valores de uso
inutilizados, sino el valor de cambio y el medio de
pago por -excelencia, con el cual tener acceso a los
vericuetos del mercado y medrar en las pocas
oportunidades que éste brinde.. Naturalmente los
intereses se trepan, el financiamiento escasea y las
inversiones disminuyen, hasta tanto el péndulo no
retorne al punto en el que vuelva a ser atractivo
soltar el circulante y prender los hornos apagados. En
Colombia nos tropezamos sin embargo con el insólito
caso de que en medio de la más cruda parálisis lo que
predomina es el desmoronamiento del peso, en virtud de
las anomalías fiscales, el febril dinamismo de los
impresores de la banca central, la devaluación
galopante y las tasas crecientes de los préstamos
internacionales, revirtiéndose en un
sobreencarecimiento artificial del crédito, Elementos
que, tras de influirse mutuamente, deprimen aún más la
economía y alejan las probabilidades de recuperación.
Claro está que los desgreños financieros y monetarios
han acompañado a las dos últimas depresiones del
imperialismo, tanto en 1975 como en la actualidad,
notándose también en los países "avanzados" la
persistencia de la espiral alcista dentro del tumbo
descendente. Pero semejante deformación de la
deformación estropea ante todo a las naciones
avasalladas del Tercer Mundo. Por eso López Michelsen,
sin desentrañar el meollo, mas procurando refutar a su
antiguo antagonista, hizo hincapié en que antes -vale
decir durante el "mandato caro"- "no se confundía
recesión con baja de inflación como ocurre ahora."5 De
cualquier modo, en estas heredades de Colón no
disfrutamos ni del abaratamiento característico de las
estaciones, críticas.
No hay pues qué aplaudir en el informe del Ejecutivo,
y si prolifera la , incertidumbre sé debe precisamente
a que se angosta el espacio para sus martingalas y sus
carantoñas. El Estado no se halla en circunstancias de
acudir con la largueza inicial en auxilio de los
sectores emproblemados, y, al revés, se ha decidido a
apretar la clavija, como cuando eleva el rendimiento
de las Upacs en casi 6 puntos y de 8 a 15 por ciento
el de los títulos agropecuarios clase A que las
instituciones financieras privadas subscriben
obligatoriamente, o reitera el propósito de mantener
la progresión de las cuotas de los usuarios del ICT y
de las tarifas de los servicios públicos.
Determinaciones que se mueven en contravía de sus
planes de vivienda y de sus ofrecimientos de
desencarecer el crédito, rehabilitar las actividades
productivas y redistribuir el ingreso. Resta poco qué
escoger. Las adversidades de los empresarios se
trasladan inevitable y tumultuariamente a los
financistas, ratificándose de paso que el bazar
especulativo, aunque se efectúe eludiendo los riesgos
de la construcción material, descansa sobre ella y
ésta le traza sus límites. Los banqueros han tenido
que aceptar en dación de pagos bienes muebles e
inmuebles por varias decenas de miles de millones de
pesos; las deudas a su favor, vencidas y de difícil
cobro, bordean los $ 130.000 millones, cuantía que
equivale a una vez y media el capital y las reservas
del ramo, y se prevé que 19 de los 23 bancos con sede
en Colombia, después de lustros de consecutiva
opulencia, no consignarán utilidades en el ejercicio
contable de 1984. A la proverbial inopia de los
institutos descentralizados se adosan ahora las
erogaciones que algunos de ellos han de hacer para.
cubrir los réditos de los papeles con que captaron
gruesas sumas dentro de los particulares, mientras la
Contraloría calcula que el gobierno central ha de
desembolsar por los suyos más de $ 40.000 millones
durante el año, estrechándose angustiosamente el
círculo. A Raphael, el atormentado personaje de
Balzac, cada vez que saciaba una de sus irrefrenables
pasiones, se le encogía la piel de onagro, fuente
mágica de sus placeres y de su existencia; al
protagonista del Movimiento Nacional con cada uno de
sus impostergables decretos se le agota el "sí se
puede", el talismán con que electrizara a las
multitudes y abriera los portalones del poder.6
Nos hemos hecho una idea del mar de los sargazos que
surca la nave colombiana, cuyas vicisitudes exasperan
los roces y choques entre las diferentes clases y que
a no pocos burgueses les ofusca la visión y les nubla
la mente. "Ya se ha socializado las pérdidas",
recapacitaba uno de esos oficiosos comentadores de la
cosa pública; "ahora lo que falta es que se socialice
las ganancias", concluía. Significando así los
movedizos terrenos que se pisa con los infructíferos
estímulos concedidos de mogollón a las élites en
quiebra por parte de un régimen igualmente
descaudalado. De la fallida intentona de revivir las
rentas mediante la subvención oficial, a invertir las
relaciones sociales con el objeto de establecer un
Estado realmente holgado y capaz de ver por el
engrandecimiento de la nación, no habría mucho trecho
si se contempla el asunto desde un ángulo global e
histórico y las masas trabajadoras pueden influir
decisivamente. En todo caso las recetas de alguna
incidencia se desechan tan pronto salen a la luz y la
confusión ha sido la reina del carnaval. Dentro de tal
clima se sucede la reunión de Cartagena de los
cancilleres y ministros de Hacienda de las morosas e
insolubles repúblicas latinoamericanas.
Allí el comediógrafo fue de nuevo el olímpico
mandatario de Macondo, quien acaparó los destellos de
las cámaras y se robó las palmas de la galería,
retocando con prudencia su imagen de veleidoso
contradictor de los regidores del imperio e instalando
la conferencia con un discurso que anticipaba los
párrafos primordiales del documento finalmente
aprobado por unanimidad. Aboquemos el examen del
contenido de las postulaciones del encuentro, no
olvidando que el desafío consiste, de un lado, en
poner sobre el tapete los motivos del enfrentamiento
entre los emisarios de los regímenes del Sur
escarnecido y los filibusteros del Norte, y del otro,
en abogar por las orientaciones que al respecto más le
convengan a la revolución. El temario abarcó tres
tópicos: lo que se denuncia, lo que se pide y lo que
se promete.
LA BANCARROTA TORICA
Dentro del primer aspecto el Consenso da por sentado
que "la región atraviesa una crisis sin precedentes",
con ilustrativas referencias a que el producto por
habitante sigue siendo similar al de hace una década,
el desempleo afecta a más de la cuarta parte de la
población activa y los salarios reales han caído
sustancialmente. "Lo cual puede traer graves
consecuencias políticas y sociales". Del estropicio se
acusa a 'factores externos ajenos al control de los
países de América Latina", tales como la recesión
internacional, el estancamiento de los países
industrializados, el deterioro de los términos de
intercambio y el resurgimiento del proteccionismo.
Anótase que el servicio de la deuda pasó a ser "casi
el doble del aumento de las exportaciones" y que "en
los últimos 8 años el pago de intereses representó más
de US$ 173 mil millones". Los delegatarios llamaron
asimismo la atención sobre la conversión de
Latinoamérica en "exportadora neta de recursos
financieros", avaluando dicha "pérdida" en US$ 30 mil
millones para 1983; y se quejaron de los "cambios
drásticos en las condiciones en que originalmente se
contrataron los créditos", enmendaduras que atañen a
la "liquidez", a las "tasas", a la "participación de
los organismos multilaterales" y a la "perspectiva de
crecimiento económico". El lamento siguiente lo
recapitula todo: "Mientras existen manifestaciones de
recuperación económica en los países industriales,
América Latina se ve forzada a aminorar y en algunos
casos a paralizar su proceso de desarrollo."
Una convergencia extraña y polémica por provenir de
quien proviene, los canes guardianes del patio trasero
de la Casa Blanca. Pronunciamientos pungentes que
borran de un plumazo los otros muchos eventos
convocados por los Estados Unidos, en donde siempre se
predicó, dentro de los lineamientos del
panamericanismo, la conjunción de designios y la
identidad de pareceres de los pobladores del
Hemisferio, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.
Refundidas en la memoria quedan las rondas de Punta
del Este que, bajo la batuta de Kermedy en 1961 y de
Johnson en 1967, les dibujaron a los pueblos zaheridos
un engañoso futuro de realizaciones sin par y de
dichas compartidas con el odiado usurpador. Habiendo
la rueda de la fortuna girado muy al contrario de lo
previsto por aquellos falsos profetas, sus sucesores,
al cabo de los almanaques y luego de reconocer sin
disyuntivas el severo mentís corroborado por la
práctica, se atreven a bosquejar un replanteamiento,
en un acto que huele más a memorial de agravios que a
reposada sugerencia. El que las autoridades del
Continente, tanto las ungidas con los votos como las
consagradas por las bayonetas, hayan admitido el
rotundo descalabro de los programas, las "ayudas" y
los convenios basados en los nexos neocolonialistas
así no les guste el vocablo, ni lo mascullen por
equivocación, no puede menos que simbolizar un ¡al
fin! para las fuerzas revolucionarias y en especial
para el marxismoleninismo, que libran una ardua lucha
ideológica y política contra un enemigo cuya
supremacía se la debe en gran parte al hecho de
ejercer un dominio omnímodo sobre los medios de
información y, a través de ellos, asegurarse la
esclavitud mental de las gentes desposeídas y
explotadas. No obstante, el triunfo no les será
entregado gratuitamente a los adalides de la nueva
Colombia, ni nada les reportaria si no lo afianzan con
una paciente e infatigable campaña de educación y
propaganda, enderezada a destruir la quimera de un
cabal desarrollo del país en las condiciones de saqueo
imperialista y de prevalencia de las formas
monopólicas de apropiación. No hay que esperar que
este absurdo criterio sea dejado expósito por el
pensamiento predominante de la reacción, por mucho que
las estadísticas hablen en su contra, aun la de los
organismos estatales. Ni lo abandonará el oportunismo,
que en sus diversas expresiones revisionistas viene
desde antaño apostando por él, y menos hoy que juega
al juego de transformar la república mediante el
diálogo pacificador con el gobierno. Ahí tienen, pues,
material de sobra y ocasión feliz nuestros
investigadores, ante todo los compañeros y amigos de
Cedetrabajo, para enriquecer los fundamentos de la
revolución democrática de liberación nacional
defendida fielmente por el Partido desde su fundación.
Y nuestros instructores de las escuelas para cuadros
conseguirán hacer más comprensibles sus pláticas
acerca de la génesis de la crisis capitalista, ahora
que indagamos por el método de la enseñanza
partidaria, y que no puede ser otro que el de ligar
vivamente los justos conocimientos extraídos de los
libros con las multifacéticas y mudables realidades
del momento.
Tampoco habremos de permitir que cuaje impunemente la
especie, montada con sagacidad, de que sean preciso
los estipendiarios del imperialismo los primeros
propugnadores del bienestar social, en cuyo nombre
peroraron los ministros en la capital bolivarense,
tratando de proporcionarles un sentido cariz a sus
reclamos y de atraer la solidaridad de las mayorías
apaleadas de Latinoamérica. Abundan los relatos sobre
las iniquidades y traiciones perpetradas, por los
Berbeos de la época, especialmente aquellos que
destapan los desfalcos; despilfarros y demás
corruptelas administrativas de sus exponentes
burocráticos. Enumerarlos seria de nunca acabar. Pero
todos se parecen en algo al trance de Argentina, en
donde los militares sin dejar rastro, no solamente
desaparecieron a los hijos de las manifestantes de la
Plaza de Mayo, sino también los giros enviados por las
agencias prestamistas internacionales. Si se nos
replica que acudimos a las perfidias de las dictaduras
castrenses para enlodar la fachada de los regímenes
representativos latinoamericanos, recordemos entonces
el caso del más institucionalizado de ellos, el de
México. Vencido el mandato de López Portillo,
reventaron una serie de escándalos en torno a onerosas
defraudaciones cometidas contra los fondos oficiales,
en las que aparecían incursos pesados funcionarios,
sin omitirse al propio Presidente. La
cuasinacionalización de la banca de ese país, decidida
en 1982, fue más bien una asepsia que una innovación
económica, puesto que la burguesía financiera sacaba
al exterior con una mano los dólares prestados que
recibía con la otra. Motivo de recurrentes querellas
entre los imperialistas y sus recaderos ha sido la
destinación de los empréstitos y, más aún, la
dilapidación de éstos.
De ahí también la rigurosa vigilancia del Fondo
Monetario Internacional, a sabiendas de que está de
por medio la capacidad de pago de los prestatarios y
la concreción de las ganancias. Según cómputos de la
revista estadinense Time, del pasado 2 de julio, a
partir de 1979 han salido de América Latina US$ 70 mil
millones, designados a compras de tierras, inversiones
privadas o depósitos bancarios en el extranjero; monto
que contrasta patéticamente con la iliquidez, los
gravosos desembolsos y la sinsalida a que alude el
Consenso de Cartagena. En cuanto a prodigalidades
nuestra descabalada democracia tampoco escatima. El 12
de julio las emisoras de la Radio Cadena Nacional
transmitieron: "El Banco de la Reserva Federal de los
Estados Unidos reveló ayer que entre 1981 y 1983
Colombia registró fuga de divisas con destino al
mercado financiero norteamericano por 2.500 millones
de dólares."7 Y si se completara el paisaje con los
hurtos detectados en Haití, la compra de armamentos
del Perú, las ostentaciones de la cleptocracia
venezolana, los derroches de Brasil, el ingenio
colombiano para rapiñar las partidas de la deuda
inclusive antes de su ingreso legal al país y el resto
de los ardides con que se limpian las arcas estatales,
no sería aventurado aseverar que el cruce de
impugnaciones entre el césar y sus procónsules, lejos
de generarse en la penuria de los niveles de vida de
la región, se circunscribe al regateo del botín. Este
tipo de disensiones podrá agudizarse, sí, sobre todo
con el ahondamiento de la crisis, mas no adoptará un
carácter irreconciliable o de ruptura total. El
imperialismo repara en el agua que lo moja y luciría
torpe al pretender extremar sus exigencias, tanto por
los ahogos en que se debaten sus irreemplazables
alzafuelles, como por las impredecibles consecuencias
de un cataclismo en la retaguardia. Jamás se había
hecho tan patente que los grandes emporios
capitalistas superviven gracias al despojo de sus
neocolonias; su suerte se define no en Londres,
Washington o Tokio, sino en las vastedades mancilladas
de Asia, Africa y América Latina. Los intermediarios
también tienden hacia la contemporización, porque en
proporciones determinantes derivan su peculio de las
entendederas con los monopolios del imperio y a la
sombra de éste se refugian, como cualquier José
Napoleón Duarte, cada que los infortunios los
traspasan o la repulsa popular los apercuella.
Por dicha causa la conferencia estuvo rodeada de
episodios hasta cierto punto desconcertantes. El país
sede se vanagloria de haber sido, entre sus
congéneres, el más cauto en endeudarse y de ser ahora
el único con posibilidades de seguir hipotecándose; y
en su oración, Belisario Betancur impacta a los
concurrentes al poner en conocimiento que "algunos
bancos internacionales privados han resuelto
agredirnos... han llegado al extremo de amenazarnos si
servíamos de anfitriones a esta reunión." No obstante,
mientras intervenía el oferente, aquel mismo 21 de
junio, los cables teleguiados desde Nueva York
reseñaban que el Chase Manhattan Bank le había
ofrecido a Colombia coordinar, por intermedio de un
pool de entidades financieras, un crédito de US$ 700
millones, y cinco días después, por corresponsalía
originada en esta ocasión desde París, se supo de otro
empréstito de US$ 375 millones, adjudicado a la
Federación Eléctrica Nacional por el BIRF y una
treintena de consorcios crediticios europeos,
japoneses y norteamericanos. Entre tanto el
Departamento de Estado, en declaraciones de su asesor
económico, Martin Bailey, se apresuró a corregir el
malentendido presidencial, ratificando a su vez lo que
se desprendía de los despachos noticiosos, que "los
bancos grandes y más importantes del mundo son
conscientes de la importancia y papel que Colombia
está cumpliendo al facilitar un acuerdo responsable
entre las naciones deudoras y la banca internacional
acreedora."8
Incuestionablemente el atascamiento de los negocios y
la declinación de su rentabilidad agrietan las otrora
lucrativas y cordiales afinidades de los accionistas
de la hazaña expoliadora. Empero, como los asustan los
mismos fantasmas, pondrán a funcionar a una voz y a
todo vapor, los complejos engranajes gubernamentales;
exprimirán hasta las heces los denarios públicos, y
les darán largas, en tanto las circunstancias lo
permitan, a las definiciones espinosas y
controvertibles, propendiendo a soluciones de
transacción, las que menos perjudiquen a unos y otros.
Moraleja: hay quienes se insultan en las avenidas y se
reconcilian en las callejuelas. En cuanto ataña a la
voluntad, o sea al terreno subjetivo, los
imperialistas y sus espoliques preferirán un mal
arreglo que un buen pleito; falta ver qué opina la
otra premisa, la objetiva, al fin y al cabo la
variable decisoria.
Ahora toquemos el segundo aspecto. ¿Qué se pidió en
Cartagena? Extractemos del texto del acuerdo las
solicitudes de mayor enjundia cursadas a los
mandamases de Occidente. Antes que nada se machaca en
"la redacción de las tasas de interés", y "sin
perjuicio de los objetivos antiinflacionarios". Dos
metas contradictorias que aguardan por la reanimación
de la economía mundial y más específicamente por el
acortamiento del abultado déficit fiscal de los
Estados Unidos. Aun cuando se haya insistido en que
1984 marca el arranque de la tan anhelada
convalecencia del sistema, no se oculta que ésta
demoró, o viene demorándose más que la de 1976-77, y
que son en particular muy inquietantes los
coeficientes de Europa, cuyos países han llevado la
peor parte y en los cuales la reconversión industrial
demanda sumas gigantescas y sacrificios sociales sin
cuento. Pero incluso asintiendo que la reactivación
sea una realidad tangible y no un espejismo del
desierto, cabría todavía preguntarse si durará lo
suficiente, o se circunfiere a una mejoría pasajera,
premonitoria de un letargo más profundo y traumático.
Algo parecido acontece con el embrollo presupuestario
estadinense; su saldo adverso amaga romper la barrera
de los US$ 200.000 millones, enfriando el alma hasta
de los pocos optimistas que presagian un efectivo
saneamiento durante el período constitucional a
iniciarse en 1985, Esperar a que los zascandiles de
Wall Street o de la Oficina Oval reciten el
"¡levántate y anda!" ante la desfalleciente
producción, a fin de que se satisfagan las peticiones
de quienes, además de haber protestado sus pagarés,
aspiran a franquicias que se contraponen a elementales
preceptos económicos, es pecar de ingenuos o pasarse
de astutos. O cual dirían los colombianos, hacer
belisarismo.
Nuestro peripatético gobernante todavía cree, por lo
menos de dientes afuera, que las ratas del ingreso
capitalista, el costo del crédito bancario, los
índices de desempleo y de concentración de la
propiedad deberían regularse por las eternas reglas de
la equidad y de la ética. Con catequesis de moral, o
mejor, de afectada moral, ha querido poner coto a los
descarríos de una sociedad guiada por el Norte de la
máxima ganancia. Como había jurado en vano torcerles
el pescuezo a los réditos usurarios, una noche salió
por las pantallas de la televisión a aleccionar en
lenguaje pastoral a su grey acerca de los torvos y
recónditos alicientes tras los que actúa la banca, y
debido a los cuales no ha sido factible la disminución
de los intereses. "¿Por qué cada día los suben más?",
interpeló al auditorio nacional; y al rompe respondió:
"por egoísmo". Renovando a renglón seguido el
ultimátum de que "eso se va a terminar".9
Unicamente a causa del intensivo tratamiento de
cretinización a que se ha sometido al país, tales
delirios de orante u orate podrán ser tomados en
serio. Sin embargo, el legajo firmado en la Costa
Atlántica por los ministros de Argentina, Bolivia,
Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú,
República Dominicana, Uruguay y Venezuela, recoge el
"aporte fundamental" de la palabra iluminada del
presidente Betancur, no refiriéndose desde luego al
pasaje televisivo, pero sí al convencimiento vertido
en su alocución inaugural de que todas aquellas
injusticias y abominaciones que aquejan a la especie,
se curan con contrición de corazón y propósitos de
enmienda. Con que los imperialistas se resignaran a
embolsarse menos en aras de sostener las cotas de
enriquecimiento de las oligarquías antinacionales -el
tan trillado reordenamiento mundial-, la tempestad
amainaría y el sol volvería a sonreírnos por igual a
ricos y a pobres. Las peticiones bailan todas
alrededor de tal consideración; a ello se reducen las
contribuciones en el análisis económico.
A las potencias se les recomienda, o suplica, "el
acceso a sus mercados de las exportaciones de los
países en desarrollo", "condiciones que permitan la
reanudación de corrientes de financiamiento", "alivio
continuado y significativo de la carga del servicio de
la deuda", "reducción al mínimo de los márgenes de
intermediación y otros gastos", "eliminación de las
comisiones", "abolición de los intereses de mora",
supresión de la "exigencia" de transferir al sector
público, en forma indiscriminada e involuntaria, el
riesgo comercial del sector privado", terminación de
las "rigideces regulatorias de algunos centros
financieros internacionales", "nuevos
financiamientos", "reconocimiento de la calidad
especial que tienen los países soberanos como deudores
de la comunidad financiera internacional",
"reactivación de las corrientes crediticias hacia los
países deudores", "asignación de un volumen mayorWe'
recursos", 'fortalecimiento de la capacidad crediticia
de los organismos financieros internacionales", "nueva
asignación de Derechos Especiales de Giro", etc.
Si se exceptúa el acápite atinente a un trato benigno
para las exportaciones, la interminable retahila de
plegarias se condensa en la consigna de: ¡Dinero,
dinero y más dinero! Que no se interrumpa su flujo,
que mane a borbotones y sin recargos de ninguna
índole. Y si es regalado, ¡excelente! Que los
gobiernos latinoamericanos no tengan que responder por
los débitos externos de sus burgueses, aunque se
reserven el tan practicado derecho de enjugar las
bancarrotas de éstos. Que el FMI, el BIRF y la Reserva
Federal norteamericana tomen las medidas del caso para
desinflar el valor de los créditos internacionales,
así los países prestatarios no logren ni les importe
constreñir los sobrecostos de los que facilitan
internamente. Que Reagan haga lo que ellos no hacen:
cauterizar el déficit, precautelar la inflación y
descongestionar el mercado financiero. Pero el
accidental inquilino de la Casa Blanca puede tanto
como Prometeo en el peñón del Cáucaso. Pese a que los
apologistas del imperialismo, matriculados en diversas
escuelas y subescuelas, debatan y achaquen los
atoramientos en el comercio, la industria y las
finanzas mundiales al descuido o a la negativa de
adoptar tal o cual política por parte de los
conductores de la superpotencia, los cimbronazos de la
crisis se sienten a menudo más fuertemente en las
latitudes septentrionales de Washington, y dan allá
menos lugar a los virajes bruscos que en una pequeña
nación, supongamos la República de Chile.
A Augusto Pinochet, no obstante deber US$ 19.000
millones, de pronto un empujón de 400 ó 600 millones
más lo saque momentáneamente de penurias, y apenas
lógico que el general esté dispuesto a intentar
cualquier timonazo y a profesar cualquier tesis con
tal de complacer a sus financistas y de que éstos lo
complazcan a él. Mas a la administración
norteamericana, que vela por Occidente, por el sistema
monetario internacional y por el general Pinochet,
ningún Grupo de Consulta o profesor universitario lo
resguardará de sus cuatro jinetes del apocalipsis: los
exorbitantes gastos de la defensa, ante las asechanzas
del expansionismo soviético; el hostigamiento
económico de las potencias aliadas; la explosiva
penuria de sus zonas de influencia, y el veloz
debilitamiento de sus fondos federales. Mientras no
concluya la recesión todas estas acucias tenderán a
agigantarse con su deplorable cola de coartaciones al
comercio, y junto a ellas, los correspondientes
obstáculos a la compra, de las contadas mercaderías
procedentes del Tercer Mundo. Así que los implorados
incentivos para las exportaciones latinoamericanas muy
tangencialmente serán satisfechos.
La encerrona habrá llegado a tal extremo, que el
candidato demócrata, Walter Mondale, sin reflexionar
mucho en cuánto afectarán su campana sus escuetas
alegaciones, retó osadamente a la contraparte:
"Digamos la verdad... Reagan aumentará los impuestos,
y yo también."10 Aunque el ex actor no recogió el
guante y se mantuvo por lo menos, verbalmente en la
posición de proseguir con los amortiguamientos
tributarios con que se privilegia a los trusts, y con
las talas a la asistencia social con que se golpea al
pueblo, el Tesoro de la poderosa nación sufre el peor
quebranto de su meteórica carrera. El debate hará
manifiestos los fiascos económicos de la última
gestión de los republicanos. Ignoramos en qué grado
incidirá sobre las expectativas reeleccionistas;
empero, no nos cabe duda de que, sea cual fuere el
resultado de los comicios de noviembre, la
controversia, además de definir el sino de una
facción, acabará sepultando casi media centuria de
elucubraciones académicas sobre la anulación de la
crisis capitalista mediante el incremento del empleo y
del consumo a cargo de las múltiples irrigaciones del
erario.
El crac de 1929 les había mudado el pellejo a las
nociones teóricas de los economistas burgueses. Antes
de la fatídica calenda sus connotados pontífices se
empecinaban en disimular los fenómenos de
superproducción y de paro dentro del capitalismo,
aferrándose con fe púnica a las anacrónicas conjeturas
de que el mercado nivelaba la una e impedía el otro; y
volteándole cerrilmente la espalda a más de un siglo
de palmarias refutaciones, incluida la remembranza que
Engels inserta en su prólogo de El Capital acerca de
los ciclos decenales desde 1825 hasta 1867. Ni el
pánico financiero de 1907, causante del despeño de
trece bancos neoyorkinos y de otras compañías
ferroviarias más; ni los años críticos de 1914 a 1916
que terminaron inmiscuyendo a Norteamérica en la
primera conflagración mundial y entronizando allí
definitivamente el capitalismo monopolista de Estado;
ni el corto pero nocivo receso de 1920-1921; ni
siquiera el estruendoso derrumbe de la Nueva Era en
las postrimerías de la década de los veintes,
convencieron a los rectores de la economía estadinense
de abandonar los rígidos criterios, plantados en el
"espíritu nacional" yanqui, de que una administración
admirable era aquella cuya injerencia brillara por lo
discreta y austera. 0 como lo proponía el lema
electoral del malhadado presidente Warren G. Harding:
"Menos intervención del gobierno en los negocios y más
intervención de los negocios en el gobierno."11 O como
lo preconizara Franklin D. Roosevelt en medio de la
hecatombe de los treintas, meses antes de asumir la
presidencia y a manera de crítica a los desequilibrios
presupuestales que Herbert Hoover no acertaba a
recomponer: "Tengamos la valentía de dejar de pedir
préstamos para hacer frente a los continuos déficit.
Basta de déficit."12 De pronto el brujuleo cambió
abruptamente. No sólo se reconocieron las turbaciones
cíclicas, sino que se proclamó una forma infalible de
neutralizarlas. El nuevo e improvisado esquema
doctrinario se distinguiría por sus ínfulas. Sin
conmiseraciones botó a la basura los amarillentos e
inservibles tratados y propagose a toda prisa por el
orbe, cautivando a catedráticos y estadistas, quienes
ipso facto retocaron sus axiomas y políticas para
ponerlos a tono con la moda. Sobra referir que también
la intelectualidad simiesca de la neocolonizada
Colombia gesticuló a la par con sus preceptores
extranjeros.
De aquí en adelante el Estado, cual supremo regulador,
habrá de interferir con el objeto de acrecentar la
demanda y promover las inversiones, sin pararse en
pelillos o reparar en faltantes y descubiertos. El
fundamento de toda esta "revolución" se halla en que,
ante los incesantes progresos de la producción que se
traducen en una merma relativa del trabajo explotado y
del promedio de las utilidades, el imperialismo se
había decidido a apelar abiertamente a los
instrumentos y beneficios públicos para reponer las
declinaciones de la rentabilidad, ya fuese a través de
la moderación de los gravámenes, las adiciones al
gasto oficial, el endeudamiento estatal, las emisiones
monetarias, la devaluación, o por los procedimientos
directos de los subsidios y los rescates para las
empresas entradas en barrena. A tamaña defraudación de
la confianza ciudadana en pro de los dueños y señores
de las tres cuartas partes del globo, se la invistió
de la dignidad de una ciencia, y como a su héroe
epónimo se nombró al señor Keynes, el hombrecillo de
Cambridge, al que "la lucha de clases lo encontró
siempre del lado de la burguesía culta", y quien fuera
en Bretton Woods coartífice del realinderamiento
económico refrendado con las bombas atómicas sobre
Hiroshima y Nagasaki. Si en los convulsos períodos
anteriores se consideraba conceptualmente prioritario
mantener incólume el soporte estatal, última garantía
de la sociedad explotadora, después de la Gran
Depresión, lo primero que habría que hacer era
desangrarlo, y sin contemplaciones, con tal de
contener la crisis. Pero los presupuestos deficitarios
estadinenses que comenzaron bajo Kennedy como
estrategia consolidativa, al cabo de veinte años de
prescripción de mercados y de extravío de posesiones
neocoloniales, amén de las otras calamidades
sucintamente narradas atrás, se han tornado con Reagan
en una pesadilla que en lugar de coadyuvar al
restablecimiento se constituye en uno de los mayores
inconvenientes. La burguesía autónoma de Europa, Japón
y Canadá, así como los testaferros del Tercer Mundo,
ya han constatado empíricamente que este falseamiento
de las apropiaciones y destinaciones presupuestarias,
cuando lo ejecuta el proveedor de la divisa mundial,
en el presente caso Estados Unidos con su patrón
dólar, es un sutil y engañoso mecanismo para soliviar
los decaídos dividendos de Norteamérica, a expensas
del despojamiento y del naufragio de sus rivales
comerciales.
Hay que pertenecer a la cofradía de Fedesarrollo, los
masters del keynesianismo criollo, para pensar con el
disco rayado de que el país urge aún de emitir y
prestar más para rehabilitarse, cuando hasta los
parlamentarios intuyen que semejantes expedientes
tocan a su fin. U ostentar la banda presidencial en el
pecho para insistirle a Washington que, de una parte,
subvencione la deuda latinoamericana y suelte los
dólares, y de la otra, controle el déficit y reduzca
el prime rate o interés preferencial. El interponer
unificadamente los buenos oficios de las investiduras
ministeriales para forzar mayores anticipos, los
cuales requieren de cualquier modo ser autorizados y
avalados por la Tesorería del imperio, denota la ciega
inclinación de unas clases parasitarias y fletadas a
las que no se les ocurre ninguna línea estratégica
distinta a la rauda e irreflexible enajenación de las
seudorrepúblicas puestas bajo su custodia; haciéndoles
no sólo el esguince a los candentes problemas sino
recrudeciéndolos con su comportamiento. A los
quebrantos materiales de la burguesía los sigue la
ruina ideológica de sus teóricos. El memorando de
Cartagena refleja esta histriónica verdad al proponer
como cura de los males que agobian al Hemisferio las
causas que los originan.
Aunque surgidos de la libre concurrencia y cual
negación de ésta, lo cierto es que los monopolios no
consiguen obviarla del todo; entre ellos las
contiendas, enmascaradas tras los pendones nacionales
de las grandes potencias, abarcan los cinco
continentes, tienden hacia la hegemonía universal y,
hacen de las ciento y pico de naciones subyugadas el
trofeo predilecto de los vencedores. El imperialismo,
antes que extirpar las crisis capitalistas, las vuelve
más extensas, profundas y cataclísmicas. Lo aseveran
las dos confrontaciones bélicas mundiales que
redujeron a escombros y cenizas muchos de los medios
de producción sobrantes, e inmolaron en los campos de
batalla a decenas de millones de desempleados
embutidos en sus trajes de fatiga. La ulterior
reconstrucción, la iniciada en 1945, junto con el
advenimiento del moderno modelo de vasallaje nacional,
de apariencia democrática y rostro bonachón pero de
más jugosas retribuciones que el burdo y repudiado
colonialismo de viejo corte, permitieron temporadas de
acompasado y hasta cierto punto de tranquilo
esplendor, singularmente en los Estados Unidos, a cuyo
firme liderazgo sólo empañaban escollos superables y
llevaderas fricciones. Mas a estas alturas del
proceso, descartada la efectividad de las soluciones
transaccionales, el imperialismo se ve abocado, para
vivir, a otro masivo aniquilamiento de la riqueza por
él engendrada. No obstante, la destrucción de bienes y
hombres será a una escala infinitamente superior a las
precedentes, puesto que con la plétora de las armas
nucleares la vigencia histórica de la guerra
convencional ha concluido, y con ella, las
limitaciones de la devastación; Norteamérica, al
contrario de 1914 y 1939, no podrá eximir su
territorio y habrá de arrostrar directamente y desde
el primer instante los riesgos del holocausto, y el
conflicto, que enfrentará a Occidente con la Santa
Rusia rediviva, inevitablemente repercutirá en la
conciencia de los pueblos del mundo, tanto de las
naciones oprimidas como de las opresoras, que querrán
sacudirse de una vez y para siempre los yugos de la
usura, la crisis y la guerra. Tales las perspectivas
finiseculares del modo capitalista de producción.
Y para evacuar nuestro examen, una plumada respecto a
qué se comprometieron los lugartenientes políticos de
las oligarquías latinoamericanas. Precavidamente
"reiteraron que la conducción de las negociaciones en
materia de deuda externa es responsabilidad de cada
país". Esta declaración, pese a que la complementaron
o adobaron con la sugerencia de estatuir unos
"lineamientos generales" que "sirvan de marco de
referencia" a las impugnaciones "individuales" de los
Estados prestatarios, se redactó con el deliberado
propósito de desprevenir al Grupo de los 7 Grandes,
que ya desde la cumbre de Williamsburg, en mayo de
1983, tomó nota del clamoreo del Sur e hizo votos, por
lo menos en el papel, de moderar los déficit fiscales,
sofocar la inflación y encinturar los intereses, y que
en la capital británica, en junio del corriente año,
exteriorizó de diversas maneras su enojo por la
eventual conformación de lo que se viene denominando
el "club de los deudores"13 No habrá pues, según
Cartagena, las conversaciones colectivas rechazadas
por Londres. Los gobiernos en bancarrota, que son sin
salvedad los tributarios de los emporios industriales,
rehusaron voluntariamente arremeter con la fundación
formal de un bloque de mendicantes. Continuarán
buscando uno a uno y por separado, de acuerdo con el
monto de sus compromisos y capacidades, las
correspondientes prórrogas y mitigaciones para los
inmódicos pasivos. Zanjándose así, y aun cuando fuere
temporalmente, un lío que amagaba con complicarlo
todo.
Asimismo, prometieron pagar con puntual exactitud,
despejando otra incógnita que traía en ascuas a la
comunidad financiera internacional, cuyas entradas, y
hasta su propia permanencia, cual se indicó arriba,
penden de la seriedad y, lógicamente, de la holgura de
sus clientes de América Latina. Por aquella fecha los
medios informativos alarmaban a los lectores con los
cálculos sobre los estragos que, en miles de millones
de dólares y en cientos de miles de empleos, les
reportaría a los Estados Unidos una reprobación
oficial de los débitos de Brasil, Argentina o México.
Se hacía inminente una aquietadora mención al
respecto, y por eso los ministros suscribieron "la
decisión ampliamente demostrada por sus países de
cumplir con los compromisos derivados de su
endeudamiento externo y la determinación de proseguir
con los esfuerzos de reordenamiento monetario, fiscal
y cambiario de sus economías". Promesas éstas que
buscan subsanar las discordias surgidas en las
relaciones inveteradamente afables entre el
imperialismo y los regímenes fantoches y que con
certeza serán de muy accidentada realización; sin
embargo, tal y como han sido proferidas dentro de las
solemnidades de una misiva de esa índole, y dado el
atolladero de remitentes y destinatarios, no pueden
menos que copar las satisfacciones de los jerarcas del
Norte. Ante las inobservancias e irregularidades
registradas un juramento escrito no significa nada,
pero sería peor no tenerlo. El dilema aquí no consiste
en averiguar si los signatarios le harán honor o no a
la palabra empeñada, máxime cuando la tierra tiembla
incluso bajo los tronos menos accesibles y nadie está
seguro de qué sucederá al día siguiente.
En una caliginosa mañana de otoño, los peruanos, por
ejemplo, se quedaron súpitos al enterarse de que los
plenipotenciarios de Belaúnde Terry, por un crédito
puente de US$ 300 millones, habían concertado una
carta de intención mediante la cual el gobierno se
obligaba a recortar en varios puntos porcentuales sus
erogaciones, reducir en otros cuantos su déficit,
incrementar los ingresos tributarios en un equivalente
al 2% del Producto Interno Bruto, subir las tarifas
del agua, la energía eléctrica y el transporte,
reajustar los precios del arroz y de los
hidrocarburos, disminuir las partidas de fomento
estatal, nivelar las tasas nominales del interés
bancario con las de la inflación, devaluar el sol en
un 20%, suprimir los subsidios a determinados
artículos de primera necesidad y, por supuesto,
dedicar anualmente a la cancelación de los empréstitos
vencidos el 50% del total de las exportaciones. Y el
premier Sandro Mariátegui, cabeza del gabinete, quien
el 26 y 27 de abril, en distintos diálogos con los
periodistas comentara jubiloso que el convenio, "un
éxito personal del presidente", viabilizaría "la
renegociación de la deuda en el Club de París" y se
sintetizaría en la reactivación económica del Perú "en
un lapso de tres meses a un año", no tuvo el menor
sonrojo de manifestar, menos de una semana después y
ante las objeciones de los empresarios quebrados y de
los sindicalistas enfurecidos, que el gobierno
propugnaría la revisión de los mencionados pactos de
emergencia con el FMI.14 En cosa de horas el tornadizo
parecer de las autoridades peruanas había pasado de la
impúdica euforia a la taimada discreción. Son los
imponderables de la crisis que en Santo Domingo se
patentizaron violentamente con 52 muertos, 140 heridos
y 4.000 detenciones, al conocerse de la firma de los
mismos irritantes acuerdos. Luego no nos referimos en
este capítulo de nuestro análisis a las proyecciones
cuantitativas, a los márgenes reales de aplicación de
los protocolos. Si Williamsburg no tradujo o no pudo
traducir en obras sus ofrecimientos, ¿por qué entonces
Cartagena? No. De lo que se trata es de la soberanía
nacional, de la actitud frente a los infamantes y
perentorios requisitos de las agencias prestamistas
cuyos mensajeros vagan por las covachuelas de la
administración, husmean en las carteras ministeriales,
hurgan en los archivos de los institutos bancarios,
meten la mano en las contabilidades de las empresas
públicas, toman asiento en el Congreso y en los
concejos municipales, en suma, se pasean por la
república como Pedro por su casa. Para la banca
mundial ha resultado inaplazable que los gobiernos
pongan freno al desorden, se disciplinen, no dejen por
desidia o ineficacia escapar un denario. En ello va la
concreción de sus acreencias. Y esto, unido a los
apuros financieros de las marionetas, ha trastrocado a
las naciones latinoamericanas, al principio en forma
lenta e imperceptible y más tarde rápida y
descarnadamente, en simples sucursales de unos,
hiperbóreos pulpos matrices, los tentaculares
consorcios del imperio. Al punto de que ya no gozan de
autonomía ni para fijarle el precio al arroz. Y en
medio de la escalada capitulacionista, los heraldos de
la democracia oligárquica, fuera de disparar unos
cuantos cartuchos de fogueo contra los extorsionadores
foráneos, apenas si atinan a reunirse para esclarecer
en común las incomprensiones surgidas acerca de su
dificultoso acatamiento a las requisitorias del Fondo
Monetario Internacional.
Septiembre
de 1984