A Proposito de la Mesa Redonda
sobre la Mujer (I)
La propuesta de llegar a los distintos frentes
del trabajo del Partido, hurgar en sus
dificultades e inquietudes, conocer sus
experiencias para luego verterlas sobre los
lectores, nos parec�a a todos en la comisi�n
de redacci�n del peri�dico, algo necesario, a
m�s de novedoso. La militancia, especialmente
la que a punta de persistencia se ha tornado
perita en determinada actividad, tiene mucho
de inter�s que contarles a los inconformes e
insumisos de Colombia. Lo que no atin�bamos
era en la forma de hacerlo ni el por d�nde
empezar. �Por los activistas campesinos? �Los
dirigentes sindicales? �Los artistas?
�Mediante investigaciones? �Reportajes?
�Cr�nicas? Cuando a alguien se le ocurri�
sugerir, en aquella reuni�n de evaluaci�n, que
cit�ramos a unas cuantas camaradas "para que
en mesa redonda nos dijeran c�mo les va en su
labor revolucionaria en un pa�s que discrimina
horrendamente a la mujer" comprendimos de
s�bito que hab�a dado en el blanco.
Se
trataba de un tema relativamente inexplorado,
a pesar de las reiteradas preocupaciones que a
trav�s de los a�os ha suscitado en nuestras
filas; y que, dentro del estilo del MOIR de ir
resolviendo los problemas por partes, bien
podr�a haberle sonado su hora m�s oportuna.
Varios elementos parecen, corroborar esta
apreciaci�n. Antes que nada, la existencia de
un nutrido destacamento de miembros femeninos
del Partido que paulatinamente ha descollado
en las m�s dis�miles tareas, cuya conducta
desbroza un camino a seguir y le suministra
una sustentaci�n viva, tangible, al viejo y
discutido principio de que la mujer, igual que
el hombre, es capaz de concurrir eficazmente
en los m�ltiples terrenos del menester social.
Ellas realizan un esfuerzo superior al de sus
compa�eros de lucha, puesto que adem�s de
encarar los embates ideol�gicos y
propagand�sticos de la reacci�n predominante y
las medidas punitivas de los custodios de la
ley, han de sobreponerse con valent�a a los
prejuicios que sobre el llamado sexo d�bil
campean casi sin omisi�n en todos los estratos
de la sociedad. Y se han salido con la suya,
por lo menos al conseguir entroncarse con las
masas, requisito de cualquiera acci�n
verdaderamente pol�tica y revolucionaria.
Aunque s�lo sea un primer paso, sabemos que el
comienzo de las cosas siempre resulta lo m�s
dif�cil.
Las
entrevistadas nos hablar�an, como ocurri�, no
�nicamente de lo que piensan emprender sino de
lo efectuado; no se limitar�an a los
planteamientos te�ricos, sino que
suministrar�an abundantes ense�anzas amasadas
en la brega cotidiana. Ya contamos con
excelentes logros en este terreno de la
participaci�n femenina en el trajinar de la
revoluci�n, debido primordialmente al arrojo y
a la clarividencia de decenas y centenas de
camaradas nuestras que se han quitado los
botines y metido en el barro, resueltas a
ocupar su sitio en las diferentes l�neas de
combate del Partido. Urge resaltar tales
avances y metodizarlos, a semejanza de lo
intentado en otros campos. Habiendo tan buena
simiente, el estudio y el debate no flotar�n
en el aire ni se quedar�n en mera emoci�n. Por
el contrario, habr�n de pisar tierra firme y
traducirse en el acopio de nuevas militantes
que se decidan, por oleadas, a imitar a
quienes las antecedieron en la lid, dentro de
un clima de c�lida fraternidad y de creciente
respaldo partidario.
Otro
componente del actual panorama, con el que nos
tropezamos a menudo, lo facilita la
descomposici�n de la unidad familiar
colombiana, ocasionada por la quiebra
galopante del sistema vigente, que en su
desmoronamiento no perdona ninguno de los
antiguos modos de producci�n ni de
organizaci�n social. Los campesinos, acosados
por los terratenientes y los grandes
capitalistas, sueltan el azad�n y huyen a los
suburbios de las ciudades, en donde lejos de
burlar el hambre, se consumen en medio del
paro forzoso, el hacinamiento y la degradaci�n
total. Por su lado, la bancarrota de la
industria nacional arroja a la calle a
millares y millares de obreros, aumentando
alarmantemente el monto de los desocupados,
muchos de los cuales pasan a engrosar,
manifiesta o disfrazadamente, el desventurado
ej�rcito de la mendicidad y la rufianer�a. De
hecho el r�gimen se confiesa impotente para
remediar tantos y tan agudos males. Los
gobernantes no entienden m�s que el lenguaje
de los monopolios, y sus ejecutorias se
reducen a incrementar los grav�menes al pueblo
y a darle v�a libre a la especulaci�n,
operaciones ambas oficiales convertidas en
fuente del enriquecimiento privado de la
p�trida y profusa burocracia y de la
depauperaci�n de las gentes laboriosas. Bajo
tales pron�sticos no puede menos que
presentarse un desarreglo en todos los
�rdenes, empezando por la violenta ruptura del
primigenio n�cleo de la vida ciudadana, la
familia.
La
r�pida y turbia acumulaci�n de fortunas no
vistas en Colombia, exonera a las altas
esferas del recato con que han escudado
siempre su concupiscencia, y ahora hasta las
aventuras amorosas y los excesos dionis�acos
de las estatuas andantes se controvierten en
p�blico, desde los diarios o desde los
p�lpitos, en santo olor de republicanismo. El
intercambio de esposas que escandaliz� a los
tiempos camanduleros de don Rafael N��ez y
do�a Soledad Rom�n, en el presente imprime
distinci�n, como el tr�fico de narc�ticos,
entre una burgues�a hip�crita que a�n contin�a
discutiendo las conveniencias e
inconveniencias morales del divorcio. Y en la
base de la pir�mide, en donde la miseria se
ense�orea y hace su agosto dentro de millones
de indigentes, los hogares se desgarran sin
escapatoria. Si en esos niveles de por s�
nunca tuvieron sentido los supuestos que
regulan las relaciones familiares de las
clases poseedoras, lo que la crisis actual
destapa, atroz e inhumanamente, a su manera,
con la prostituci�n decuplicada, el desempleo
expandido y la floraci�n de los ni�os
desamparados, es que aquellas id�licas
im�genes de la madre bondadosa circuida de
unos hijos felices y de un marido sol�cito que
vela, o est� en condiciones de velar por el
bienestar de los suyos, im�genes tan caras
para los doctrinarios del bipartidismo
tradicional, constituyen para la pobrer�a el
m�s cruel de los sarcasmos. Aunque en esta
tragedia la mujer personifique la desgracia y
por doloroso que sea el procedimiento, las
"amas de casa", aguijoneadas por las
necesidades, terminan sali�ndose del
cautiverio dom�stico en busca de unos ingresos
que cada vez le llegan menos a las cuatro
paredes de su universo vac�o y rutinario. Y
cuando se presentan a pedir una oportunidad
para no perecer, se estrellan con la espantosa
realidad de que, salvo planchar, lavar y
cocinar, nada han aprendido a hacer, y de que
el desarrollo fabril se ha erigido sobre la
hip�tesis de repeler el concurso femenino.
Descubre que a ellas les han tocado en suerte
los peores los m�s mal pagados los m�s
humillantes oficios, y eso si corren con la
dicha de adquirirlos (1).
Por
ende en la mesa redonda, al examinar cu�les
ser�an los medios adecuados de acercarnos a
las mujeres y de disponerlas para la
revoluci�n, conclu�amos, que aqu�llos
estribaban menos en los factores subjetivos
que en los profundos desbarajustes sociales
que acrecientan las penurias de las masas
femeninas y las obligan a saltar a la palestra
en defensa de sus fueros. Bastar� con
permanecer atentos al desenvolvimiento de la
traum�tica situaci�n y all� donde por lo
intolerable de los atropellos se exteriorice
la rebeld�a de las combatientes, acudir sin
falta a secundarlas y a orientar su causa. De
ser ilusoria la visi�n descrita y Colombia
atravesara por un momento de prosperidad en el
que sus odiosas instituciones no estuvieran en
franca disoluci�n, como la de la familia
inspirada en el avasallamiento de un sexo
sobre el otro, nuestras pr�dicas y consignas,
por muy asentadas que pudieran parecernos,
dudosamente fructificar�an. Sucede lo que
acontece con todo proceso revolucionario, que
la conciencia, encarnada y difundida por un
reducido grupo de vanguardia, se torna
gradualmente en una virtud colectiva, a medida
que la subsistencia misma de los trabajadores
se pone en entredicho y no encaja ya en los
antiguos y obsoletos esquemas econ�micos y
jur�dicos. Hoy por hoy no son s�lo los
sindicatos los que pelean sus prerrogativas.
Mayor�as inmensas de la poblaci�n se ven
empujadas al mitin, a la asonada, a la
revuelta, tras reivindicaciones aparentemente
nimias, cuales ser�an derogar los recargos en
los cobros del agua y de la luz, conquistar
unos cent�metros cuadrados de alguna acera
concurrida en donde vender cachivaches, u
obtener la gracia de morir sepultado en
cualquiera de los incontables tugurios de las
zonas de erosi�n. Al principio los desvalidos
batallan sin claridad respecto a las razones y
soluciones de sus calamidades, pero propensos
a cuanto les expliquen e indiquen los sectores
avanzados que se muestren solidarios con sus
m�s inmediatos afanes. Hay desde luego
revolucionarios de coraz�n que descuidan su
adiestramiento ideol�gico y poco aportan a lo
que las masas conocen ya por intuici�n o por
aprendizaje emp�rico, fen�meno no tan extra�o
dentro del MOIR; mas quienes pretendan
transformar el mundo confiados exclusivamente
en la justeza de las ideas para merecer el
apoyo de unas multitudes con las cuales no los
ata otro nexo que el de las proclamas, ni
convencer�n a nadie, ni averiguar�n jam�s si
sus juicios cient�ficos eran tales. En el caso
que nos ocupa encontramos una contradicci�n
similar, quiz�s m�s acentuada. Por un lado, un
arrume de criterios absurdos y de costumbres
anacr�nicas, transmitidos a trav�s de miles de
generaciones, que han acabado por forjar
talanqueras mentales a veces mejor aceradas
que las c�rceles del r�gimen; y por el otro,
una inaguantable agudizaci�n de las
penalidades del pueblo que motiva a la mitad
m�s apabullada de �ste a maldecir la
mansedumbre y a hacer valer sus reclamos. Al
Partido le sobran pues las coyunturas, grandes
y peque�as, para incorporarse al trascendental
litigio planteado en pro de la mujer y luego
coronar la meta de instruirla, organizarla y
encauzarla en el torrente incontenible de la
revoluci�n colombiana.
Los
portavoces del imperialismo y sus lacayos,
aunque posen de liberales modernos que han
roto con los vetustos convencionalismos, le
rinden culto al orden establecido, categor�a
que junto a otras, como las de tradici�n,
familia y propiedad, han de conservar intactas
al m�ximo para el suceso feliz de sus planes
expoliadores. Y aunque consideren el
matrimonio un contrato "libre" al que
concurren en condiciones iguales las partes
interesadas, no cesan de infiltrar las
execrables concepciones acerca de la
superioridad del hombre, la sublimaci�n de los
insignificantes quehaceres caseros de la
esposa, o lo natural de la subordinaci�n
econ�mica de �sta, que aguarda abnegadamente
en su encierro domiciliario a que su c�nyuge
la provea del sustento. Sin embargo, por m�s
que se empe�en en idiotizar a la mujer con el
halago de que ella es la reina consentida del
hogar, adem�s de escucharse ya bastante
rid�culo, nada de eso funciona en la fecha. El
sexo femenino comienza a preferir que se le
trate con menos fingimiento y vana galanter�a,
e incluso trabajar lo duro que sea, con tal de
ganarse el pan por sus propios medios,
alcanzar su independencia de acci�n,
integrarse a las actividades sociales y
convertirse realmente en un ser digno y �til.
Y las que sin pertenecer a la c�spide
privilegiada todav�a suspiran por las
creencias de sus abuelas, los hechos las
sacar�n del letargo, o por lo menos les
sembrar�n la espina de la duda. Si
perennemente han o�do sentencias difamatorias,
chistes de mal gusto y adagios como "la mujer
y la mula al fin dan la patada", "la mujer es
un animal de cabellos largos y entendimiento
corto", "del hombre la plaza y de la mujer la
casa", "o bien casada o bien quedada", es
apenas l�gico que se crean inferiores y hasta
que se sientan satisfechas de serlo. Empero,
�cu�l matrimonio?, �cu�l casa?, �c�mo salvar a
los hijos?, �para qu� la abnegaci�n y la
espera?, si no hay corrosivo peor que la
indigencia, si el refugio hogare�o se va
reduciendo y transmutando en una cloaca
infecta a donde dif�cilmente penetra la luz
del sol, si los rezos no alimentan ni obran el
milagro. Con la crisis, la proletarizaci�n
progresiva y el com�n empobrecimiento se
percibe la caducidad de las normas que la
minor�a dominante se obstina en idealizar,
contra cualquier evidencia. El caos desbordado
clama a gritos por un vuelco de ra�z, no s�lo
en lo concerniente a la soberan�a nacional y a
los modos de apropiaci�n y producci�n, sino en
todos y cada uno de los aspectos de la vida de
las personas, Y las que menos tienen que
llorar por el pasado que se fue son las
mujeres. No se aterrorizar�n tampoco por las
transformaciones revolucionarias que
propugnamos, incluida la de la creaci�n de una
unidad familiar en la que desaparezca
precisamente la servidumbre femenina.
Comprender�n que todo cambia y debe cambiar.
En el proceso del conocimiento primero se
transforman las cosas y despu�s las mentes. Y
como de la vieja familia no queda piedra sobre
piedra, ahora corresponde edificar una nueva.
�Por
qu� relacionamos el problema de la familia y
de su descomposici�n con la meta hist�rica de
la emancipaci�n femenina? Cuando la humanidad
salta a la monogamia y pasa de lo que se ha
dado en denominar derecho materno al derecho
paterno, la mujer pierde el sitio de
preeminencia de que goz� en las edades
primitivas. Lo cual quiere decir que el sexo
d�bil no lo era tanto en la antig�edad y que
su vasallaje es un producto social, digamos
como la explotaci�n, que si en un principio
simboliz� un empuje decisivo para el
desarrollo, al final de su ciclo ha de
desaparecer por las mismas razones por las que
advino a este mundo. Ni el matrimonio, ni los
lazos familiares, ni las costumbres sexuales
fueron siempre las que hoy practicamos. La
familia monog�mica, que surge luego de una
depuraci�n larga y compleja, constituye uno de
los pilares b�sicos de la civilizaci�n. Nace
con sus hermanas gemelas, la propiedad privada
y la esclavitud, a las que sustenta y les
sirve de tejido celular. Ha de resolver la
cuesti�n de la herencia, garantizando que los
bienes se transfieran al descendiente
comprobado del due�o, ya que no entusiasma
acumular riquezas para que �stas terminen en
las manos de los hijos de otros. Y para ello,
adem�s de que el primer propietario individual
fue el hombre, se requer�a que, a diferencia
de lo que se estilaba, la mujer no tuviera
varios maridos sino uno solo. As� apareci� la
monogamia que ha sido y sigue siendo un deber
fundamentalmente femenino, puesto que en este
nuevo v�nculo, los varones, que imponen al
antojo su voluntad y hacen de la castidad de
sus parejas una norma inviolable, nunca
dejaron de ufanarse de la libertad sexual m�s
absoluta. Desde entonces la esposa qued�
confinada a la casa y restringida, como afirma
Engels, al papel de "criada principal". Con
cu�nto rigor se ha juzgado y sancionado su
infidelidad, lo narra la historia. Sin ir muy
lejos, en Colombia, hasta hace apenas dos
a�os, el C�digo Penal otorgaba el perd�n y
exim�a de toda culpa al marido ofendido que,
en "leg�tima defensa del honor", asesinara a
su c�nyuge ad�ltera. Nada de esto se lo
ingeni� el capitalismo. Ha recogido del legado
testamentario de las sociedades explotadoras
desaparecidas lo que le conviene, coloc�ndole,
eso s�, su impronta de clase y adob�ndolo con
una buena dosis del farise�smo que lo
caracteriza.
La
familia monog�mica tradicional ha operado
sobre las siguientes premisas: la propiedad
privada y la prolongaci�n de �sta a trav�s de
la herencia; la dependencia econ�mica de la
mujer frente al esposo, y el sostenimiento y
la educaci�n de los hijos. En el esclavismo,
en el feudalismo y en otras formas superadas
de organizaci�n social, como la patriarcal
campesina, dentro del marco de la familia se
efect�a adem�s una serie de labores
important�simas e indispensables para
satisfacer no s�lo los requerimientos del
consumo sino del trabajo mismo. Con el
multifac�tico incremento de la producci�n
capitalista tales labores desaparecen o se
reducen a faenas dom�sticas completamente
insubstanciales que no inciden en la marcha de
las actividades productivas de la sociedad,
pero cuya pura y desastrosa consecuencia
consiste en condenar a la mujer al
enclaustramiento y a la estulticia. Incluso,
de cocer los alimentos, de lavar y alisar la
ropa y de los otros oficios en los que tantas
horas invierten las amas de casa m�s
hacendosas, la industria ya se ocupa,
despach�ndolos en cadena y ahorrando abundante
mano de obra. Hasta la atenci�n y la formaci�n
de los hijos que anta�o se llevaban a cabo en
el seno del hogar, hace rato se tornaron en
objeto de un servicio p�blico, al cuidado de
personal experto que desde luego sabe
incuestionablemente m�s de pedagog�a y del
resto de las ciencias que los padres, o que
aquellos ilustres profesores particulares de
los que Le�n Tolstoi habla con respeto casi
m�stico en sus Memorias. A medida que
evoluciona, el capitalismo corroe sin remedio
los goznes sobre, los que gira. Uno de ellos
ha sido la vieja familia, cuyos fundamentos
jam�s tuvieron en verdad vigencia entre las
clases despose�das. A los matrimonios
proletarios no los rige el �nimo de lucro,
justamente por la carencia de riquezas qu�
resguardar y qu� legar; y si todav�a persiste
all� discriminaci�n contra la mujer responde
m�s a los prejuicios reinantes que a la
concurrencia de una base material para ello.
En virtud de lo cual la compa�era del obrero
puede y debe unirse a �ste en la batalla por
la emancipaci�n femenina, lo que obviamente no
acaece en las filas de la burgues�a. Con
frecuencia, lo exiguo de los ingresos del
"jefe" del hogar, si los hay, obliga a la
mujer a emplearse, y sus hijos le representan
generalmente una carga dif�cil de sobrellevar
antes que un remanso de alegr�as y de
satisfacciones. El d�a que se suprima la
propiedad privada, pr�cticamente el �ltimo
factor que nos falta para el derrumbe
definitivo de la familia como n�cleo
econ�mico, brotar� otra, infinitamente m�s
humana, m�s grata y m�s estable, porque estar�
fundada y mantenida s�lo por la comprensi�n,
la atracci�n y el amor mutuos entre los
esposos. No habr� mancomunidad de mujeres, con
lo que los anticomunistas suelen promover
terrorismo ideol�gico, ni se acabar� la
monogamia; �nicamente ocurrir� que, como la
mujer ya no estar� constre�ida a padecer las
veleidades del hombre, �ste tendr� que
volverse mon�gamo, lo que, por lo dem�s, no es
tan terrible. �Ah!, y desaparecer� la
prostituci�n, el eterno aditamento de la vieja
familia, que germina en el cieno de la
sumisi�n econ�mica del sexo femenino. La
comunidad destinar� un monto considerable de
sus reservas para velar por las nuevas
generaciones, desde la cuna hasta cuando se
hallen aptas para asumir sus
responsabilidades, con lo que el pueblo
trabajador conseguir� por fin disfrutar a
plenitud de los deleites y recompensas de los
deberes de la procreaci�n. Las minor�as
expoliadoras llaman a esto "el despojo de los
hijos por parte del Estado".
Si
todas estas metas, como se deduce, no las
veremos coronadas m�s que mediante un alto
grado de desenvolvimiento de las fuerzas
productivas, o sea con el triunfo del trabajo
sobre el capital y con la construcci�n del
socialismo, lo notable de acotar es que la
sociedad burguesa prepara las condiciones
materiales para su cristalizaci�n. El marxismo
no alienta ning�n tipo de ideales, preceptos o
moldes en los que busque fundir la existencia
social; simplemente partiendo de los logros y
de las posibilidades exactas de la producci�n,
toma nota de las trabas que se alzan en su
curso ascendente para pugnar por demolerlas.
La empresa capitalista prob� a trav�s de sus
enormes progresos que la especie no precisa ya
de la familia cual pieza integrante del
andamiaje productivo, y que, al rev�s, si
ambiciona seguir adelante ha de prescindir de
ella, redimiendo as� energ�as laborales
insospechadas. Sin embargo, el capitalismo
defiende el inter�s privado sobre el p�blico y
reserva para unos cuantos privilegiados el
bienestar que genera, mientras al grueso de la
poblaci�n le veda el pan de cada d�a.
Industrializa las labores dom�sticas, inventa
las guarder�as, abre restaurantes para miles
de comensales, colectiviza la educaci�n, ete.,
y a la mujer contin�a conden�ndola fatalmente
a los bastidores del hogar, aun cuando all�
nada tenga que hacer, salvo embrutecerse y
morirse de tedio. Esboza las soluciones pero
no las culmina; aguijonea las necesidades y,
sobr�ndole los medios para atenderlas, no las
complace. Y si en las metr�polis avanzadas
semejante fen�meno se observa en cualesquiera
de las manifestaciones del discurrir
ciudadano, �qu� agregaremos sobre Colombia,
naci�n atrasada e influida por unas �l�tes
aristocr�ticas que compaginan las antiguallas
del oscurantismo con la peores aberraciones de
la �poca imperialista, y en que la extorsi�n
de los monopolios for�neos destruye, s�, las
ancestrales fuentes de ocupaci�n, pero
asimismo impide que los colombianos las
substituyan con las modernas? Las
contradicciones, por supuesto, se expresan m�s
violentamente. No obstante, y tambi�n debido a
ello, los se�alamientos revolucionarios se
encuentran m�s al alcance de la comprensi�n de
las masas, particularmente de la mujer, a la
que sabremos explicar que su manumisi�n
estriba en la manumisi�n del pa�s y en las
dem�s transformaciones econ�micas y pol�ticas
que demanda la sociedad colombiana. El sexo
femenino necesita con acucia de la revoluci�n,
y �sta no ser� una realidad sin el concurso
efectivo de aquel poderoso contingente que
abarca a la mitad del pueblo. Aunemos
firmemente estos dos elementos tan
complementarios como el hidr�geno y el ox�geno
en la composici�n del agua, y entonces
Colombia florecer� entera bajo los efluvios de
una nueva vida.
De
lo resumido hasta aqu� se desprende que la
emancipaci�n de la mujer, que despunta ya en
el horizonte de la humanidad, llegar�
inexorablemente, porque antes que nada obedece
a las exigencias del desarrollo, y quienes se
empecinen en contenerla sucumbir�n en el
intento. No se trata de una mera proclama, de
una consigna proselitista, o de un capricho
nuestro. La sojuzgaci�n de la mujer ha
acompa�ado durante milenios a la explotaci�n
del hombre por el hombre: con su surgimiento
inaugura el oprobioso per�odo de la
esclavitud, mas lo clausura con su
desaparecimiento. A las generaciones
contempor�neas les correspondi� en suerte
vislumbrar tan colosales cambios, viviendo en
los umbrales de una era en que las gentes,
para prodigarse lo de la subsistencia, no se
ver�n arrastradas a entablar relaciones
alienantes y vejatorias, ni en los �mbitos del
trabajo y de las gestiones administrativas de
la sociedad, ni en los menos extensos de la
familia.
La
reacci�n fracasar� en sus prop�sitos de
aplacar las crecientes inquietudes femeninas,
o de desviarlas hacia el reencauche de los
valores que confortan la opresi�n y el
envilecimiento de la mujer, tejemanejes en los
que han sido duchos maniobreros los dirigentes
de los partidos tradicionales colombianos, lo
mismo los liberales que los conservadores, los
oficialistas que los semioficialistas. Todos
se rasgan las vestiduras ante el agrietamiento
de la familia y prometen refaccionarla y
retornarla a su perdida posici�n. Unos, a
semejanza de Belisario Betancur, rehus�ndose
rotundamente a ofrecer a la mujer cualquier
beneficio, ni aun el divorcio. Otros, a la
usanza t�picamente lopista, limitando esta
prerrogativa al matrimonio civil, en un pa�s
por excelencia de enlaces cat�licos. Y el
resto, como el candidato putativo del
carlosllerismo, organizando "la jurisdicci�n
de la familia, buscando su protecci6n y
unidad, para devolverle su funci�n vital de
n�cleo de nuestra sociedad" es decir, con
frases (2). Ya indicamos c�mo el r�gimen
prevaleciente, por su propia estructura,
minimiza a la mujer, y de hecho le cierra las
puertas de la superaci�n, as� le consigne sus
fueros en la norma escrita. Pero es que adem�s
de eso, la burgues�a se ha mostrado
incorregiblemente cicatera en cuanto a
reconocer la igualdad de los sexos en los
formalismos de la ley, incluso en sus momentos
m�s revolucionarios. La revoluci�n de
independencia de los Estados Unidos y la
francesa de 1789, que marcan hitos en la
democracia burguesa, hicieron caso omiso del
asunto y partieron del entendido de que las
hijas de Eva son ciudadanos de segunda o
tercera categor�a. En tales circunstancias a
las mujeres les ha tocado articular no pocos
movimientos y emprender ruidosas luchas para
que se les admitiera, verbigracia, el elegir y
ser elegidas, el menos controvertido y el m�s
gracioso de los dones dispensados por el
Estado republicano. En el caso de Colombia, el
viacrucis por el cual han transcurrido los
derechos femeninos resulta inveros�mil.
Hagamos r�pidamente una s�ntesis, a fin de
tener una noci�n, y circunscribi�ndonos a este
siglo. S�lo en 1932 se suprimi� el tutelaje
del marido sobre la esposa, y �sta logra
"comparecer libremente a juicio" y administrar
y disponer de sus bienes: dej� de figurar en
la lista de los incapaces. En 1936 se autoriz�
a la mujer para desempe�ar cargos p�blicos,
mas se le sigue negando la ciudadan�a. En 1945
se le entrega la ciudadan�a pero se le
contin�a prohibiendo la funci�n del sufragio y
la facultad de ser elegida (3). En 1954 Rojas
Pinilla le concede el derecho al voto; sin
embargo no le permiti� ejercitarlo porque no
convoc� a elecciones. En 1976 se instituye,
como arriba anotamos, el divorcio, el civil,
para un pa�s de matrimonios cat�licos. Antes,
en 1974, se extiende la patria potestad a la
esposa y quedan habilitadas todas las mujeres,
con estipulaciones similares a las del hombre,
para ser tutoras y curadoras. Hab�amos
comentado tambi�n lo de la "pena de muerte
para la esposa infiel" derogada en 1980. No
obstante lo anterior, y a que se acaba de
sancionar la Ley 29 de 1982 por la cual se
equipara a los hijos leg�timos y naturales en
cuanto a la herencia, la legislaci�n todav�a
consagra irritantes tratamientos
discriminatorios entre las personas, con ser
que el sistema constitucional colombiano,
desde el Congreso de C�cuta de 1821, le ha
dado ciento sesenta veces la vuelta al Sol.
A
rega�adientes y a trav�s de cuentagotas, los
pa�ses capitalistas han venido declinando, una
tras otra, sus recalcitrantes posturas sobre
la materia, y hoy algunos se glor�an de haber
realizado todas las concesiones, hasta la del
aborto. Y en esas naciones, cabalmente en esas
naciones en donde no resta conquista
democr�tica por arrancar, fuera de ahondar las
conseguidas, aparece. di�fano, cual lo
advierte Lenin, que la condici�n de
inferioridad de la mujer no radica en la
ausencia de derechos, sino en el Poder que los
refrenda. En Colombia, donde las oligarqu�as
vendepatria han ido siempre detr�s y muy atr�s
de sus modelos extranjeros, a�n habremos de
combatir al respecto por no escasas
reivindicaciones, sin creer ni hacer creer que
�stas encaman el colmo de las aspiraciones del
sexo femenino. A la inversa, enarbolaremos,
apoyaremos y aprovecharemos sus diversas
contiendas para organizar sus huestes e
instruirlas acerca de lo que al fin y al cabo
interesa: que exclusivamente la revoluci�n y
el socialismo garantizar�n la emancipaci�n de
la mujer.
NOTAS
1 En Colombia, de acuerdo
con el censo de 1973, hay 22'915.000
habitantes. De �stos, 14'297.000 se
encuentran en edad de trabajar (son mayores
de diez a�os); y, seg�n el Dane, se dividen
as�: 6'903.000 hombres, de los cuales
laboran 4'186.000, o sea el 60%, y 7'394.000
mujeres, de las cuales trabajan 1'300.000,
el 17%.
A 2'200.000 hombres y a
5'727.000 mujeres los clasifica el Dane como
poblaci�n no econ�micamente activa y los
distribuye en rentistas, jubilados,
estudiantes, quehaceres del hogar, sin
actividad y sin informaci�n. En "quehaceres
del hogar" hay 3'777.000 mujeres, es decir, el
65% de aquellas. De las mujeres que trabajan,
el 45,3% lo hace en el rengl�n denominado
"servicios personales", donde se incluye a las
empleadas del servicio dom�stico. Aunque las
estad�sticas oficiales no sean muy confiables,
de todas maneras reflejan el cuadro de la
discriminaci�n de la mujer en nuestro medio.
La participaci�n femenina en las actividades
productivas, comparada con la del hombre, es
insignificante. La mayor�a de las mujeres se
ocupa como "amas de casa", o presta cualquiera
otra clase de servicios personales.
2 Las frases fueron tomadas
del programa de gobierno del candidato
presidencial Luis Carlos Gal�n. El Tiempo,
enero 16 de 1982.
3 En el siglo XIX y todav�a
muy avanzado el siglo XX, en Colombia
predominaba el criterio de que la mujer, por
decisi�n natural, o con arreglo a los
designios divinos, estaba impedida para
ejercer la ciudadan�a y las dem�s atribuciones
que se desprenden de �sta, como votar, atender
cargos p�blicos, etc.
Jos� Mar�a Samper, por
ejemplo, en su libro Derecho P�blico Interno,
al comentar la Constituci�n de 1886, emite los
siguientes conceptos:
"Cuanto a la ciudadan�a de las mujeres, aun
cuando ya se practica para lo municipal en
alg�n Estado norteamericano (�y qu� no se
ensaya en los Estados Unidos, inclusive el
mormonismo?), Colombia est� muy lejos de
aceptarla y con raz�n. Nadie aboga m�s que
nosotros porque se d� a las mujeres una
educaci�n esmerada, pero pr�ctica y digna de
su sexo; nadie estima ni aprecia m�s que
nosotros el talento y la cultura en la mujer,
y la saludable y necesaria influencia que ella
ejerce sobre el hombre individual, y sobre las
costumbres y aspiraciones de la sociedad
entera. Pero la verdad es la verdad: la mujer
no ha nacido para gobernar la cosa p�blica y
ser pol�tica, precisamente porque ha nacido
para obrar sobre la sociedad por medios
indirectos, esto es, gobernando el hogar
dom�stico y contribuyendo incesante y
poderosamente a formar las costumbres
(generadoras de las leyes) y a servir de
fundamento y modelo a todas las virtudes
delicadas, suaves y profundas.
"Si fuera posible transformar
moralmente a las mujeres y volverlas
ciudadanas, habr�a que pensar seriamente en
convertir a casi todos los hombres en mujeres,
a fin de que la misi�n de �stas no quedase
bald�a. Y no
alcanzamos a ver el provecho que se sacar�a,
suponiendo la posibilidad, de trocar los
papeles de los dos sexos, deshaciendo la obra
de la Providencia, y haciendo desatinos por
enmendar a Dios la plana".
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Tomado
de Francisco Mosquera. Resistencia
Civil. Bogot�: Ediciones Tribuna Roja, 1995. Publicado en Tribuna Roja
No. 42, marzo de 1982.